Viaje apostólico a Luxemburgo y Bélgica (26-29.IX.24)
Altezas Reales, señor Primer Ministro, distinguidos representantes de la sociedad civil, ilustres miembros del Cuerpo diplomático, señoras y señores, Eminencias:
Estoy contento de realizar esta visita al Gran Ducado de Luxemburgo. Mi agradecimiento sincero a Su Alteza Real; y también al Primer Ministro por las cordiales expresiones de bienvenida que me ha dispensado. Y también por la bienvenida tan acogedora con vuestra familia [del Gran Duque], gracias.
Debido a su especial situación geográfica, en la confluencia de diferentes áreas lingüísticas y culturales, Luxemburgo se encontró con frecuencia en la encrucijada de los acontecimientos históricos europeos más relevantes; dos veces, en la primera mitad del siglo pasado, tuvo que sufrir la invasión y la privación de libertad e independencia.
Aleccionado por su historia –la historia es maestra de vida–, desde el final de la Segunda Guerra Mundial vuestro país se ha distinguido por su compromiso en construir una Europa unida y solidaria, en la que cada país, grande o pequeño que fuera, tuviera su propio papel, dejando atrás por fin las divisiones, los contrastes y las guerras provocadas por nacionalismos exasperados e ideologías perniciosas. Las ideologías son siempre un enemigo de la democracia.
También hay que reconocer que cuando prevalece la lógica del enfrentamiento y de la contraposición violenta, los lugares que se encuentran en la frontera entre las potencias en conflicto acaban siendo –a pesar suyo– fuertemente implicados. Cuando, en cambio, los espíritus encuentran por fin caminos de sabiduría, y la oposición es sustituida por la cooperación, entonces esos mismos lugares se convierten en los más adecuados para indicar, no sólo simbólicamente, la necesidad de una nueva era de paz y las vías a seguir.
Luxemburgo, miembro fundador de la Unión Europea y de sus Comunidades predecesoras, sede de numerosas instituciones europeas, entre ellas el Tribunal de Justicia de la Unión, el Tribunal de Cuentas y el Banco de Inversiones, no es una excepción a esta regla. Y esto sucede siempre cuando nos mantenemos en la lógica de la paz, no olvidemos que la guerra siempre es una derrota. La paz –Luxemburgo tiene una historia de construcción de la paz– es necesaria. Es muy triste que hoy en un país de Europa las inversiones que dan más rentabilidad son las de las fábricas de armas. Es muy triste.
A su vez, la sólida estructura democrática de vuestro país, que vela por la dignidad de la persona humana y la defensa de sus libertades fundamentales, es el requisito indispensable para desempeñar un papel tan relevante en el contexto continental. En efecto, no es la extensión del territorio o el número de habitantes la condición indispensable para que un Estado desempeñe un papel importante en la escena internacional, o para que se convierta en un centro neurálgico a nivel económico y financiero. Es más bien la paciente construcción de instituciones y leyes sabias que, al regular la vida de los ciudadanos según criterios de equidad y en el respeto del estado de derecho, sitúan a la persona y al bien común en el centro, previniendo y contrarrestando los peligros de discriminación y exclusión. Luxemburgo es un país de puertas abiertas, un hermoso testimonio de no discriminación y de no exclusión.
En este sentido, siguen siendo actuales las palabras que san Juan Pablo II pronunció cuando visitó Luxemburgo en 1985: «vuestro país –dijo– permanece fiel a su vocación de ser, en esta importante encrucijada de civilizaciones, un lugar de intercambios y de cooperación intensos entre un número cada vez mayor de países. Anhelo fervientemente que este deseo de solidaridad una cada vez más a las comunidades nacionales y se extienda a todas las naciones del mundo, especialmente a las más pobres» (Discurso en la ceremonia de bienvenida, 15 mayo 1985). Al hacer mías estas afirmaciones, renuevo particularmente mi llamamiento para que se establezcan relaciones solidarias entre los pueblos, de modo que todos sean partícipes y protagonistas de un ordenado proyecto de desarrollo integral.
La doctrina social de la Iglesia indica las características de ese progreso y las vías para alcanzarlo. También yo me he incorporado en la estela de este magisterio profundizando dos grandes temas: el cuidado de la creación y la fraternidad. En efecto, el desarrollo, para ser auténtico e integral, no debe expoliar y degradar nuestra casa común ni debe dejar al margen a pueblos o grupos sociales: todos, todos hermanos. La riqueza –no lo olvidemos– es una responsabilidad. Por esa razón, pido una vigilancia constante para no descuidar a las naciones más desfavorecidas, es más, para que se les ayude a salir de sus condiciones de empobrecimiento. Esta es una manera adecuada para conseguir que disminuya el número de los que se ven obligados a emigrar, a menudo en condiciones inhumanas y peligrosas. Dejemos que Luxemburgo, con su peculiar historia, con su igualmente peculiar situación geográfica, con algo menos de la mitad de sus habitantes procedentes de otras partes de Europa y del mundo, sea una ayuda y un ejemplo en el indicar el camino a seguir para la acogida e integración de migrantes y refugiados. Y ustedes son un modelo de esto.
Por desgracia, hay que constatar el resurgimiento, incluso en el continente europeo, de desavenencias y enemistades que, en lugar de resolverse sobre la base de la buena voluntad mutua, la negociación y la labor diplomática, desembocan en hostilidades abiertas, con su secuela de destrucción y muerte. Parece que el corazón humano no siempre sabe preservar la memoria y que periódicamente se extravía y vuelve a los trágicos caminos de la guerra. Somos olvidadizos en esto. Para curar esta peligrosa esclerosis, que enferma gravemente a las naciones y aumenta los conflictos y corre el riesgo de lanzarlas a aventuras con inmensos costes humanos, renovando inútiles masacres, es necesario mirar hacia lo alto, es necesario que la vida cotidiana de los pueblos y de sus gobernantes esté animada por elevados y profundos valores espirituales. Serán estos valores los que impidan el extravío de la razón y la vuelta irresponsable a cometer los mismos errores del pasado, agravados además por el mayor poder técnico del que ahora dispone el ser humano. Luxemburgo está precisamente al centro de la capacidad de entablar vínculos de amistad y evitar estos derroteros. Yo diría que es una de vuestras vocaciones.
Como Sucesor del apóstol Pedro, en nombre de la Iglesia que –como decía Pablo VI– es experta en humanidad, también yo soy enviado aquí para testimoniar que esta savia vital, esta fuerza siempre nueva de renovación personal y social es el Evangelio. Este nos hace encontrar simpatía entre todas las naciones, entre todos los pueblos. Simpatía, es decir, sentir del mismo modo, sufrir del mismo modo. El Evangelio de Jesucristo es el único capaz de transformar profundamente el alma humana, haciéndola capaz de obrar el bien incluso en las situaciones más difíciles, de apagar los odios y reconciliar a las partes en conflicto. Que todos, cada hombre y cada mujer, en plena libertad, puedan conocer el Evangelio de Jesús, que ha reconciliado en su Persona a Dios y al hombre, y que, sabiendo lo que hay en el corazón humano, puede sanar sus heridas. Siempre positivo.
Alteza Real, señoras y señores:
Luxemburgo puede indicar a todos las ventajas de la paz en contraste con los horrores de la guerra, las ventajas de la integración y promoción de los migrantes frente a su segregación –y por ello quiero expresarles mi agradecimiento, este espíritu de acogida hacia los emigrantes y también el darles un lugar en vuestra sociedad, esto enriquece–, los beneficios de la cooperación entre las naciones frente a las nefastas consecuencias del endurecimiento de posiciones y la búsqueda egoísta y miope, o incluso violenta, de los propios intereses. Y me permito de añadir algo. He visto el porcentaje de los nacimientos, por favor, más niños, más niños. Es el futuro. No digo más niños y menos perritos –esto lo digo en Italia–, pero sí más niños.
En efecto, es urgente que quienes están investidos de autoridad se comprometan, con constancia y paciencia, en llevar adelante negociaciones honestas con vistas a resolver los desacuerdos, con ánimo dispuesto a encontrar compromisos honorables que no socaven nada y que puedan, en cambio, construir seguridad y paz para todos.
"Pour servir", "Para servir":con este lema he venido a ustedes. Se refiere directa y eminentemente a la misión de la Iglesia, que Cristo, el Señor que se hizo siervo, envió al mundo como el Padre lo había enviado a Él. Pero permítanme que les recuerde que esto –el ser servidores– es también para cada uno de ustedes el más alto título de nobleza. El servicio es para ustedes también la tarea principal, la actitud que hay que asumir cada día. Que el buen Dios les conceda servir siempre con espíritu alegre y generoso. Y aquellos que no tienen fe trabajen por los hermanos, trabajen por la patria, trabajen por la sociedad. Este es un camino para todos, siempre buscando el bien común.
Que María Mutter Jesu, Consolatrix Afflictorum, Patrona Civitatis et Patriae Luxemburgensisvele por Luxemburgo y por el mundo, y nos alcance de su Hijo Jesús la paz y todo bien.
Que Dios bendiga a Luxemburgo. Gracias.