Viaje apostólico a Kazajistán (13-15.IX.22)
Queridos hermanos obispos, sacerdotes y diáconos, queridos consagrados y consagradas, seminaristas y agentes de pastoral, ¡buenos días!
Estoy contento de estar aquí entre ustedes, de saludar a la Conferencia Episcopal de Asia Central y de encontrar una Iglesia compuesta por tantos rostros, historias y tradiciones diferentes, todas unidas por la única fe en Cristo Jesús. Agradezco las palabras de Mons. Mumbiela Sierra, que en el saludo comentó: «La mayor parte de nosotros somos extranjeros»; es verdad, porque ustedes provienen de lugares y países diferentes, sin embargo, la belleza de la Iglesia es ésta, que somos una sola familia, en la cual nadie es extranjero. Lo repito: ninguno es extranjero en la Iglesia, ¡somos un solo Pueblo santo de Dios enriquecido por muchos pueblos! Y la fuerza de nuestro pueblo sacerdotal y santo está justamente en hacer de la diversidad una riqueza compartiendo lo que somos y lo que tenemos: nuestra pequeñez se multiplica si la compartimos.
El pasaje de la Palabra de Dios que hemos escuchado afirma justamente esto: el misterio de Dios –dice san Pablo– ha sido revelado a todos los pueblos. No sólo al pueblo elegido o a una élite de personas religiosas, sino a todos. Cada hombre puede acceder a Dios, porque –explica el apóstol– todos los pueblos «participan de una misma herencia, son miembros de un mismo Cuerpo y beneficiarios de la misma promesa en Cristo Jesús, por medio del Evangelio» (Ef 3, 6).
Quisiera destacar dos palabras que usa Pablo: herencia y promesa. Por un lado, una Iglesia hereda siempre una historia, siempre es hija de un primer anuncio del Evangelio, de un evento que la precede, de otros apóstoles y evangelizadores que la establecieron sobre la palabra viva de Jesús; por otro lado, es también la comunidad de aquellos que han visto en Jesús el cumplimiento de la promesa de Dios y, como hijos de la resurrección, viven en la esperanza de la plenitud futura. Sí, somos destinatarios de la gloria prometida, que anima nuestro camino con esa esperanza. Herencia y promesa: la herencia del pasado es nuestra memoria, la promesa del Evangelio es el futuro de Dios que nos sale al encuentro. Quisiera detenerme con ustedes sobre esto: una Iglesia que camina en la historia entre memoria y futuro.
En primer lugar, la memoria. Si hoy en este vasto país, multicultural y multirreligioso, podemos ver comunidades cristianas vivas, así como un sentido religioso que atraviesa la vida de la población, es sobre todo gracias a la rica historia que los precede. Pienso en la difusión del cristianismo en Asia central, la cual ocurrió ya desde los primeros siglos; en tantos evangelizadores y misioneros que se desgastaron difundiendo la luz del Evangelio, fundando comunidades, santuarios, monasterios y lugares de culto. Por tanto, hay una herencia cristiana, ecuménica, que ha de ser honrada y custodiada, una transmisión de la fe que ha visto protagonistas y también tanta gente sencilla, tantos abuelos y abuelas, padres y madres. En el camino espiritual y eclesial no debemos perder de vista el recuerdo de cuantos nos anunciaron la fe, porque hacer memoria nos ayuda a desarrollar el espíritu de contemplación por las maravillas que Dios ha realizado en la historia, aun en medio de las fatigas de la vida y de las fragilidades personales y comunitarias.
Pero pongamos atención: no se trata de mirar hacia atrás con nostalgia, quedándonos estancados en las cosas del pasado y dejándonos paralizar en el inmovilismo. Esta es la tentación del "retroceso". La mirada cristiana, cuando vuelve hacia atrás para hacer memoria, lo que quiere es abrirnos al asombro ante el misterio de Dios, para llenar nuestro corazón de alabanza y gratitud por cuanto ha hecho el Señor. Un corazón agradecido, que desborda de alabanza, que no alberga añoranzas, sino que acoge el presente que vive como gracia; y quiere ponerse en camino, ir hacia adelante, comunicar a Jesús, como las mujeres y los discípulos de Emaús el día de la Pascua.
Esta es la memoria viva de Jesús, que nos llena de asombro y a la que accedemos sobre todo por el Memorial eucarístico, la fuerza del amor que nos impulsa. Es nuestro tesoro. Por eso, sin memoria no hay asombro. Si perdemos la memoria viva, entonces la fe, las devociones y las actividades pastorales corren el riesgo de debilitarse, de ser como llamaradas, que se encienden rápidamente, pero se apagan enseguida. Cuando extraviamos la memoria, se agota la alegría. Desaparece la gratitud a Dios y a los hermanos, porque se cae en la tentación de pensar que todo depende de nosotros. El padre Ruslan nos ha recordado algo hermoso: que ser sacerdote ya es mucho, porque en la vida sacerdotal nos damos cuenta de que todo cuanto sucede no es obra nuestra, sino un don de Dios. Y sor Clara, hablando de su vocación, quiso ante todo agradecer a aquellos que le anunciaron el Evangelio. Gracias por estos testimonios, que nos invitan a hacer memoria agradecida de la herencia que hemos recibido.
Si profundizamos en esta herencia, ¿qué es lo que vemos? Que la fe no ha sido transmitida de generación en generación como un conjunto de cosas que hay que entender y hacer, como un código fijado de una vez para siempre. No, la fe se transmite con la vida, con el testimonio de quien ha llevado el fuego del Evangelio en medio de las situaciones para iluminarlas, para purificarlas y difundir el cálido consuelo de Jesús, así como la alegría de su amor que salva, la esperanza de su promesa. Haciendo memoria, entonces, aprendemos que la fe crece con el testimonio. El resto viene después. Esta es una llamada para todos y quisiera reafirmarlo a todos, fieles laicos, obispos, sacerdotes, diáconos, consagrados y consagradas que trabajan de diferentes maneras en la vida pastoral de las comunidades. No nos cansemos de dar testimonio de la esencia de la salvación, de la novedad de Jesús, de la novedad que es Jesús. La fe no es una hermosa exposición de cosas del pasado –esto sería un museo-, sino un evento siempre actual, el encuentro con Cristo que tiene lugar en nuestra vida, aquí y ahora. Por eso no se comunica con la sola repetición de las cosas de siempre, sino transmitiendo la novedad del Evangelio. De este modo, la fe permanece viva y tiene futuro. Por eso me gusta decir que la fe se transmite "en dialecto".
He aquí entonces la segunda palabra, futuro. La memoria del pasado no nos encierra en nosotros mismos, sino que nos abre a la promesa del Evangelio. Jesús nos aseguró que estará siempre con nosotros. Por lo que no se trata de una promesa dirigida sólo a un futuro lejano, sino que estamos llamados a acoger hoy la renovación que el Resucitado lleva a cabo en la vida. A pesar de nuestras debilidades, Él no se cansa de estar con nosotros, de construir a nuestro lado el futuro de la Iglesia que es suya y nuestra.
Es cierto, delante de tantos retos de la fe –especialmente aquellos que tienen que ver con la participación de las generaciones jóvenes–, así como delante de los problemas y fatigas de la vida, mirando a los números, en la vastedad de un país como este, podríamos llegar a sentirnos "pequeños" e incapaces. Y, sin embargo, si adoptamos la mirada esperanzadora de Jesús, descubrimos algo sorprendente: el Evangelio dice que ser pequeños, pobres de espíritu, es una bienaventuranza, la primera bienaventuranza (cf. Mt 5, 3), porque la pequeñez nos entrega humildemente al poder de Dios y nos lleva a no cimentar la acción eclesial en nuestras propias capacidades. ¡Y esta es una gracia! Lo repito: hay una gracia escondida al ser una Iglesia pequeña, un pequeño rebaño, en lugar de exhibir nuestras fortalezas, nuestros números, nuestras estructuras y cualquier otra forma de prestigio humano, nos dejamos guiar por el Señor y nos acercamos con humildad a las personas. Ricos en nada y pobres de todo, caminamos con sencillez, cercanos a las hermanas y a los hermanos de nuestro pueblo, llevando la alegría del Evangelio a las situaciones de la vida. Como levadura en la masa y como la más pequeña de las semillas arrojadas a la tierra (cf. Mt 13, 31-33), vivimos los acontecimientos alegres y tristes de la sociedad en la que nos encontramos, para servirla desde dentro.
Ser pequeños nos recuerda que no somos autosuficientes, que necesitamos de Dios, pero también de los demás, de todos y cada uno: de las hermanas y hermanos de otras confesiones, de quien profesa un credo religioso diferente al nuestro, de todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Nos damos cuenta, con un espíritu de humildad, que sólo juntos, en el diálogo y en la aceptación recíproca, podemos hacer algo verdaderamente bueno por todos. Es la tarea particular de la Iglesia en este país, no ser un grupo que se deja arrastrar por las cosas de siempre, o que se encierra en su caparazón porque se siente pequeña, sino una comunidad abierta al futuro de Dios, encendida por el fuego del Espíritu: viva, llena de esperanza, disponible a su novedad y a los signos de los tiempos, animada por la lógica evangélica de la semilla que da frutos de amor humilde y fecundo. De este modo, la promesa de vida y de bendición, que Dios Padre derrama sobre nosotros por medio de Jesús, se hace camino no sólo para nosotros, sino que se realiza también para los demás.
Y se realiza cada vez que vivimos la fraternidad entre nosotros, que atendemos a los pobres y a quienes están heridos por la vida, cada vez que en las relaciones humanas y sociales damos testimonio de la justicia y de la verdad, diciendo "no" a la corrupción y a la falsedad. Que las comunidades cristianas, en particular el seminario, sean "escuelas de sinceridad"; no ambientes rígidos y formales, sino gimnasios de la verdad, de la apertura y del intercambio. Y que en nuestras comunidades –recordémoslo– seamos todos discípulos del Señor: todos discípulos, todos esenciales, todos de igual dignidad. No sólo los obispos, los sacerdotes y los consagrados, sino todos los bautizados han sido sumergidos en la vida de Cristo y en Él –como nos recordaba san Pablo– están llamados a recibir la herencia y a acoger la promesa del Evangelio. De manera que se ha de brindar un espacio a los laicos. Les hará bien, para que las comunidades no se hagan rígidas y no se clericalicen. Una Iglesia sinodal, en camino hacia el futuro del Espíritu, es una Iglesia participativa y corresponsable. Es una Iglesia capaz de salir al encuentro del mundo porque está entrenada en la comunión. Me sorprendió que en todos los testimonios se decía continuamente una cosa: no sólo el padre Ruslan y las religiosas, sino también Kirill, el padre de familia, nos ha recordado que, en la Iglesia, en contacto con el Evangelio, aprendemos a pasar del egoísmo al amor incondicional. Es una salida de sí mismo, que todo discípulo necesita constantemente; es la necesidad de alimentar el don recibido en el Bautismo, que nos impulsa a que, en todo lugar –en nuestros encuentros eclesiales, en las familias, en el trabajo, en la sociedad– seamos hombres y mujeres de comunión y de paz, que siembran el bien allí donde se encuentren. La apertura, la alegría y el intercambio son los signos de la Iglesia de los orígenes, y son también los signos de la Iglesia del futuro. Soñemos y, con la gracia de Dios, edifiquemos una Iglesia que esté más llena de la alegría del Resucitado, que rechace los miedos y las quejas, que no se deje endurecer por dogmatismos ni moralismos.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos todo esto a los grandes testigos de la fe de este país. Quisiera recordar, en particular, al beato Bukowinski, un sacerdote que gastó su existencia cuidando a los enfermos, a los necesitados y a los marginados, sufriendo en carne propia la fidelidad al Evangelio con la prisión y los trabajos forzados. Me han contado que, ya desde antes de la beatificación, siempre había sobre su tumba flores frescas y una vela encendida. Esto confirma que el Pueblo de Dios sabe reconocer dónde hay santidad, dónde hay un pastor enamorado del Evangelio. Quiero decirlo particularmente a los obispos y a los sacerdotes, y también a los seminaristas, esta es nuestra misión: no ser administradores de lo sagrado o gendarmes preocupados por hacer que se respeten las normas religiosas, sino pastores cercanos a la gente, imágenes vivas del corazón compasivo de Cristo. Recuerdo también a los beatos mártires greco-católicos, al obispo Mons. Budka, al sacerdote Zariczkyj y a Gertrude Detzel, cuyas causas de beatificación se han abierto. Como nos ha dicho la señora Miroslava, ellos llevaron el amor de Cristo al mundo. Ustedes son su herencia: ¡sean promesa de nueva santidad!
Estoy cercano a ustedes y los animo. Vivan con alegría esta herencia y den testimonio de ella con generosidad, para que todas las personas con las que se encuentren puedan percibir que también hay una promesa de esperanza dirigida a ellas. Los acompaño con la oración; y ahora nos encomendamos de manera particular al corazón de María Santísima, a quien veneran de modo especial como Reina de la paz. Leí sobre un bonito signo maternal que sucedió en tiempos difíciles: mientras tantas personas eran deportadas y se veían obligadas a pasar hambre y frío, ella, Madre tierna y cariñosa, escuchó las oraciones que sus hijos le dirigían. Durante uno de los inviernos más crudos, la nieve se derritió rápidamente, haciendo surgir un lago con muchos peces, que dieron de comer a muchas personas que morían de hambre. ¡Que la Virgen derrita el frío de los corazones, infunda en nuestras comunidades una renovada calidez fraterna y nos dé una nueva esperanza y un nuevo entusiasmo por el Evangelio! Yo, con afecto, los bendigo y les doy las gracias. Y les pido, por favor, que recen por mí.