Con las autoridades
Bruselas, Viernes, 27 de septiembre 2024

Viaje apostólico a Luxemburgo y Bélgica (26-29.IX.24)

Sus Majestades, señor Primer Ministro, hermanos obispos, distinguidas autoridades, señoras y señores:

Agradezco a Su Majestad por la cálida acogida y el amable saludo que me ha dirigido. Estoy muy contento de visitar Bélgica. Cuando se piensa en este país, se evoca algo pequeño y grande a la vez, un país occidental y al mismo tiempo central, como si fuera el corazón palpitante de un sistema gigante.

Efectivamente, las proporciones y el orden de las grandezas engañan. Bélgica no es un estado tan extenso, pero su historia peculiar ha hecho que, inmediatamente después del final de la Segunda Guerra Mundial, los pueblos europeos, cansados y debilitados, iniciando un serio camino de pacificación, colaboración e integración, vieran en Bélgica la sede natural de las principales instituciones europeas. Por el hecho de ser la línea divisoria entre el mundo germánico y el latino, colindante con Francia y Alemania, países que más habían encarnado las antítesis nacionalistas en la base del conflicto, Bélgica aparece como el lugar ideal, casi una síntesis de Europa, desde el cual contribuir a la reconstrucción física, moral y espiritual.

Se podría decir que Bélgica es un puente entre el continente y las islas británicas, entre el área de matriz germánica y francófona, entre el sur y el norte de Europa. Un puente, para permitir que la concordia se expanda y las controversias se disipen. Un puente donde cada uno, con su lengua, mentalidad y convicciones, encuentra al otro y elige la palabra, el diálogo y el intercambio como medios para relacionarse. Un lugar donde se aprende a hacer de la propia identidad, no un ídolo o una barrera, sino un espacio de acogida que sea punto de partida y retorno, donde se promueven intercambios válidos, se buscan juntos nuevos equilibrios y se construyen nuevas síntesis. Bélgica es un puente que favorece el comercio, que comunica y pone en diálogo las civilizaciones. Un puente, por lo tanto, indispensable para construir la paz y repudiar la guerra.

De este modo se comprende lo grande que es la pequeña Bélgica. Se entiende la necesidad que Europa tiene de ella para recordarse a sí misma su historia, hecha de pueblos y culturas, de catedrales y universidades, de conquistas del ingenio humano, pero también de tantas guerras y de una voluntad de dominio que se convirtió a veces en colonialismo y explotación.

Europa necesita a Bélgica para llevar adelante el camino de paz y de fraternidad entre los pueblos que la forman. Este país recuerda a todos los demás que, cuando –basándose en las más variadas e insostenibles excusas– se comienzan a desacatar las fronteras y los tratados, y se deja a las armas el derecho de crear el derecho, subvirtiendo el que está vigente, se destapa la caja de Pandora y todos los vientos comienzan a soplar violentamente, batiéndose contra la casa y amenazando con destruirla. En este momento histórico creo que Bélgica tiene un papel muy importante. Estamos cerca de una guerra casi mundial.

En efecto, la concordia y la paz no son una conquista que se logra de una vez por todas, sino una tarea y una misión –la concordia y la paz son una tarea y una misión–, que se deben cultivar incesantemente, tratadas con tenacidad y paciencia. El ser humano, en efecto, cuando deja de hacer memoria del pasado, privándose de la enseñanza de este, posee la desconcertante capacidad de volver a caer, incluso después de haberse levantado, olvidando los sufrimientos y el costo aterrador de las generaciones pasadas. En esto la memoria no funciona, es curioso, hay otras fuerzas, tanto en la sociedad como en las personas, que nos hacen caer siempre en las mismas cosas.

En este sentido, Bélgica es más valiosa que nunca para la memoria del continente europeo. Memoria que, naturalmente, pone a disposición argumentos irrefutables para el desarrollo de una acción cultural, social y política constante y oportuna, a la vez valiente y prudente y que excluya un futuro en el que la idea y la práctica de la guerra, con sus consecuencias catastróficas, vuelvan a ser una opción viable.

La historia, magistra vitae, muy frecuentemente ignorada, desde Bélgica llama a Europa a reemprender su camino, a recuperar su verdadero rostro, a confiar nuevamente en el futuro abriéndose a la vida, a la esperanza, para vencer el invierno demográfico y el infierno de la guerra. Son las dos calamidades de este momento. El infierno de la guerra, que ya lo estamos viendo –que puede transformarse en una guerra mundial–, y el invierno demográfico. Ante esto debemos ser prácticos, ¡hay que tener hijos! ¡tener hijos!

La Iglesia católica quiere ser una presencia que, dando testimonio de su fe en Cristo resucitado, ofrece a las personas, a las familias, a las sociedades y a las naciones, una esperanza antigua y siempre nueva, una presencia que ayuda a todos a afrontar los desafíos y las pruebas, sin entusiasmos volátiles ni pesimismos sombríos, sino con la certeza de que el ser humano, amado por Dios, tiene una vocación eterna de paz y de bien, y no está destinado a la disolución ni a la nada.

Con la mirada fija en Jesús, la Iglesia se reconoce siempre como discípula, que con temor y tremor sigue a su Maestro, reconociéndose santa en cuanto fundada por Él y, al mismo tiempo, frágil –santa y pecadora–e insuficiente en sus miembros, siempre carente y superada por la tarea que le ha sido confiada.

La Iglesia anuncia una Noticia que puede colmar de alegría los corazones y, con las obras de caridad y los innumerables testimonios de amor al prójimo, busca brindar signos concretos y pruebas del amor que la mueve. Ella, sin embargo, vive en lo concreto de las culturas y mentalidades de una determinada época, que ella contribuye a dar forma o que, de algún modo, en ocasiones la somete; y no siempre comprende y vive el mensaje evangélico en su pureza y plenitud. La Iglesia es santa y pecadora.

En esta permanente coexistencia entre santidad y pecado, entre luces y sombras vive la Iglesia, a menudo con resultados de gran generosidad y espléndida dedicación, y a veces, lamentablemente, con la irrupción de dolorosos antitestimonios. Pienso en los dramáticos casos de abusos de menores, –a los que se han referido el Rey y el Primer Ministro–, un flagelo que la Iglesia está afrontando con decisión y firmeza, escuchando y acompañando a las personas heridas e implementando un amplio programa de prevención en todo el mundo.

Hermanos y hermanas, ¡esto es vergonzoso! Esta vergüenza, la vergüenza de los abusos a menores, la debemos tomar en nuestras manos, y pedir perdón, y resolver el problema. Cuando nosotros pensamos en los santos Inocentes decimos, ¡qué tragedia ha causado el rey Herodes!; sin embargo, hoy en la Iglesia sigue presente este tipo de crimen. La Iglesia debe avergonzarse, pedir perdón y tratar de resolver esta situación con humildad cristiana. Debe poner todas las condiciones para que esto no vuelva a repetirse. Alguien me ha dicho, "Santidad, según las estadísticas la gran mayoría de los abusos se dan en la familia, en el barrio, en el mundo del deporte o en la escuela". ¡Un solo abuso es suficiente para avergonzarse! En la Iglesia debemos pedir perdón por esto, y que los demás pidan perdón por su parte. Esta es nuestra vergüenza y nuestra humillación.

A este respecto, me entristeció el fenómeno de las "adopciones forzadas", presentes también aquí en Bélgica entre los años 50 y 70 del siglo pasado. En esas historias espinosas se mezcló el fruto amargo de un crimen y un delito, con aquello que era lamentablemente el resultado de una mentalidad difundida en todos los estratos de la sociedad; hasta el punto que, quienes actuaban de acuerdo a esa mentalidad, pensaban en conciencia que estaban haciendo un bien, tanto para el niño como para la madre.

Con frecuencia las familias y otras entidades sociales, incluida la Iglesia, pensaron que, para quitar el estigma negativo, que desgraciadamente en esos tiempos afectaba a la que era madre soltera, sería mejor para ambos, madre e hijo, que este último fuera adoptado. Hubo incluso casos en los cuales a algunas mujeres no se les dio la oportunidad de decidir si quedarse con el niño o darlo en adopción.

Esto sucede hoy en algunas culturas, en algunos países.

Como sucesor del apóstol Pedro, suplico al Señor para que la Iglesia encuentre siempre en sí misma la fuerza para actuar con claridad y no uniformarse con la cultura dominante, aun cuando esa cultura utilizase –manipulándolos– valores que derivan del Evangelio, pero sólo para sacar de ellos conclusiones ilegítimas, con sus consecuentes cargas de sufrimiento y exclusión.

Rezo para que los responsables de las naciones, fijándose en Bélgica y en su historia, sepan aprender de ello y, así, ahorren a sus pueblos catástrofes incesantes e innumerables lutos. Rezo para que los gobernantes sepan asumir su responsabilidad, el riesgo y el honor de la paz, y sepan alejar el peligro, la ignominia y la absurdidad de la guerra. Rezo para que teman al juicio de la conciencia, de la historia y de Dios, y conviertan la mirada y los corazones, poniendo siempre el bien común en primer lugar. En este momento en que la economía se ha desarrollado tanto, quisiera subrayar que en algunos países las inversiones que dan más ingresos son las fábricas de armas.

Majestad, señoras y señores, el lema de mi visita a su país es "En route, avec Espérance". Me hace pensar el hecho de que Espérance esté escrito con mayúscula, eso me sugiere que la esperanza no es una cosa que se lleva en la mochila durante el camino, no, la esperanza es un regalo de Dios, quizás es la virtud más humilde –decía el escritor– pero es la que nunca falla, es la que nunca defrauda. La esperanza es un don de Dios y se lleva en el corazón. Y entonces quiero dejarles este deseo de esperanza, a ustedes y a todos los hombres y mujeres que viven en Bélgica: que puedan pedir y recibir siempre este don del Espíritu Santo, la esperanza, para caminar juntos con Esperanza en el camino de la vida y de la historia. ¡Gracias!