Queridos hermanos, ¡buenos días y bienvenidos!
Me complace encontrarme con vosotros con motivo del curso anual sobre el fuero interno, organizado por la Penitenciaría Apostólica. Dirijo un cordial saludo al cardenal Mauro Piacenza, penitenciario mayor, al regente, monseñor Nykiel, a los prelados, a los oficiales y al personal de la penitenciaría, a los colegios de penitenciarios ordinarios y extraordinarios de las basílicas papales de la ciudad y a todos los participantes en el curso.
En el contexto de la Cuaresma y, en particular, del Año de la Oración en preparación al Jubileo, me gustaría proponerles que reflexionen juntos sobre una oración sencilla y rica, que pertenece al patrimonio del santo Pueblo fiel de Dios y que rezamos durante el rito de la Reconciliación: el Acto de dolor.
A pesar del lenguaje un poco antiguo, que también podría malinterpretarse en algunas de sus expresiones, esta oración conserva toda su validez, tanto pastoral como teológica. Por lo demás, su autor es el gran SanAlfonso María deLigorio, maestro de teología moral, pastor cercano a la gente y hombre de gran equilibrio, alejado tanto del rigorismo como del laxismo.
Me detendré en tres actitudes expresadas en el Acto de dolor y que creo que pueden ayudarnos a meditar sobre nuestra relación con la misericordia de Dios: arrepentimiento ante Dios, confianza en Él y propósito de no recaer.
Primero: el arrepentimiento. No es el fruto de un autoanálisis ni de un sentido psíquico de culpa, sino que brota todo de la conciencia de nuestra miseria frente al amor infinito de Dios, a su misericordia sin límites. De hecho, es esta experiencia la que mueve nuestro alma a pedirle perdón, confiando en su paternidad, como dice la oración: «Dios mío, me arrepiento y lamento, con todo mi corazón, mis pecados», y más adelante añade: «porque te he ofendido a ti, infinitamente bueno». En realidad, en la persona, el sentido del pecado es proporcional precisamente a la percepción del infinito amor de Dios: cuanto más sentimos su ternura, más deseamos estar en plena comunión con Él y más se nos muestra evidente la fealdad del mal en nuestra vida. Y es precisamente esta conciencia, descrita como «arrepentimiento» y «dolor», la que nos impulsa a reflexionar sobre nosotros mismos y sobre nuestros actos y a convertirnos. Recordemos que Dios nunca se cansa de perdonarnos, ¡y por nuestra parte nunca nos cansamos de pedirle perdón!
Segunda actitud: la confianza. En el Acto de dolor se describe a Dios como «infinitamente bueno y digno de ser amado sobre todas las cosas». Es hermoso sentir, en labios de un penitente, el reconocimiento de la infinita bondad de Dios y de la primacía, en la propia vida, del amor por Él. Amar «por encima de todo» significa poner a Dios en el centro de todo, como luz en el camino y fundamento de todo orden de valores, confiándole todo. Y esto es un primado que anima cualquier otro amor: por los hombres y por la creación, porque quien ama a Dios ama al hermano (cf. 1Jn 4, 19-21) y busca su bien, siempre, en la justicia y en la paz.
Tercer aspecto: el propósito. Expresa la voluntad del penitente de no recaer más en el pecado cometido (cf. Catecismo de la Iglesia Católica , 1451), y permite el importante paso de la atrición a la contrición, del dolor imperfecto al perfecto (cf. ibíd. , 1452-1453). Nosotros manifestamos esta actitud diciendo: «Propongo, con tu santa ayuda, que no te ofendas nunca más». Estas palabras expresan un propósito, no una promesa. De hecho, ninguno de nosotros puede prometer a Dios no pecar más, y lo que se requiere para recibir el perdón no es una garantía de impecabilidad, sino un propósito actual, hecho con recta intención en el momento de la confesión. Además, es un compromiso que asumimos siempre con humildad, como subrayan las palabras «con tu santa ayuda». San Juan María Vianney, el Cura de Ars, solía repetir que «Dios nos perdona aunque sabe que volveremos a pecar». Y por lo demás, sin su gracia, ninguna conversión sería posible, contra toda tentación de pelagianismo viejo o nuevo.
Finalmente, me gustaría llamar su atención sobre la hermosa conclusión de la oración: «Señor, misericordia, perdóname». Aquí los términos "Señor" y "misericordia" aparecen como sinónimos, ¡y esto es decisivo! Dios es misericordia. 1Jn 4, 8), la misericordia es su nombre, su rostro. Nos hace bien recordarlo siempre: en cada acto de misericordia, en cada acto de amor, se transparenta el rostro de Dios.
Queridos, la tarea que se os confía en el confesionario es bella y crucial, porque os permite ayudar a muchos hermanos y hermanas a experimentar la dulzura del amor de Dios. Os animo, por tanto, a vivir cada confesión como un único e irrepetible momento de gracia, y a donar generosamente el perdón del Señor, con afabilidad, paternidad y me atrevería a decir también con ternura materna.
Los invito a orar y a comprometerse para que este año de preparación al Jubileo pueda ver florecer la misericordia del Padre en muchos corazones y en muchos lugares, y así Dios sea cada vez más amado, reconocido y alabado.
Les agradezco el apostolado que realizan -o que a algunos de ustedes pronto les será encomendado-. Que la Virgen, Madre de la misericordia, os acompañe. Yo también os llevo en mi oración y os bendigo de corazón. Por favor, no se olviden de rezar por mí.