Visita a la parroquia romana "Santa María Madre del Redentor" en Tor Bella Monaca.
En este pasaje del Evangelio que hemos escuchado, hay dos cosas que me impresionan: una imagen y una palabra.
La imagen es la de Jesús con el látigo en la mano que echa fuera a todos los que aprovechaban el Templo para hacer negocios. Estos comerciantes que vendían los animales para los sacrificios, cambiaban las monedas... Estaba lo sagrado –el templo, sagrado– y esto sucio, afuera. Esta es la imagen. Y Jesús toma el látigo y procede, para limpiar un poco el Templo.
Y la frase, la palabra, está ahí donde se dice que mucha gente creía en Él, una frase terrible: "Pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos, y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque Él sabía lo que hay dentro de cada hombre" (Jn 2, 24-25).
Nosotros no podemos engañar a Jesús: Él nos conoce por dentro. No se fiaba. Él, Jesús, no se fiaba. Y esta puede ser una buena pregunta en la mitad de la Cuaresma: ¿Puede fiarse Jesús de mí? ¿Puede fiarse Jesús de mí, o tengo una doble cara? ¿Me presento como católico, como uno cercano a la Iglesia, y luego vivo como un pagano? "Pero Jesús no lo sabe, nadie va a contárselo". Él lo sabe. "Él no tenía necesidad de que alguien diese testimonio; Él, en efecto, conocía lo que había en el hombre". Jesús conoce todo lo que está dentro de nuestro corazón: no podemos engañar a Jesús. No podemos, ante Él, aparentar ser santos, y cerrar los ojos, actuar así, y luego llevar una vida que no es la que Él quiere. Y Él lo sabe. Y todos sabemos el nombre que Jesús daba a estos con doble cara: hipócritas.
Nos hará bien, hoy, entrar en nuestro corazón y mirar a Jesús. Decirle: "Señor, mira, hay cosas buenas, pero también hay cosas no buenas. Jesús, ¿te fías de mí? Soy pecador...". Esto no asusta a Jesús. Si tú le dices: "Soy un pecador", no se asusta. Lo que a Él lo aleja es la doble cara: mostrarse justo para cubrir el pecado oculto. "Pero yo voy a la iglesia, todos los domingos, y yo...". Sí, podemos decir todo esto. Pero si tu corazón no es justo, si tú no vives la justicia, si tú no amas a los que necesitan amor, si tú no vives según el espíritu de las bienaventuranzas, no eres católico. Eres hipócrita. Primero: ¿Puede Jesús fiarse de mí? En la oración, preguntémosle: Señor, ¿Tú te fías de mí?
Segundo, el gesto. Cuando entramos en nuestro corazón, encontramos cosas que no funcionan, que no están bien, como Jesús encontró en el Templo esa suciedad del comercio, de los vendedores. También dentro de nosotros hay suciedad, hay pecados de egoísmo, de soberbia, de orgullo, de codicia, de envidia, de celos... ¡tantos pecados! Podemos incluso continuar el diálogo con Jesús: "Jesús, ¿Tú te fías de mí? Yo quiero que Tú te fíes de mí. Entonces te abro la puerta y tú limpia mi alma". Y pedir al Señor que así como limpió el Templo, venga a limpiar el alma. E imaginamos que Él viene con un látigo de cuerdas... No, con eso no limpia el alma. ¿Vosotros sabéis cuál es el látigo de Jesús para limpiar nuestra alma? La misericordia. Abrid el corazón a la misericordia de Jesús. Decid: "Jesús, mira cuánta suciedad. Ven, limpia. Limpia con tu misericordia, con tus palabras dulces; limpia con tus caricias". Y si abrimos nuestro corazón a la misericordia de Jesús, para que limpie nuestro corazón, nuestra alma, Jesús se fiará de nosotros.