Queridos hermanos, ¡buenos días!
El cardenal –le agradezco sus palabras– insistió en San José. Durante meses [me decía]: "Escriba algo sobre San José, escriba algo sobre San José". Y la Carta sobre San José es, en gran parte, obra suya. Y así, gracias…
Me disculpo por estar sentado, pero pensé: ellos están sentados, yo también… No debería estarlo, pero después del viaje mis piernas todavía se hacen notar. Disculpadme.
Me alegra recibiros con motivo del curso sobre el Foro Interno, organizado por la Penitenciaría Apostólica y que este año ha llegado a su 31ª edición. El curso es una cita habitual que, providencialmente, cae en el tiempo de Cuaresma, tiempo penitencial y tiempo de desierto, de conversión, de penitencia y de acogida de la misericordia –para nosotros también–. Saludo al cardenal Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor, y le agradezco sus palabras, como dije antes y con él saludo al regente, a los prelados, oficiales y personal de la Penitenciaría, a los colegios de penitenciarios ordinarios y extraordinarios de las basílicas pontificias in Urbe y a todos los que habéis participado en el curso que, por la necesidad de la pandemia, ha tenido que celebrarse online pero con la notable participación de 870 clérigos. ¡Buena cifra!
Quisiera detenerme con vosotros en tres expresiones que explican bien el significado del Sacramento de la Reconciliación; porque irse a confesar no es ir a la tintorería para que me quiten una mancha. No, es otra cosa. Pensemos bien en lo que es. La primera expresión que explica este sacramento, este misterio es: "abandonarse al Amor", la segunda: "dejarse transformar por el Amor"; y la tercera: "corresponder al Amor". Pero siempre el Amor: si no hay Amor en el sacramento no es como Jesús lo quiere. Si hay funcionalidad, no es como Jesús lo quiere. Amor. Amor de hermano pecador perdonado –como ha dicho el cardenal– por el hermano, la hermana, pecador y pecadora perdonados. Esta es la relación fundamental.
Abandonarse al Amor significa hacer un verdadero acto de fe. La fe nunca puede reducirse a una lista de conceptos o a una serie de afirmaciones que hay que creer. La fe se expresa y se entiende dentro de una relación: la relación entre Dios y el hombre y entre el hombre y Dios, según la lógica de la llamada y la respuesta: Dios llama y el hombre responde. También es verdad lo inverso: nosotros llamamos a Dios cuando nos hace falta y Él responde siempre. La fe es el encuentro con la Misericordia, con Dios mismo que es Misericordia –el nombre de Dios es Misericordia– y es el abandono en los brazos de este Amor misterioso y generoso, que tanto necesitamos, pero al que, a veces, tenemos miedo de abandonarnos.
La experiencia nos enseña que quien no se abandona al amor de Dios acaba, tarde o temprano, abandonándose a otra cosa, terminando "en brazos" de la mentalidad mundana, que al final acarrea amargura, tristeza y soledad y no se cura. Así que el primer paso para una buena confesión es precisamente el acto de fe, de abandono, con el que el penitente se acerca a la Misericordia. Y todo confesor, por tanto, debe ser capaz de maravillarse siempre ante los hermanos que, por fe, piden el perdón de Dios y, también sólo por fe, se abandonan a Él, entregándose en la confesión. El dolor por los pecados es el signo de ese abandono confiado al Amor.
Vivir así la confesión significa dejarse transformar por el Amor. Es la segunda dimensión, la segunda expresión sobre la que me gustaría reflexionar. Sabemos muy bien que no son las leyes las que salvan, basta con leer el capítulo 23 de Mateo: el individuo no cambia por una árida serie de preceptos, sino por la fascinación del Amor percibido y libremente ofrecido. Es el Amor que se manifestó plenamente en Jesucristo y en su muerte en la cruz por nosotros. Así, el Amor, que es Dios mismo, se hizo visible a los hombres, de un modo antes impensable, totalmente nuevo y, por tanto, capaz de renovar todas las cosas. El penitente que encuentra, en la conversación sacramental, un rayo de este Amor acogedor, se deja transformar por el Amor, por la Gracia, empezando a experimentar esa transformación de un corazón de piedra en un corazón de carne, que es una transformación que se da en toda confesión. Así es también en la vida afectiva: se cambia por el encuentro con un gran amor. El buen confesor está siempre llamado a percibir el milagro del cambio, a advertir la obra de la Gracia en el corazón de los penitentes, favoreciendo en lo posible la acción transformadora. La integridad de la acusación es el signo de esta transformación que obra el Amor: todo se entrega para que todo sea perdonado.
La tercera y última expresión es: corresponder al Amor. El abandono y el dejarse transformar por el Amor tienen como consecuencia necesaria una correspondencia con el amor recibido. El cristiano tiene siempre presentes las palabras de Santiago: «Pruébame tu fe sin obras, y yo te probaré por mis obras la fe» (St 2, 18). La verdadera voluntad de conversión se concreta en la correspondencia al amor de Dios recibido y aceptado. Es una correspondencia que se manifiesta en el cambio de vida y en las obras de misericordia que le siguen. Quien ha sido acogido por el Amor no puede dejar de acoger a su hermano. Quien se ha abandonado al Amor, no puede sino consolar al afligido. Quien ha sido perdonado por Dios, no puede dejar de perdonar de corazón a sus hermanos.
Si es cierto que nunca podremos corresponder plenamente al Amor divino, por la diferencia insalvable entre el Creador y las criaturas, no es menos cierto que Dios nos muestra un amor posible, en el que vivir esa correspondencia imposible: el amor por el hermano. El amor al hermano es el lugar de la verdadera correspondencia al amor de Dios: amando a nuestros hermanos nos demostramos y demostramos al mundo y a Dios que le amamos de verdad y correspondemos, siempre de manera insuficiente, a su misericordia. El buen confesor señala siempre, junto a la primacía del amor a Dios, el imprescindible amor al prójimo, como ejercicio diario en el que entrenar el amor a Dios. El propósito actual de no volver a pecar es el signo de la voluntad de corresponder al Amor.
Y muchas veces la gente, incluso nosotros mismos, nos avergonzamos de haber prometido, de cometer el pecado y volver otra vez, otra vez… Me viene a la mente un poema de un párroco argentino, bueno, un párroco muy bueno. Era un poeta, escribió muchos libros. Un poema a la Virgen, en el que le pedía a la Virgen, en el poema, que le custodiara, porque habría querido cambiar, pero no sabía cómo. Le prometía a la Virgen que cambiaría y terminaba así: "Esta tarde, Señora, la promesa es sincera. Por las dudas, no olvide dejar la llave afuera". Sabía que siempre habrá una llave para abrir, porque fue Dios, la ternura de Dios, quien la dejó afuera. Así, la celebración frecuente del Sacramento de la Reconciliación se convierte, tanto para el penitente como para el confesor, en un camino de santificación, en una escuela de fe, de abandono, de cambio y de correspondencia al Amor misericordioso del Padre.
Queridos hermanos y hermanas, recordemos siempre que cada uno de nosotros es un pecador perdonado –si alguno de nosotros no se siente tal, es mejor que no vaya a confesar, mejor que no sea confesor–, un pecador perdonado puesto al servicio de los demás, para que también ellos, a través del encuentro sacramental, puedan encontrar ese Amor que ha fascinado y cambiado nuestras vidas. Teniendo esto en cuenta, os animo a perseverar fielmente en el precioso ministerio que desempeñáis, o que pronto se os confiará: es un servicio importante para la santificación del pueblo santo de Dios. Encomendad este ministerio de reconciliación a la poderosa protección de san José, hombre justo y fiel.
Y aquí quiero detenerme para subrayar la actitud religiosa que surge de esta conciencia de ser un pecador perdonado que debe tener el confesor. Acoger en paz, acoger con paternidad. Cada uno sabrá cómo es la expresión de la paternidad: una sonrisa, los ojos en paz… Acoger ofreciendo tranquilidad, y luego dejar hablar. A veces, el confesor se da cuenta de que hay cierta dificultad para seguir adelante con un pecado, pero si lo entiende, no hace preguntas indiscretas. Aprendí algo del cardenal Piacenza: me dijo que cuando ve que estas personas tienen dificultades y entiende de qué se trata, las detiene inmediatamente y les dice: "Lo entiendo. Sigamos". No hay que dar más dolor, más "tortura" en esto. Y luego, por favor, no hacer preguntas. A veces me pregunto: esos confesores que empiezan: "Y como esto, esto, esto…". Pero dime, ¿qué estás haciendo? ¿Te estás haciendo una película en la cabeza? Por favor. Además, en las basílicas hay una gran oportunidad de confesarse, pero desgraciadamente los seminaristas que están en los colegios internacionales se pasan la voz, incluso los jóvenes sacerdotes: "A esa basílica puedes ir donde todos menos donde ese y ese otro; en ese confesionario no vayas, porque ese será el comisario que te torturará". Se corre la voz…
Ser misericordioso no significa ser de manga ancha, no. Significa ser hermano, padre, consolador. "Padre, no puedo, no sé cómo haré…" – "Reza, y vuelve cuando lo necesites, porque aquí encontrarás un padre, un hermano, encontrarás esto". Esa es la actitud. Por favor, no seáis un tribunal de examen académico, "Y cómo, cuándo…". No seáis fisgones en el alma de los demás. Padres, hermanos misericordiosos.
Mientras os dejo estos motivos de reflexión, os deseo a vosotros y a vuestros penitentes una fructífera Cuaresma de conversión. Os bendigo de corazón y os pido por favor que recéis por mí. Gracias.