HOMILÍA. Por los cardenales y obispos fallecidos durante el año
Lunes 4 de noviembre de 2013
En el clima espiritual del mes de noviembre marcado por el recuerdo de los fieles difuntos, recordamos a los hermanos cardenales y obispos de todo el mundo que regresaron a la casa del Padre durante este último año. Mientras ofrecemos por cada uno de ellos esta santa Eucaristía, pedimos al Señor que les conceda el premio celestial prometido a los siervos buenos y fieles.
Hemos escuchado las palabras de san Pablo: "Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor" (Rm 8, 38-39).
El apóstol presenta el amor de Dios como el motivo más profundo, invencible, de la confianza y de la esperanza cristianas. Él enumera las fuerzas contrarias y misteriosas que pueden amenazar el camino de la fe. Pero inmediatamente afirma con seguridad que si incluso toda nuestra existencia está rodeada de amenazas, nada podrá separarnos del amor que Cristo mismo mereció por nosotros, entregándose totalmente. También los poderes demoníacos, hostiles al hombre, se detienen impotentes ante la íntima unión de amor entre Jesús y quien le acoge con fe. Esta realidad del amor fiel que Dios tiene por cada uno de nosotros nos ayuda a afrontar con serenidad y fuerza el camino de cada día, que a veces es ágil, a veces en cambio, es lento y fatigoso.
Sólo el pecado del hombre puede interrumpir este vínculo; pero también en este caso Dios le buscará siempre, le perseguirá para restablecer con él una unión que perdura incluso después de la muerte, es más, una unión que alcanza su cumbre en el encuentro final con el Padre. Esta certeza confiere un sentido nuevo y pleno a la vida terrena y nos abre a la esperanza para la vida más allá de la muerte.
En efecto, cada vez que nos encontramos ante la muerte de una persona querida o que hemos conocido bien, surge en nosotros la pregunta: "¿Qué será de su vida, de su trabajo, de su servicio en la Iglesia?". El libro de la Sabiduría nos ha respondido: ellos están en las manos de Dios. La mano es signo de acogida y protección, es signo de una relación personal de respeto y fidelidad: dar la mano, estrechar la mano. He aquí, estos pastores celosos que entregaron su vida al servicio de Dios y de los hermanos están en las manos de Dios. Todo lo de ellos está bien cuidado y no será corroído por la muerte. En las manos de Dios están todos sus días entretejidos de alegrías y sufrimientos, de esperanzas y fatigas, de fidelidad al Evangelio y pasión por la salvación espiritual y material del rebaño a ellos confiado.
También los pecados, nuestros pecados están en las manos de Dios; esas manos son misericordiosas, manos "llagadas" de amor. No por casualidad Jesús quiso conservar las llagas en sus manos para hacernos sentir su misericordia. Y ésta es nuestra fuerza, nuestra esperanza.
Esta realidad, llena de esperanza, es la perspectiva de la resurrección final, de la vida eterna, a la cual están destinados "los justos", quienes acogen la Palabra de Dios y son dóciles a su Espíritu.
Queremos recordar así a nuestros hermanos cardenales y obispos difuntos. Hombres entregados a su vocación y a su servicio a la Iglesia, que amaron como se ama a una esposa. En la oración los encomendamos a la misericordia del Señor, por intercesión de la Virgen y de san José, para que les acoja en su reino de luz y de paz, allí donde viven eternamente los justos y quienes fueron testigos fieles del Evangelio. En esta plegaria rezamos también por nosotros, para que el Señor nos prepare para este encuentro. No sabemos la fecha, pero el encuentro tendrá lugar.