Viaje a Baréin, 3-6.XI.22
Majestad, Altezas Reales, ilustres Miembros del Gobierno y del Cuerpo diplomático, distinguidas autoridades religiosas y civiles, señoras y señores,
As-salamu alaykum.
Agradezco de corazón a Su Majestad la amable invitación a visitar el Reino de Baréin, la calurosa y generosa acogida y las palabras de bienvenida que me ha dirigido. Saludo cordialmente a cada uno de ustedes. Deseo dirigir una palabra de amistad y afecto a quienes viven en este país; a cada creyente, a cada persona y a cada familia, que la Constitución de Baréin define «piedra angular de la sociedad». A todos les expreso mi alegría de estar con ustedes.
Aquí, donde las aguas del mar circundan las arenas del desierto e imponentes rascacielos flanquean los tradicionales mercados orientales, realidades lejanas se encuentran, antigüedad y modernidad convergen, historia y progreso se funden; sobre todo, gentes de diversas procedencias forman un original mosaico de vida. Cuando me preparaba para este viaje, supe de la existencia de un "emblema de vitalidad" que caracteriza al país. Me refiero al así llamado "árbol de la vida" (Shajarat-al-Hayat), en el que quisiera inspirarme para compartir algunos pensamientos. Se trata de una acacia majestuosa, que sobrevive desde siglos en una zona desértica, donde las lluvias son muy escasas. Parece imposible que un árbol tan longevo resista y prospere en tales condiciones. Según dicen, el secreto está en las raíces, que se extienden por decenas de metros bajo el suelo, alcanzando depósitos de agua subterráneos.
Por lo tanto, veamos las raíces. El Reino de Baréin está comprometido en investigar y valorar su pasado, que da cuenta de una tierra sumamente antigua, a la que, desde hace milenios, los pueblos acudían atraídos por su belleza, debida particularmente a la gran cantidad de fuentes de agua dulce que le dieron la fama de ser paradisíaca. El antiguo reino de Dilmun era llamado "tierra de los vivos". Remontándonos a las vastas raíces del tiempo –unos 4.500 años de presencia humana ininterrumpida– se pone de manifiesto cómo la posición geográfica, la predisposición y las capacidades comerciales de la gente, además de determinados hechos históricos, hayan dado a Baréin la oportunidad de conformarse como una confluencia de enriquecimiento mutuo entre los pueblos. Un aspecto, por tanto, destaca de esta tierra: ha sido siempre lugar de encuentro entre poblaciones diversas.
Esta es el agua vital de la que todavía hoy se abrevan las raíces de Baréin, cuya mayor riqueza resplandece en su variedad étnica y cultural, en la convivencia pacífica y en la tradicional hospitalidad de la población. Una diversidad que no es uniformante, sino inclusiva, es la que representa el tesoro de todo país verdaderamente desarrollado. Y en estas islas se ve una sociedad heterogénea, multiétnica y multirreligiosa, capaz de superar el peligro del asilamiento. Esto es muy importante en nuestro tiempo, donde el repliegue exclusivo sobre sí mismo y sobre los propios intereses impide captar la importancia irrenunciable del conjunto. En cambio, los numerosos grupos nacionales, étnicos y religiosos que aquí coexisten testimonian que se puede y se debe convivir en nuestro mundo, convertido desde hace décadas en una aldea global en la que, a pesar de dar por sentada la globalización, es todavía desconocido en muchos sentidos "el espíritu de la aldea": la hospitalidad, la búsqueda del otro, la fraternidad. Por el contrario, asistimos con preocupación al crecimiento, a gran escala, de la indiferencia y de la sospecha recíproca, a la expansión de rivalidades y contraposiciones que se pensaban superadas, a populismos, extremismos e imperialismos que ponen en peligro la seguridad de todos. No obstante el progreso y tantas conquistas civiles y científicas, la distancia cultural entre las diversas partes del mundo aumenta, y a las beneficiosas oportunidades de encuentro se anteponen feroces actitudes de enfrentamiento.Pensemos en cambio en el árbol de la vida –vuestro símbolo– y en los áridos desiertos de la convivencia humana, y distribuyamos el agua de la fraternidad. No dejemos evaporar la posibilidad del encuentro entre civilizaciones, religiones y culturas, ¡no permitamos que se sequen las raíces de lo humano! ¡Trabajemos juntos, trabajemos por todos, por la esperanza! Estoy aquí, en la tierra del árbol de la vida, como sembrador de paz, para vivir días de encuentro, para participar en un Foro de diálogo entre Oriente y Occidente por la convivencia humana pacífica. Agradezco desde ya a los compañeros de viaje, de modo especial a los Representantes religiosos. Estos días marcan una etapa preciosa en el proceso de amistad que se ha intensificado en los últimos años con diversos jefes religiosos islámicos. Un camino fraterno que, bajo la mirada del cielo, quiere favorecer la paz en la tierra.
A este respecto, expreso mi aprecio por las conferencias internacionales y por las oportunidades de encuentro que este Reino organiza y favorece, centrándose especialmente en el tema del respeto, la tolerancia y la libertad religiosa. Son temas esenciales, reconocidos por la Constitución del país, que establece que «no debe haber ninguna discriminación en base al sexo, a la proveniencia, a la lengua, a la religión o al credo» (art. 18), que «la libertad de conciencia es absoluta» y que «el Estado tutela la inviolabilidad del culto» (art. 22). Son, sobre todo, compromisos que han de ser puestos en práctica constantemente, para que la libertad religiosa sea plena y no se limite a la libertad de culto; para que la misma dignidad y la igualdad de oportunidades sean reconocidas concretamente a cada grupo y a cada persona; para que no haya discriminaciones y los derechos humanos fundamentales no sean violados, sino promovidos. Pienso principalmente en el derecho a la vida, en la necesidad de garantizarlo siempre, también en relación a los que son castigados, cuya existencia no puede ser eliminada.
Volvamos al árbol de la vida. Las numerosas ramas de diversos tamaños que lo caracterizan, con el tiempo han generado un frondoso follaje, aumentando su altura y amplitud. En este país ha sido precisamente la contribución de muchas personas de pueblos diferentes lo que ha permitido un considerable desarrollo productivo. Eso ha sido posible gracias a la inmigración, de la que el Reino de Baréin ostenta una de las tasas más elevadas del mundo; cerca de la mitad de la población residente es extranjera y trabaja de modo notable por el desarrollo de un país en el que, aun habiendo dejado la propia patria, se siente en casa. Pero no se puede olvidar que en los tiempos actuales el trabajo aún es muy escaso, y hay demasiado trabajo deshumanizador. Eso no sólo conlleva graves riesgos de inestabilidad social, sino que representa un atentado a la dignidad humana. En efecto, el trabajo no sólo es necesario para ganarse la vida, es un derecho indispensable para desarrollarse integralmente a sí mismo y para formar una sociedad a la medida del hombre.
Desde este país, atractivo por las oportunidades laborales que ofrece, quisiera señalar la emergencia de la crisis laboral mundial. A menudo el trabajo, valioso como el pan, falta; frecuentemente es pan envenenado, porque esclaviza. En ambos casos, en el centro ya no está el hombre; que, de ser el fin sagrado e inviolable del trabajo, se reduce a un medio para producir dinero. Por lo tanto, que se garanticen en todas partes condiciones laborales seguras y dignas del hombre, que no impidan sino que favorezcan la vida cultural y espiritual; que promuevan la cohesión social, en favor de la vida común y del mismo desarrollo de los países (cf. Gaudium et spes, 9.27.60.67).
En ese sentido, Baréin cuenta con valiosas adquisiciones. Pienso, por ejemplo, en la primera escuela femenina que surgió en el Golfo y en la abolición de la esclavitud. Que este sea un faro que promueva, en toda la región, derechos y condiciones justas y cada vez mejores para los trabajadores, las mujeres y los jóvenes, garantizando al mismo tiempo respeto y atención para los que sufren mayor marginación en la sociedad, como los que han emigrado y los presos. El desarrollo verdadero, humano e integral se mide sobre todo por la atención hacia ellos.
El árbol de la vida, que se eleva solitario en el paisaje desértico, me evoca aún dos ámbitos decisivos para todos, y que interpelan especialmente a quien, gobernando, tiene la responsabilidad de servir al bien común. En primer lugar, la cuestión ambiental: cuántos árboles son derribados, cuántos ecosistemas devastados, cuántos mares contaminados por la insaciable avidez del hombre, que después se le vuelve en contra. No nos cansemos de trabajar por esta dramática emergencia, tomando decisiones concretas y con amplitud de miras, adoptadas pensando en las generaciones jóvenes, antes de que sea demasiado tarde y su futuro se comprometa. Que la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el cambio climático (COP27), que se realizará en Egipto dentro de pocos días, sea un paso adelante en ese sentido.
En segundo lugar, el árbol de la vida, con sus raíces que desde el subsuelo comunican el agua vital al tronco, y desde este a las ramas y de ahí a las hojas que dan oxígeno a las criaturas, me hace pensar en la vocación del hombre, de todo hombre que está sobre la tierra: hacer prosperar la vida. Pero hoy asistimos, cada día más, a acciones y amenazas de muerte. Pienso, en particular, en la realidad monstruosa e insensata de la guerra, que siembra destrucción en todas partes y erradica la esperanza. En la guerra emerge el lado peor del hombre: el egoísmo, la violencia y la mentira. Sí, porque la guerra, toda guerra, representa también la muerte de la verdad. Rechacemos la lógica de las armas e invirtamos la ruta, convirtiendo los enormes gastos militares en inversiones para combatir el hambre, la falta de asistencia sanitaria y de instrucción. Tengo el corazón lleno de dolor por tantas situaciones de conflicto. Mirando a la Península arábiga, cuyos países deseo saludar con cordialidad y respeto, dirijo un pensamiento especial y apenado a Yemen, martirizado por una guerra olvidada que, como toda guerra, no conduce a ninguna victoria, sino sólo a amargas derrotas para todos. Recuerdo en la oración sobre todo a los civiles, a los niños, a los ancianos, a los enfermos, e imploro: ¡que callen las armas, que callen las armas, que callen las armas! ¡Comprometámonos en todas partes y realmente por la paz!
La Declaración del Reino de Baréin reconoce, a este propósito, que la fe religiosa es «una bendición para toda la humanidad», el fundamento «para la paz en el mundo». Estoy aquí como creyente, como cristiano, como hombre y peregrino de paz, porque hoy más que nunca estamos llamados, en todo el mundo, a comprometernos seriamente por la paz. Majestad, Altezas Reales, autoridades, amigos, hago mío y comparto con ustedes, a modo de deseo para estos esperados días de visita en el Reino de Baréin, un hermoso pasaje de la misma Declaración: «Nos comprometemos a trabajar para un mundo en el que la gente de buena fe se junte para rechazar lo que nos divide y se concentre en celebrar y expandir lo que nos une». Que así sea, con la bendición del Altísimo. Shukran [Gracias].