Queridos hermanos y hermanas:
1. El Señor nos da una vez más la gracia de celebrar el misterio de su nacimiento. Cada año, a los pies del Niño que está recostado en el pesebre (cf. Lc 2, 12), se nos permite mirar nuestra vida a partir de esta luz especial. No es la luz de la gloria de este mundo, sino «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9). La humildad del Hijo de Dios que viene en nuestra condición humana es para nosotros escuela de adhesión a la realidad. Así como Él elige la pobreza, que no es simplemente ausencia de bienes, sino esencialidad, del mismo modo cada uno de nosotros está llamado a volver a la esencialidad de la propia vida, para deshacerse de lo que es superfluo y que puede volverse un impedimento en el camino de santidad. Y este camino de santidad no se negocia.
2. Pero es importante tener claro que cuando se examina la propia existencia o el tiempo transcurrido, siempre es necesario tener como punto de partida la memoria del bien. En efecto, sólo cuando somos conscientes del bien que el Señor ha hecho por nosotros somos también capaces de dar un nombre al mal que hemos vivido o sufrido. Ser conscientes de nuestra pobreza sin serlo también del amor de Dios, nos aplastaría. En este sentido, la actitud interior a la que habríamos de dar más importancia es la gratitud.
El Evangelio, para explicarnos en qué consiste la gratitud, nos cuenta la historia de los diez leprosos que fueron curados por Jesús; pero sólo uno regresó para agradecer, un samaritano (cf. Lc 17, 11-19). El acto de agradecer le da a este hombre, además de la curación física, la salvación total (cf. v. 19). El encuentro con el bien que Dios le ha concedido no se queda en la superficie, sino que toca el corazón. Es así: sin un ejercicio de gratitud constante sólo acabaremos por hacer la lista de nuestras caídas y opacaremos lo más importante, es decir, las gracias que el Señor nos concede cada día.
3. Muchas cosas sucedieron en este último año y, en primer lugar, queremos decir gracias al Señor por todos los beneficios que nos ha concedido. Pero entre todos estos beneficios esperamos que esté también nuestra conversión, que nunca es un discurso acabado. Lo peor que nos podría pasar es pensar que ya no necesitamos conversión, sea a nivel personal o comunitario.
Convertirse es aprender a tomar cada vez más en serio el mensaje del Evangelio e intentar ponerlo en práctica en nuestra vida. No se trata sencillamente de tomar distancia del mal, sino de poner en práctica todo el bien posible: esto es convertirse. Ante el Evangelio seguimos siendo siempre como niños que necesitan aprender. Creer que hemos aprendido todo nos hace caer en la soberbia espiritual.
Este año se celebraron los sesenta años de la apertura del Concilio Vaticano II. ¿Qué ha sido el acontecimiento del Concilio sino una gran ocasión de conversión para toda la Iglesia? A este respecto, dijo san Juan XXIII: «No es el Evangelio el que cambia, somos nosotros los que empezamos a comprenderlo mejor». La conversión que nos dio el Concilio es la oportunidad de comprender mejor el Evangelio, de hacerlo actual, vivo y operante en este momento histórico.
Tal como ha sucedido otras veces en la historia de la Iglesia, también en nuestra época, como comunidad de creyentes, nos hemos sentido llamados a la conversión. Y este itinerario no ha concluido en absoluto. La actual reflexión sobre la sinodalidad de la Iglesia nace precisamente de la convicción de que el itinerario de comprensión del mensaje de Cristo no tiene fin y continuamente nos desafía.
Lo contrario a la conversión es el fijismo, es decir, la convicción oculta de no necesitar ninguna comprensión mayor del Evangelio. Es el error de querer cristalizar el mensaje de Jesús en una única forma válida siempre. En cambio, la forma debe poder cambiar para que la sustancia siga siendo siempre la misma. La herejía verdadera no consiste sólo en predicar otro Evangelio (cf. Ga 1, 9), como nos recuerda Pablo, sino también en dejar de traducirlo a los lenguajes y modos actuales, que es lo que precisamente hizo el Apóstol de las gentes. Conservar significa mantener vivo y no aprisionar el mensaje de Cristo.
4. Pero el verdadero problema, que tantas veces olvidamos, es que la conversión no sólo nos hace caer en la cuenta del mal para hacernos elegir el bien, sino que al mismo tiempo impulsa al mal a evolucionar, a volverse cada vez más insidioso, a enmascararse de manera nueva para que nos cueste reconocerlo. Es una verdadera lucha. El tentador vuelve siempre, y vuelve disfrazado.
Jesús en el Evangelio usa una comparación que nos ayuda a comprender esta situación, que está hecha de diversos momentos y modos: «Cuando un hombre fuerte y bien armado hace guardia en su palacio, todas sus posesiones están seguras, pero si viene otro más fuerte que él y lo domina, le quita el arma en la que confiaba y reparte sus bienes» (Lc 11, 21-22). Nuestro primer gran problema es confiar demasiado en nosotros mismos, en nuestras estrategias, en nuestros programas. Es el espíritu pelagiano del que he hablado otras veces. Entonces algunos fracasos son una gracia, porque nos recuerdan que no tenemos que confiar en nosotros mismos, sino sólo en el Señor. Algunas caídas, también como Iglesia, son una gran llamada a volver a poner a Cristo en el centro; porque: «El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama» (Lc 11, 23). Es así de simple.
Queridos hermanos y hermanas, denunciar el mal, aun el que se propaga entre nosotros, es demasiado poco. Lo que se debe hacer ante ello es optar por una conversión. La simple denuncia puede hacernos creer que hemos resuelto el problema, pero en realidad lo importante es hacer cambios, de manera que no nos dejemos aprisionar más por las lógicas del mal, que muy a menudo son lógicas mundanas. En este sentido, una de las virtudes más útiles que se ha de practicar es la de la vigilancia. Jesús describe la necesidad de esta atención sobre nosotros mismos y sobre la Iglesia –la necesidad de la vigilancia– por medio de un ejemplo eficaz: «Cuando el espíritu impuro sale de un hombre, vaga por lugares desiertos en busca de reposo, y al no encontrarlo, piensa: ‘Volveré a mi casa, de donde salí’. Cuando llega, la encuentra barrida y ordenada. Entonces va a buscar a otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí. Y al final, ese hombre se encuentra peor que al principio» (Lc 11, 24-26). Nuestra primera conversión conlleva un cierto orden: el mal que hemos reconocido y tratado de extirpar de nuestra vida, efectivamente se aleja de nosotros; pero es ingenuo pensar que permanezca alejado por largo tiempo. En realidad, poco después se nos vuelve a presentar bajo una nueva apariencia. Si antes aparecía vulgar y violento, ahora en cambio se comporta de manera más elegante y educada. Entonces necesitamos reconocerlo y desenmascararlo una vez más. Permítanme la expresión: son los "demonios educados", entran con educación, sin que uno se dé cuenta. Sólo la práctica cotidiana del examen de conciencia puede hacer que nos demos cuenta. Por eso se ve la importancia del examen de conciencia, para vigilar la casa.
En el siglo XVII –por ejemplo– aconteció el famoso caso de las monjas de Port Royal. Una de sus abadesas, Madre Angélica, había comenzado bien; se había reformado "carismáticamente" a sí misma y al monasterio, expulsando de la clausura incluso a los progenitores. Era una mujer llena de cualidades, nacida para gobernar, pero después se volvió el alma de la resistencia jansenista, mostrando una cerrazón intransigente incluso ante la autoridad eclesiástica. De ella y de sus monjas se decía: "Puras como ángeles, soberbias como demonios". Habían expulsado al demonio, pero más tarde volvió siete veces más fuerte y, bajo apariencia de austeridad y rigor, había llevado consigo la rigidez y la presunción de ser mejores que los demás. Siempre vuelve; el demonio, aunque lo eches fuera, vuelve; disfrazado, pero vuelve. ¡Estemos atentos!
5. Jesús, en el Evangelio, cuenta muchas parábolas dirigidas sobre todo a biempensantes, a escribas y fariseos, con el intento de poner de manifiesto el engaño de creerse justos y despreciar a los demás (cf. Lc 18, 9). Por ejemplo, en las llamadas parábolas de la misericordia (cf. Lc 15), Él narra no sólo las historias de la oveja perdida y del hijo menor de aquel pobre padre –que es tratado como un muerto precisamente por ese hijo–, que nos recuerdan que el primer modo de pecar es irse, perderse, hacer cosas evidentemente equivocadas; pero en esas parábolas habla también de la dracma perdida y del hijo mayor. La comparación es eficaz: uno se puede perder incluso en casa, como en el caso de la moneda de esa mujer; y se puede vivir infeliz aun permaneciendo formalmente en el sitio del propio deber, como le sucede al hijo mayor del padre misericordioso. Si, para quien se va, es fácil darse cuenta de la distancia, para quien se queda en casa es difícil percatarse del infierno que se vive por la convicción de ser solamente víctimas, tratados injustamente por la autoridad constituida y, en último análisis, por Dios mismo. ¡Y cuántas veces nos sucede esto aquí, en casa!
Queridos hermanos y hermanas, a todos nosotros nos habrá pasado que nos hemos perdido como esa oveja o nos hemos alejado de Dios como el hijo menor. Son pecados que nos han humillado, y precisamente por esto, por gracia de Dios, logramos afrontarlos a cara descubierta. Pero la mayor atención que debemos prestar en este momento de nuestra existencia es al hecho de que formalmente nuestra vida actual transcurre en casa, tras los muros de la institución, al servicio de la Santa Sede, en el corazón del cuerpo eclesial; y justamente por esto podríamos caer en la tentación de pensar que estamos seguros, que somos mejores, que ya no nos tenemos que convertir.
Nosotros corremos mayor peligro que todos los demás, porque nos asecha el "demonio educado", que no llega haciendo ruido sino trayendo flores. Perdónenme, hermanos y hermanas, si a veces digo cosas que pueden sonar duras y fuertes, no es porque no crea en el valor de la dulzura y de la ternura, sino porque es bueno reservar las caricias para los cansados y los oprimidos, y encontrar la valentía de "afligir a los consolados", como le gustaba decir al siervo de Dios don Tonino Bello, porque a veces su consolación es sólo el engaño del demonio y no un don del Espíritu.
6. Finalmente, quisiera reservar una última palabra al tema de la paz. Entre los títulos que el profeta Isaías atribuye al Mesías está el de «Príncipe de la paz» (9, 5). Nunca como ahora hemos sentido un gran deseo de paz. Pienso en la martirizada Ucrania, pero también en tantos conflictos que están teniendo lugar en diversas partes del mundo. La guerra y la violencia son siempre un fracaso. La religión no debe prestarse a alimentar conflictos. El Evangelio es siempre Evangelio de paz, y en nombre de ningún Dios se puede declarar "santa" una guerra.
Allí donde reina la muerte, la división, el conflicto, el dolor inocente, nosotros no podemos más que reconocer a Jesús crucificado. Y en este momento quisiera que nuestro pensamiento se dirigiera precisamente a los que sufren. Vienen en nuestra ayuda las palabras de Dietrich Bonhoeffer, que en la cárcel donde estaba prisionero escribía: «Desde el punto de vista cristiano, unas navidades pasadas en la celda de una prisión no plantean ningún problema especial. En esta casa habrá posiblemente muchos que celebren unas navidades más auténticas y llenas de sentido que allí donde sólo se conserva el nombre de fiesta. El que la miseria, el sufrimiento, la pobreza, la soledad, el desamparo y la culpa tienen un significado muy diferente ante los ojos de Dios que en el juicio de los hombres; el que Dios se vuelve precisamente hacia el lugar de donde acostumbra a apartarse el hombre; el que Cristo nació en un establo, porque no hubo sitio para él en la hospedería, esto lo comprende un preso mucho mejor que cualquier otra persona, y para él significa una auténtica buena nueva» (Resistencia y sumisión, Sígueme, Salamanca 2001, 122).
7. Queridos hermanos y hermanas, la cultura de la paz no sólo se construye entre los pueblos y las naciones, sino que comienza en el corazón de cada uno de nosotros. Mientras sufrimos por los estragos que causan las guerras y la violencia, podemos y debemos dar nuestra contribución en favor de la paz tratando de extirpar de nuestro corazón toda raíz de odio y resentimiento respecto a los hermanos y las hermanas que viven junto a nosotros. En la Carta a los Efesios leemos estas palabras, que encontramos también en la oración de Completas: «Eviten la amargura, los arrebatos, la ira, los gritos, los insultos y toda clase de maldad. Por el contrario, sean mutuamente buenos y compasivos, perdonándose los unos a los otros como Dios los ha perdonado en Cristo» (4, 31-32). Podemos preguntarnos: ¿cuánta amargura hay en nuestro corazón? ¿Qué es lo que la alimenta? ¿Qué es lo que causa la ira que muy a menudo crea distancias entre nosotros y alimenta rabia y resentimiento? ¿Por qué los insultos, en cualquiera de sus formas, se vuelven el único modo que tenemos para hablar de la realidad?
Si es verdad que queremos que el clamor de la guerra cese dando lugar a la paz, entonces que cada uno comience desde sí mismo. San Pablo nos dice claramente que la benevolencia, la misericordia y el perdón son la medicina que tenemos para construir la paz.
La benevolencia es elegir siempre la modalidad del bien para relacionarnos entre nosotros. No existe sólo la violencia de las armas; existe la violencia verbal, la violencia psicológica, la violencia del abuso de poder, la violencia escondida de las habladurías, que hacen tanto daño y destruyen tanto. Ante el Príncipe de la Paz, que viene al mundo, depongamos toda arma de cualquier tipo. Que ninguno saque provecho de la propia posición o del propio rol para mortificar al otro.
La misericordia también es aceptar que el otro pueda tener sus límites. Incluso en este caso, es justo admitir que personas e instituciones, precisamente porque son humanas, son también limitadas. Una Iglesia pura para los puros es sólo la repetición de la herejía cátara. Si no fuera así, el Evangelio, y la Biblia en general, no nos hubieran narrado los límites y los defectos de muchos de aquellos que hoy nosotros reconocemos como santos.
Por último, el perdón significa conceder siempre otra oportunidad, es decir, comprender que uno se hace santo a base de intentos. Dios hace así con cada uno de nosotros, nos perdona siempre, vuelve a ponernos siempre en pie y nos da aún otra oportunidad. Entre nosotros debe ser así. Hermanos y hermanas, Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón.
Toda guerra, para que se extinga, necesita del perdón. De lo contrario, la justicia se convierte en venganza, y el amor sólo se reconoce como una forma de debilidad.
Dios se hizo niño, y este niño, al hacerse grande, se dejó clavar en la cruz. No hay algo más débil que un hombre crucificado y, sin embargo, en esa debilidad se manifestó la omnipotencia de Dios. En el perdón obra siempre la omnipotencia de Dios. Que la gratitud, la conversión y la paz sean entonces los dones de esta Navidad.
¡Les deseo a todos una feliz Navidad! Y una vez más les pido que no se olviden de rezar por mí. ¡Gracias!