Queridos hermanos y hermanas:
Los saludo a todos con afecto. Estoy contento de concluir mi visita a Malta compartiendo un poco con ustedes. Agradezco al Padre Dionisio su acogida; y sobre todo agradezco a Daniel y a Siriman sus testimonios. Nos habéis abierto vuestros corazones y vuestras vidas, y al mismo tiempo os habéis hecho portavoces de tantos hermanos y hermanas obligados a dejar la patria para buscar un refugio seguro.
Como dije hace algunos meses en Lesbos, «estoy aquí para decirles que estoy cerca de ustedes… Estoy aquí para ver sus rostros, para mirarlos a los ojos» (Discurso en Mitilene, 5 de diciembre de 2021). Desde el día que fui a Lampedusa, nunca los he olvidado. Los llevo siempre en el corazón y están siempre presentes en mis oraciones.
En este encuentro con ustedes migrantes se manifiesta plenamente el significado del lema de mi viaje a Malta. Es una cita de los Hechos de los Apóstoles que dice: «Nos mostraron una cordialidad fuera de lo común» (Hch 28, 2). Se refiere al modo como los malteses acogieron al apóstol Pablo y a todos los que habían naufragado junto con él cerca de la isla. Los trataron "con una cordialidad fuera de lo común". No sólo con cordialidad, sino con una humanidad excepcional, con una especial atención, que san Lucas quiso inmortalizar en el libro de los Hechos. Deseo que Malta siempre trate de este modo a cuantos llegan a sus costas, que realmente sea para ellos un "puerto seguro".
El naufragio es una experiencia que gran cantidad de hombres, mujeres y niños han vivido durante estos años en el Mediterráneo. Y lamentablemente para muchos de ellos ha sido trágica. Precisamente ayer se recibió la noticia de un rescate realizado junto a la costa de Libia, se salvaron apenas cuatro migrantes de una embarcación que transportaba alrededor de noventa. Recemos por estos hermanos nuestros que han encontrado la muerte en nuestro mar Mediterráneo. Y recemos también para ser salvados de otro naufragio que tiene lugar mientras ocurren estos hechos: es el naufragio de la civilización, que amenaza no sólo a los refugiados, sino a todos nosotros. ¿Cómo podemos salvarnos de este naufragio que amenaza con hundir la nave de nuestra civilización? Comportándonos con humanidad. Mirando a las personas no como números, sino como lo que son –como nos ha dicho Siriman–, es decir, rostros, historias, sencillamente hombres y mujeres, hermanos y hermanas. Y pensando que en el lugar de esa persona que veo en una embarcación o en el mar, a través de la televisión o de una foto, podría estar yo, o mi hijo, o mi hija. Quizá en este momento, mientras estamos aquí, algunas barcas estén atravesando el mar desde el sur hacia el norte. Recemos por estos hermanos y hermanas que arriesgan la vida en el mar, en busca de esperanza. También ustedes vivieron este drama, y llegaron aquí.
Vuestras historias evocan las de miles y miles de personas que en estos últimos días se han visto forzadas a huir de Ucrania a causa de esa guerra injusta y salvaje. Pero también las de muchos otros hombres y mujeres que, buscando un lugar seguro, se han visto obligados a dejar la propia casa y la propia tierra en Asia, en África y en las Américas, pienso en los rohinyás… A todos ellos se dirige mi pensamiento y mi oración en este momento.
Hace un tiempo recibí otro testimonio de vuestro Centro: la historia de un joven que contaba el doloroso momento en que tuvo que dejar a su madre y a su familia de origen. Esto me conmovió y me hizo reflexionar. Pero también tú, Daniel, y también tú, Siriman, y cada uno de ustedes, vivió esta experiencia de partir separándose de las propias raíces. Es un desgarro. Un desgarro que deja la marca. No sólo un dolor momentáneo, emotivo. Deja una herida profunda en el camino de crecimiento de un joven, de una joven. Se necesita tiempo para que sane esa herida; se necesita tiempo y sobre todo experiencias ricas de humanidad: encontrar personas acogedoras, que saben escuchar, comprender, acompañar; y también estar junto con otros compañeros de viaje para compartir, para llevar juntos el peso. Esto ayuda a cicatrizar las heridas.
Pienso en los centros de acogida, ¡qué importante es que sean lugares de humanidad! Sabemos que es difícil, hay muchos factores que fomentan las tensiones y la rigidez. Y, sin embargo, en cada continente hay personas y comunidades que aceptan el desafío, conscientes de que la realidad de las migraciones es un signo de los tiempos donde está en juego la civilización. Y para nosotros cristianos también está en juego la fidelidad al Evangelio de Jesús, que dijo: «Fui forastero y me recibieron» (Mt 25, 35). Esto no se hace en un día. Hace falta tiempo, se requiere mucha paciencia, se necesita sobre todo un amor hecho de cercanía, ternura y compasión, como es el amor de Dios por nosotros. Pienso que debemos decir un sentido "gracias" a quienes han aceptado este reto aquí en Malta y han dado vida a este Centro. ¡Hagámoslo con un aplauso, todos juntos!
Permítanme, hermanos y hermanas, que exprese uno de mis sueños. Que ustedes migrantes, después de haber experimentado una acogida rica de humanidad y fraternidad, puedan llegar a ser en primera persona testigos y animadores de acogida y de fraternidad. Aquí y donde Dios quiera, donde la Providencia guíe vuestros pasos. Este es el sueño que deseo compartir con ustedes y que pongo en las manos de Dios. Porque lo que es imposible para nosotros no es imposible para Él. Considero muy importante que en el mundo de hoy los migrantes se conviertan en testigos de los valores humanos esenciales para una vida digna y fraterna. Son valores que ustedes llevan dentro, que pertenecen a sus raíces. Una vez que la herida del desgarro, del desarraigo, haya cicatrizado, ustedes pueden hacer emerger esta riqueza que llevan dentro, un patrimonio de humanidad muy valioso, y ponerla a disposición de la comunidad en la que han sido acogidos y en los ambientes donde se integran. ¡Este es el camino! El camino de la fraternidad y de la amistad social. Aquí está el futuro de la familia humana en un mundo globalizado. Estoy contento de poder compartir hoy este sueño con ustedes, así como ustedes, con vuestros testimonios, han compartido vuestros sueños conmigo.
Creo que aquí también está la respuesta a la cuestión central de tu testimonio, Siriman. Tú nos has recordado que los que tienen que dejar el propio país parten con un sueño en el corazón: el sueño de la libertad y de la democracia. Este sueño choca con una realidad dura, a menudo peligrosa, en ocasiones terrible, deshumana. Tú has dado voz a la súplica sofocada de millones de migrantes cuyos derechos fundamentales son violados, a veces lamentablemente con la complicidad de las autoridades competentes. Y esto es así, y quiero decirlo así: "a veces lamentablemente con la complicidad de las autoridades competentes". Y has llamado la atención sobre el punto clave: la dignidad de la persona. Lo repito con tus propias palabras: ustedes no son números, sino personas de carne y hueso, rostros, sueños a veces rotos.
Desde aquí se puede y se debe volver a empezar: desde las personas y desde su dignidad. No nos dejemos engañar por quien dice: "No hay nada que hacer", "son problemas más grandes que nosotros", "yo me dedico a mis asuntos y los otros que se arreglen". No. No caigamos en esta trampa. Respondamos al desafío de los migrantes y de los refugiados con el estilo de la humanidad, encendamos hogueras de fraternidad, en torno a las cuales las personas puedan calentarse, recuperarse y reavivar la esperanza. Reforcemos el tejido de la amistad social y la cultura del encuentro, partiendo de lugares como este, que ciertamente no serán perfectos, pero son "laboratorios de paz".
Y dado que este Centro lleva el nombre del Papa san Juan XXIII, quiero recordar lo que él escribió al final de su memorable Encíclica sobre la paz: «Que [el Señor] borre de los hombres cuanto pueda poner en peligro esta paz y convierta a todos en testigos de la verdad, de la justicia y del amor fraterno. Que Él ilumine también con su luz la mente de los que gobiernan las naciones, para que, al mismo tiempo que les procuran una digna prosperidad, aseguren a sus compatriotas el don hermosísimo de la paz. Que, finalmente, Cristo encienda las voluntades de todos los hombres para echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado. De esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se abracen como hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada paz» (Pacem in terris, 171).
Queridos hermanos y hermanas, dentro de unos momentos, junto con algunos de ustedes, encenderé una vela ante la imagen de la Virgen. Es un gesto sencillo, pero con un gran significado. En la tradición cristiana, esa pequeña llama es símbolo de la fe en Dios. Y es también símbolo de la esperanza, una esperanza que María, nuestra Madre, sostiene en los momentos más difíciles. Es la esperanza que he visto hoy en vuestros ojos, que ha dado sentido a vuestro viaje y los hace seguir adelante. Que la Virgen los ayude a no perder nunca esta esperanza. A Ella le confío a cada uno de ustedes y a sus familias, y los llevo conmigo en mi corazón y en mi oración. Y también ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí. ¡Gracias!
Señor Dios, creador del universo,
fuente de libertad y de paz,
de amor y de fraternidad,
Tú nos has creado a tu imagen
y has infundido en todos nosotros tu soplo vital,
para hacernos partícipes de tu ser en comunión.
Aun cuando hemos quebrantado tu alianza
Tú no nos has abandonado en poder de la muerte
sino que en tu infinita misericordia
siempre nos has llamado a volver a Ti
y a vivir como tus hijos.
Infunde en nosotros tu Santo Espíritu
y danos un corazón nuevo,
capaz de escuchar el grito, a menudo silencioso,
de nuestros hermanos y hermanas que han perdido
el calor del hogar y de la patria.
Haz que podamos infundirles esperanza
con miradas y gestos de humanidad.
Haz de nosotros instrumentos de paz
y de amor fraterno concreto.
Líbranos de los miedos y de los prejuicios,
para hacer nuestros sus sufrimientos
y luchar juntos contra la injusticia;
para que crezca un mundo en el que cada persona
sea respetada en su inviolable dignidad,
esa que Tú, oh Padre, has puesto en nosotros
y tu Hijo ha consagrado para siempre.
Amén.