Queridos hermanos y hermanas: Buenos días.
Ante todo, quisiera agradecer al cardenal Re por sus palabras, y también por su energía; ¡una persona de noventa años con esa energía! ¡Adelante, ánimo! Gracias.
El Misterio de la Navidad mueve nuestros corazones al asombro –palabra clave– de un anuncio inesperado: Dios viene, Dios está aquí, en medio de nosotros, y su luz ha irrumpido para siempre en las tinieblas del mundo. Necesitamos escuchar y recibir siempre este anuncio, especialmente en un tiempo todavía marcado tristemente por la violencia de la guerra, los riesgos tremendos a los que estamos expuestos debido al cambio climático, la pobreza, el sufrimiento, el hambre –¡hay hambre en el mundo!– y otras heridas que habitan nuestra historia. Es reconfortante descubrir que incluso en estos "lugares" de dolor, como en todos los espacios de nuestra frágil humanidad, Dios se hace presente en esta cuna, en este pesebre, que hoy eligió para nacer y llevar el amor del Padre a todos; y se hace presente según el estilo que le es propio, con cercanía, compasión y ternura.
Queridos hermanos y hermanas, necesitamos escuchar el anuncio de Dios que viene, discernir los signos de su presencia y decidirnos por su Palabra, caminando en pos de Él. Escuchar, discernir, caminar: tres verbos para nuestro camino de fe y para el servicio que realizamos aquí en la Curia. Quisiera transmitírselos a través de algunos de los protagonistas de la Navidad.
En primer lugar, María, que nos recuerda la escucha. La joven de Nazaret, que tiene en sus brazos a Aquel que vino a abrazar al mundo, es la Virgen de la escucha porque prestó oídos al anuncio del Ángel y abrió su corazón al plan de Dios. Ella nos recuerda que el primer gran mandamiento es: «Escucha Israel» (Dt 6, 4), porque antes que cualquier precepto es importante entrar en relación con Dios, acogiendo el don de su amor que viene a nuestro encuentro. Escuchar, en efecto, es un verbo bíblico que no se refiere sólo a oír, sino que implica la participación del corazón y, por tanto, de la vida misma. San Benito comienza así su Regla: «Escucha hijo» (Regla, Prólogo, 1). Escuchar con el corazón es mucho más que oír un mensaje o intercambiar información; se trata de una escucha interior capaz de comprender los deseos y las necesidades del otro, de una relación que nos invita a superar los esquemas y a vencer prejuicios en los que a veces enmarcamos la vida de quienes nos rodean. La escucha es siempre el comienzo de un camino. El Señor pide a su pueblo esta escucha del corazón, una relación con Él, que es el Dios vivo.
Y esta es la escucha de la Virgen María, que acoge el anuncio del Ángel con apertura, total apertura; razón por la cual no esconde la turbación y los interrogantes que eso le produce, sino que se involucra con disponibilidad en la relación con Dios que la ha elegido, aceptando su proyecto. Hay un diálogo y hay una obediencia. María comprende que es destinataria de un don inestimable y, de "rodillas", es decir, con humildad y estupor, se pone a la escucha. Escuchar "de rodillas" es la mejor manera para escuchar de verdad, porque significa que no nos colocamos frente al otro en la posición de quien cree ya lo sabe todo, de quien ya ha interpretado las cosas aun antes de escucharlas, de quien mira por encima del hombro, sino que, por el contrario, nos abrimos al misterio del otro, dispuestos a recibir humildemente lo que quiera entregarnos. No olvidemos que sólo en una ocasión es lícito mirar a una persona de arriba hacia abajo: solamente para ayudarla a levantarse. Es la única ocasión en la que es lícito mirar a una persona de arriba hacia abajo.
A veces, inclusive cuando nos comunicamos entre nosotros, corremos el riesgo de ser como lobos rapaces. Enseguida intentamos devorar las palabras del otro, sin escucharlo realmente, e inmediatamente vertemos sobre él nuestras impresiones y nuestros juicios. En cambio, la escucha requiere silencio interior, pero también un espacio de silencio entre la escucha y la respuesta. No es un "ping pong". Primero escuchamos, luego en silencio acogemos, reflexionamos, interpretamos, y sólo entonces podemos dar una respuesta.Todo esto lo aprendemos en la oración, porque ensancha el corazón, baja de su pedestal a nuestro egocentrismo, nos educa a la escucha de los demás y genera en nosotros el silencio de la contemplación. Aprendamos la contemplación en la oración, arrodillados ante el Señor, pero no sólo con las piernas, sino estando de rodillas con el corazón. Incluso en nuestro trabajo como Curia «nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. […] Para eso urge recobrar un espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás» (Evangelii gaudium, 264).
Hermanos y hermanas, también en la Curia es necesario aprender el arte de escuchar. Antes de nuestros deberes cotidianos y de nuestras actividades, pero sobre todo antes de los roles que desempeñamos, necesitamos redescubrir el valor de las relaciones, y tratar de despojarlas de formalismos, para animarlas con espíritu evangélico, ante todo escuchándonos recíprocamente. Con el corazón y de rodillas. Escuchémonos más, sin prejuicios, con apertura y sinceridad; con el corazón, de rodillas. Escuchémonos, tratando de entender bien lo que dice nuestro hermano, de captar sus necesidades y, de alguna manera, la vida que se esconde detrás de esas palabras, sin juzgar. Como sabiamente aconseja san Ignacio: «se ha de presuponer que todo buen cristiano ha de estar más dispuesto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla; y si no la puede salvar, pregunte cómo la entiende, y si la entiende mal corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, entendiéndola bien, se salve» (Ejercicios espirituales, 22). Es todo un trabajo para entender bien al otro. Y lo repito: escuchar es diferente que oír. Caminando por las calles de nuestras ciudades podemos oír muchas voces y muchos ruidos, pero generalmente no los escuchamos, no los interiorizamos y no permanecen dentro de nosotros. Una cosa es simplemente oír y otra ponerse a la escucha, que también significa "acoger dentro".
La escucha recíproca nos ayuda a vivir el discernimiento como método de nuestro actuar. Y aquí podemos referirnos a Juan el Bautista. Antes la Virgen que escucha, ahora Juan que discierne. Conocemos la grandeza de este profeta, la austeridad y vehemencia de su predicación. Sin embargo, cuando Jesús llega y comienza su ministerio, Juan atraviesa una dramática crisis de fe; había anunciado la inminente venida del Señor como la de un Dios poderoso, que finalmente juzgaría a los pecadores arrojando al fuego todo árbol que no diera fruto y quemando la paja en un fuego inextinguible (cf. Mt 3, 10-12). Pero esta imagen del Mesías se hace añicos ante los gestos, las palabras y el estilo de Jesús, ante la compasión y la misericordia que tiene con todos. Entonces el Bautista siente que tiene que hacer discernimiento para recibir ojos nuevos. De hecho, el Evangelio nos dice: «Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle: "¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?"» (Mt 11, 2-3). En resumen, Jesús no era como él se lo esperaba y, por eso, incluso el Precursor debía convertirse a la novedad del Reino, debía tener la humildad y el valor para discernir.
Así pues, para todos nosotros es importante el discernimiento, ese arte de la vida espiritual que nos despoja de la pretensión de saberlo ya todo, del riesgo de pensar que es suficiente aplicar las reglas, de la tentación de proceder, incluso en la vida de la Curia, repitiendo simplemente esquemas, sin considerar que el Misterio de Dios nos supera siempre y que la vida de las personas y la realidad que nos rodea son y siguen siendo siempre superiores a las ideas y a las teorías. La vida es superior a las ideas, siempre. Necesitamos practicar el discernimiento espiritual, escrutar la voluntad de Dios, cuestionar las mociones interiores de nuestro corazón, y luego evaluar las decisiones que hay que tomar y las elecciones que hay que hacer. El cardenal Martini escribió: «El discernimiento es muy distinto de ser puntilloso, propio de quien vive en el achatamiento legalista o con pretensiones de perfeccionamiento. Es un despliegue de amor que establece la distinción entre lo bueno y lo mejor, entre lo útil en sí y lo útil ahora, entre lo que en general puede marchar bien y lo que es preciso promover ahora». Y añadía: «La falta de tensión para discernir lo mejor hace que la vida pastoral sea frecuentemente monótona, repetitiva: se multiplican las acciones religiosas, se repiten gestos tradicionales sin ver bien su sentido» (El Evangelio de María, Santander 2010, 18). El discernimiento debe ayudarnos, también en el trabajo de la Curia, a ser dóciles al Espíritu Santo, a ser capaces de elegir orientaciones y tomar decisiones no según criterios mundanos, o simplemente aplicando reglamentos, sino según el Evangelio.
Escuchar: María. Discernir: el Bautista. Y ahora la tercera palabra: caminar. Y aquí el pensamiento se dirige naturalmente a los Magos. Ellos nos recuerdan la importancia de caminar. La alegría del Evangelio, cuando la acogemos de verdad, desencadena en nosotros el movimiento del seguimiento, que provoca un verdadero éxodo de nosotros mismos y nos pone en camino hacia el encuentro con el Señor y hacia la plenitud de la vida. El éxodo de nosotros mismos: una actitud de nuestra vida espiritual que siempre debemos examinar. La fe cristiana -recordémoslo- no quiere confirmar nuestras seguridades, ni hacer que nos instalemos en fáciles certezas religiosas, o regalarnos respuestas rápidas a los complejos problemas de la vida. Al contrario, cuando Dios llama, siempre nos pone en camino, como hizo con Abraham, con Moisés, con los profetas y con todos los discípulos del Señor. Nos pone en camino, nos saca de nuestra zona de confort, cuestiona nuestras adquisiciones y, sin más, nos libera, nos transforma, ilumina los ojos de nuestro corazón para hacernos comprender a qué esperanza nos ha llamado (cf. Ef 1, 18). Como afirma Michel de Certeau, «es místico aquel o aquella que no puede dejar de caminar […]. El deseo crea un exceso, se excede, pasa y pierde lugares. Obliga a ir más lejos, más allá» (La fábula mística.Siglos XVI-XVII, México 2010, 352-353).
También en el servicio aquí en la Curia es importante permanecer en camino, no dejar de buscar y profundizar en la verdad, superando la tentación de permanecer paralizados y de "laberintear" dentro de nuestros cercados y temores. Los miedos, las rigideces y la repetición de esquemas generan inmovilidad, que tiene la aparente ventaja de no crear problemas -quieta non movere-, nos llevan a vagar ociosamente en nuestros laberintos, perjudicando el servicio que estamos llamados a ofrecer a la Iglesia y al mundo entero. Permanezcamos vigilantes contra el fijismo de la ideología que, a menudo, bajo la apariencia de buenas intenciones, nos separa de la realidad y nos impide caminar. En cambio, estamos llamados a ponernos en camino y avanzar, como hicieron los Magos, siguiendo la Luz que siempre quiere llevarnos más allá y que a veces nos hace buscar senderos inexplorados y nos lleva por caminos nuevos. Y no olvidemos que el viaje de los Magos -como todo itinerario del que nos habla la Biblia- comienza siempre "desde lo alto", por una llamada del Señor, por una señal que viene del cielo o porque Dios mismo se convierte en guía que ilumina los pasos de sus hijos. Por eso, cuando el servicio que realizamos corre el riesgo de aplanarse, de "laberintear" en la rigidez o en la mediocridad, cuando nos encontramos enmarañados en las redes de la burocracia y del "salir del paso", acordémonos de mirar hacia lo alto, de recomenzar desde Dios, de dejarnos iluminar por su Palabra, de encontrar siempre el valor para volver a empezar. Y no olvidemos que de los laberintos se puede salir sólo "desde arriba".
Hace falta valor para caminar, para avanzar más allá. Es una cuestión de amor. Hace falta valor para amar. Me gusta recordar la reflexión de un celoso sacerdote sobre este tema, que también puede ayudarnos en nuestro trabajo en la Curia. Dice que es difícil volver a encender las brasas bajo las cenizas de la Iglesia. La dificultad, hoy, consiste en transmitir la pasión a quienes hace tiempo la perdieron. Sesenta años después del Concilio, seguimos debatiendo sobre la división entre "progresistas" y "conservadores", pero esta no es la diferencia: la verdadera y principal diferencia está entre "enamorados" y "acostumbrados". Esta es la diferencia. Y sólo los que aman pueden caminar.
Hermanos, hermanas, gracias por vuestro trabajo y vuestra dedicación. En nuestra labor, cultivemos la escucha del corazón, poniéndonos así al servicio del Señor, aprendiendo a acogernos, a escucharnos recíprocamente; practiquemos el discernimiento, para ser una Iglesia que busca interpretar los signos de la historia con la luz del Evangelio, buscando soluciones que transmitan el amor del Padre. Y permanezcamos siempre en camino, con humildad y admiración, para no caer en la presunción de sentirnos satisfechos y para que no se apague en nosotros el deseo de Dios. Y muchas gracias a ustedes, sobre todo por el trabajo que realizan en el silencio. No lo olvidemos: escuchar, discernir, caminar. María, el Bautista y los Magos.
Que el Señor Jesús, Verbo Encarnado, nos conceda la gracia de la alegría en el servicio humilde y generoso. Y, por favor, les pido, no perdamos el sentido del humor, ¡que es saludable!
Mis mejores deseos de una santa Navidad para ustedes, y también para sus seres queridos. Y, delante del belén, hagan una oración por mí. Muchas gracias.