¡Queridos hermanos y hermanas!
Me encuentro con ustedes en ocasión de su Asamblea Plenaria. Saludo el cardenal prefecto y todos ustedes, miembros, consultores y colaboradores del Dicasterio para el Culto Divino y la Disciplinas de los Sacramentos.
Sesenta años después de la promulgación de la Sacrosanctum Concilium, no dejan de entusiasmar las palabras que leemos en su Proemio, con las cuales los Padres declaraban la finalidad del Concilio. Son objetivos que describen una precisa voluntad de reforma de la Iglesia en sus dimensiones fundamentales: acrecer cada día más, la vida cristiana de los fieles; adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones sujetas a cambios; favorecer lo que puede contribuir a la unión de todos los creyentes en Cristo; revigorizar lo que sirve para llamar a todos al seno de la Iglesia (cfr. SC, 1). Se trata de un trabajo de renovamiento espiritual, pastoral, ecuménico y misionero. Y para poder conseguirlo, los Padres conciliares sabían bien por dónde empezar, sabían «que le corresponde de un modo particular proveer a la reforma y al fomento de la Liturgia.» (ibid.). Es como decir: sin reforma litúrgica no hay reforma de la Iglesia.
Sólo podemos hacer tal afirmación si entendemos que es la liturgia en sentido teológico, así como resumen admirablemente los primeros números de la Constitución. Una Iglesia que no siente la pasión por el crecimiento espiritual, que no intenta hablar de manera comprensible a los hombres y mujeres de su tiempo, que no se aflige por la división entre los cristianos, que no estremece por el afán de anunciar a Cristo a las naciones, es una Iglesia enferma, y estos son los síntomas.
Toda reforma de la Iglesia es siempre una cuestión de fidelidad esponsal: la Iglesia Esposa será siempre más bella cuanto más ame a Cristo Esposo, hasta el punto de pertenecerle totalmente, hasta la plena conformación con Él. Y sobre esto, una cosa digo acerca de los ministerios de la mujer. La Iglesia es mujer y la Iglesia es madre y la Iglesia es la figura de María y la Iglesia-mujer, la figura de María, es más que Pedro, o sea, es algo más. No se puede reducir todo a la ministerialidad. La mujer en sí misma tiene un símbolo muy grande en la Iglesia como mujer, sin reducirla a la ministerialidad. Por eso he dicho que toda reforma de la Iglesia es siempre una cuestión de fidelidad esponsal, porque es mujer. Los Padres conciliares sabían que debían poner la liturgia en el centro, porque es el lugar por excelencia del encuentro con Cristo vivo. El Espíritu Santo, que es la preciosa dote que el Esposo mismo, con su cruz, proporcionó a la Esposa, hace posible esa actuosa participatio que anima y renueva continuamente la vida bautismal.
La finalidad de la reforma litúrgica -en el marco más amplio de la renovación de la Iglesia- es precisamente «favorecer la formación de los fieles y promover una acción pastoral que tenga como culmen y fuente la sagrada Liturgia. (Istr. Inter oecumenici, 26 de septiembre de 1964, 5).
Para que todo esto pueda suceder es, entonces, necesaria la formación litúrgica, es decir a la liturgia y desde la liturgia, sobre la cual están reflexionando en estos días. No se trata de una especialización para pocos expertos, sino de una disposición interior de todo el pueblo de Dios. Eso naturalmente non excluye que haya una prioridad en la formación de aquellos que, en virtud del sacramento de la Orden, están llamados a ser mistagogos, es decir a llevar de la mano y acompañar los fieles en el conocimiento de los santos misterios. Los animo a proseguir en su compromiso para que los pastores sepan conducir el pueblo hacia el buen pasto de la celebración litúrgica, donde el anuncio de Cristo muerto y resucitado se convierte en experiencia concreta de su presencia que transforma la vida.
En el espíritu de colaboración sinodal entre los dicasterios – esperada en la Praedicate Evangelium (cfr n. 8) – deseo que la cuestión de la formación litúrgica de los ministros ordenados sea tratada también con el Dicasterio para la Cultura y la Educación, con el Dicasterio para el Clero y con el Dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, de modo que cada uno ofrezca su contribución específica. Si «la Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza» (SC, 10), es preciso que la formación de los ministros ordenados tenga también cada vez más una impronta litúrgico-sapiencial, tanto en el curriculum de los estudios teológicos como en la experiencia de vida de los seminarios.
Por último, mientras preparamos nuevos itinerarios de formación para los ministros, debemos pensar al mismo tiempo en aquellos destinados al pueblo de Dios. Empezando por las asambleas que se reúnen el día del Señor y por las fiestas del año litúrgico: éstas constituyen la primera oportunidad concreta de formación litúrgica. Y del mismo modo pueden serlo otros momentos en los que el pueblo participa más en las celebraciones y en su preparación: pienso en las fiestas patronales, o en los sacramentos de la iniciación cristiana. Preparados con cuidado pastoral, se convierten en ocasiones propicias para que las personas redescubran y profundicen el sentido de celebrar hoy el misterio de la salvación. «Vayan a prepararnos […] para la comida pascual» (Lc 22, 8): estas palabras de Jesús, que inspiran sus reflexiones en estos días, expresan el deseo del Señor de tenernos alrededor de la mesa de su Cuerpo y su Sangre. Son un imperativo que nos llega como una súplica amorosa: comprometerse en la formación litúrgica significa responder a esta invitación para que "podamos comer la Pascua" y vivir una existencia pascual, personal y comunitaria.
Queridos hermanos y hermanas, su tarea es grande y hermosa: trabajar para que el pueblo de Dios crezca en la conciencia y en la alegría de encontrar al Señor celebrando los santos misterios y, al encontrarlo, tenga vida en su nombre. Les agradezco mucho por su compromiso, y los bendigo de corazón. Que la Santa Virgen los cuide. Y por favor, no olviden rezar por mí. Gracias