Viaje apostólico a Canadá 24-30.VII.22
Señora Gobernadora General, señor Primer Ministro, queridos pueblos indígenas de Maskwacis y de esta tierra canadiense, queridos hermanos y hermanas:
Esperaba que llegara este momento para estar entre ustedes. Desde aquí, desde este lugar tristemente evocativo, quisiera comenzar lo que deseo en mi interior: una peregrinación, una peregrinación penitencial. Llego hasta sus tierras nativas para decirles personalmente que estoy dolido, para implorar a Dios el perdón, la sanación y la reconciliación, para manifestarles mi cercanía, para rezar con ustedes y por ustedes.
Recuerdo los encuentros que tuvimos en Roma hace cuatro meses. En ese momento me entregaron en prenda dos pares de mocasines, signo del sufrimiento padecido por los niños indígenas, en particular de los que lamentablemente no volvieron más a casa desde las escuelas residenciales. Me pidieron que devolviera los mocasines cuando llegara a Canadá; los traje, y lo haré al terminar estas palabras, y quisiera inspirarme precisamente en este símbolo que, en los meses pasados, reavivó en mí el dolor, la indignación y la vergüenza. El recuerdo de esos niños provoca aflicción y exhorta a actuar para que todos los niños sean tratados con amor, honor y respeto. Pero esos mocasines también nos hablan de un camino, de un recorrido que deseamos hacer juntos. Caminar juntos, rezar juntos, trabajar juntos, para que los sufrimientos del pasado dejen el lugar a un futuro de justicia, de sanación y de reconciliación.
Este es el motivo por el que la primera etapa de mi peregrinación entre ustedes se lleva a cabo en esta región que ha visto, desde tiempos inmemoriales, la presencia de los pueblos indígenas. Es un territorio que nos habla, que nos permite hacer memoria.
Hacer memoria. Hermanos y hermanas, ustedes han vivido en esta tierra durante miles de años con estilos de vida que respetaban la misma tierra, heredada de las generaciones pasadas y protegida para las futuras. La trataron como un don del Creador para compartir con los demás y amar en armonía con todo lo que existe, en una viva interconexión entre todos los seres vivos. Así aprendieron a nutrir un sentido de familia y de comunidad, y desarrollaron vínculos fuertes entre las generaciones, honrando a los ancianos y cuidando de los pequeños. ¡Cuántas buenas tradiciones y enseñanzas basadas en la atención a los otros y al amor por la verdad, en la valentía y el respeto, en la humildad, en la honestidad, en la sabiduría de vida!
Pero, si estos fueron los primeros pasos dados en estos territorios, la memoria nos lleva tristemente a los sucesivos. El lugar en el que nos encontramos hace resonar en mí un grito de dolor, un clamor sofocado que me acompañó durante estos meses. Pienso en el drama sufrido por tantos de ustedes, por sus familias, por sus comunidades, en lo que ustedes compartieron conmigo sobre los sufrimientos padecidos en las escuelas residenciales. Son traumas que, en cierto modo, reviven cada vez que se recuerdan y soy consciente de que también nuestro encuentro de hoy puede despertar recuerdos y heridas, y que muchos de ustedes podrían sentirse mal mientras yo hablo. Pero es justo hacer memoria, porque el olvido lleva a la indiferencia y, como se ha dicho, «lo opuesto al amor no es el odio, es la indiferencia… lo opuesto a la vida no es la muerte, es la indiferencia a la vida o a la muerte» (E. Wiesel). Hacer memoria de las devastadoras experiencias que ocurrieron en las escuelas residenciales nos golpea, nos indigna, nos entristece, pero es necesario.
Es necesario recordar cómo las políticas de asimilación y desvinculación, que también incluían el sistema de las escuelas residenciales, fueron nefastas para la gente de estas tierras. Cuando los colonos europeos llegaron aquí por primera vez, hubo una gran oportunidad de desarrollar un encuentro fecundo entre las culturas, las tradiciones y la espiritualidad. Pero en gran parte esto no sucedió. Y me vuelve a la mente lo que ustedes me contaron, de cómo las políticas de asimilación terminaron por marginar sistemáticamente a los pueblos indígenas; de cómo, también por medio del sistema de escuelas residenciales, sus lenguas, sus culturas fueron denigradas y suprimidas; y de cómo los niños sufrieron abusos físicos y verbales, psicológicos y espirituales; de cómo se los llevaron de sus casas cuando eran chiquitos y de cómo esto marcó de manera indeleble la relación entre padres e hijos, entre abuelos y nietos.
Les agradezco por haber hecho que todo esto entrara en mi corazón, por haber expresado el peso que llevaban dentro, por haber compartido conmigo esta memoria sangrante. Hoy estoy aquí, en esta tierra que, junto a una memoria antigua, custodia las cicatrices de heridas todavía abiertas. Me encuentro entre ustedes porque el primer paso de esta peregrinación penitencial es el de renovar mi pedido de perdón y decirles, de todo corazón, que estoy profundamente dolido: pido perdón por la manera en la que, lamentablemente, muchos cristianos adoptaron la mentalidad colonialista de las potencias que oprimieron a los pueblos indígenas. Estoy dolido. Pido perdón, en particular, por el modo en el que muchos miembros de la Iglesia y de las comunidades religiosas cooperaron, también por medio de la indiferencia, en esos proyectos de destrucción cultural y asimilación forzada de los gobiernos de la época, que finalizaron en el sistema de las escuelas residenciales.
Aunque la caridad cristiana haya estado presente y existan no pocos ejemplares de entrega por los niños, con todo, las consecuencias globales de las políticas ligadas a las escuelas residenciales han sido catastróficas. Lo que la fe cristiana nos dice es que fue un error devastador, incompatible con el Evangelio de Jesucristo. Duele saber que ese terreno compacto de valores, lengua y cultura, que confirió a sus pueblos un sentido genuino de identidad, duele saber que haya sido erosionado, y que ustedes siguen pagando los efectos. Frente a este mal que indigna, la Iglesia se arrodilla ante Dios y le implora perdón por los pecados de sus hijos (cf. S. Juan Pablo II, Bula Incarnationis mysterium [29 noviembre 1998], 11: AAS 91 [1999], 140). Quisiera repetir con vergüenza y claridad: pido perdón humildemente por el mal que tantos cristianos cometieron contra los pueblos indígenas.
Queridos hermanos y hermanas, muchos de ustedes y de sus representantes han afirmado que las disculpas no son un punto de llegada. Concuerdo perfectamente. Constituyen sólo el primer paso, el punto de partida. También soy consciente de que «mirando hacia el pasado nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar el daño causado» y «mirando hacia el futuro nunca será poco todo lo que se haga para generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones no sólo no se repitan, sino que no encuentren espacios» (Carta al Pueblo de Dios, 20 agosto 2018). Una parte importante de este proceso es hacer una seria búsqueda de la verdad acerca del pasado y ayudar a los supervivientes de las escuelas residenciales a realizar procesos de sanación por los traumas sufridos.
Rezo y espero que los cristianos y la sociedad de esta tierra crezcan en la capacidad de acoger y respetar la identidad y la experiencia de los pueblos indígenas. Espero que se encuentren caminos concretos para conocerlos y valorarlos, aprendiendo a caminar todos juntos. Por mi parte, seguiré animando el compromiso de todos los católicos respecto a los pueblos indígenas. Lo hice en otras ocasiones y en varios lugares, a través de encuentros y llamamientos, y también por medio de una Exhortación Apostólica. Sé que todo esto requiere tiempo y paciencia, se trata de procesos que tienen que entrar en los corazones, y mi presencia aquí y el compromiso de los obispos canadienses son testimonio de la voluntad de avanzar en este camino.
Queridos amigos, esta peregrinación se extiende durante algunos días y llegará a lugares distantes entre sí, sin embargo, no me permitirá responder a muchas invitaciones y visitar centros como Kamloops, Winnipeg, varios lugares en Saskatchewan, en Yukón y en los Territorios del Noroeste. Aunque esto no es posible, sepan que están todos en mi recuerdo y en mi oración. Sepan que conozco el sufrimiento, los traumas y los desafíos de los pueblos indígenas en todas las regiones de este país. Las palabras que pronunciaré a lo largo de este camino penitencial están dirigidas a todas las comunidades y a los indígenas, que abrazo de corazón.
En esta primera etapa quise hacer espacio a la memoria. Hoy estoy aquí para recordar el pasado, para llorar con ustedes, para mirar la tierra en silencio, para rezar junto a las tumbas. Dejemos que el silencio nos ayude a todos a interiorizar el dolor. Silencio y oración. Ante el mal recemos al Señor del bien; ante la muerte recemos al Dios de la vida. Nuestro Señor Jesucristo hizo de un sepulcro –la última estación de la esperanza ante la cual se habían desvanecido todos los sueños y sólo quedaban el llanto, y el dolor y la resignación– hizo de un sepulcro el lugar del renacimiento, de la resurrección, donde comenzó una historia de vida nueva y de reconciliación universal. No bastan nuestros esfuerzos para sanar y reconciliar, es necesaria su gracia, es necesaria la sabiduría afable y fuerte del Espíritu, la ternura del Consolador. Que Él colme las esperanzas de los corazones. Que Él nos tome de la mano. Que Él nos haga caminar juntos.