Viaje apostólico a Kenia, Uganda y R. Centroafricana, 25-30.XI.15
La Palabra de Dios nos habla en lo más profundo de nuestro corazón. Dios nos dice hoy que le pertenecemos. Él nos hizo, somos su familia, y Él siempre estará presente para nosotros. «No temas», nos dice: «Yo los he elegido y les prometo darles mi bendición» (cf. Is 44, 2-3).
Hemos escuchado esta promesa en la primera lectura de hoy. El Señor nos dice que hará brotar agua en el desierto, en una tierra sedienta; hará que los hijos de su pueblo prosperen como la hierba y los sauces frondosos. Sabemos que esta profecía se cumplió con la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Pero también la vemos cumplirse dondequiera que el Evangelio es predicado y nuevos pueblos se convierten en miembros de la familia de Dios, la Iglesia. Hoy nos regocijamos porque se ha cumplido en esta tierra. Gracias a la predicación del Evangelio, también ustedes han entrado a formar parte de la gran familia cristiana.
La profecía de Isaías nos invita a mirar a nuestras propias familias, y a darnos cuenta de su importancia en el plan de Dios. La sociedad keniata ha sido abundantemente bendecida con una sólida vida familiar, con un profundo respeto por la sabiduría de los ancianos y con un gran amor por los niños. La salud de cualquier sociedad depende de la salud de sus familias. Por su bien, y por el bien de la sociedad, nuestra fe en la Palabra de Dios nos llama a sostener a las familias en su misión en la sociedad, a recibir a los niños como una bendición para nuestro mundo, y a defender la dignidad de cada hombre y mujer, porque todos somos hermanos y hermanas en la única familia humana.
En obediencia a la Palabra de Dios, también estamos llamados a oponernos a las prácticas que fomentan la arrogancia de los hombres, que hieren o degradan a las mujeres, y ponen en peligro la vida de los inocentes aún no nacidos. Estamos llamados a respetarnos y apoyarnos mutuamente, y a estar cerca de todos los que pasan necesidad. Las familias cristianas tienen esta misión especial: irradiar el amor de Dios y difundir las aguas vivificantes de su Espíritu. Esto tiene hoy una importancia especial, cuando vemos el avance de nuevos desiertos creados por la cultura del materialismo y de la indiferencia hacia los demás.
Aquí, en el corazón de esta Universidad, donde se forman las mentes y los corazones de las nuevas generaciones, hago un llamado especial a los jóvenes de la nación. Que los grandes valores de la tradición africana, la sabiduría y la verdad de la Palabra de Dios, y el generoso idealismo de su juventud, los guíen en su esfuerzo por construir una sociedad que sea cada vez más justa, inclusiva y respetuosa de la dignidad humana. Preocúpense de las necesidades de los pobres, rechacen todo prejuicio y discriminación, porque –lo sabemos– todas estas cosas no son de Dios.
Todos conocemos bien la parábola de Jesús sobre aquel hombre que edificó su casa sobre arena, en vez de hacerlo sobre roca. Cuando soplaron los vientos, se derrumbó, y su ruina fue grande (cf. Mt 7, 24-27). Dios es la roca sobre la que estamos llamados a construir. Él nos lo dice en la primera lectura y nos pregunta: «¿Hay un dios fuera de mí?» (Is 44, 8).
Cuando Jesús resucitado afirma en el Evangelio de hoy: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18), nos está asegurando que Él, el Hijo de Dios, es la roca. No hay otro fuera de Él. Como único Salvador de la humanidad, quiere atraer hacia sí a los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares, para poder llevarlos al Padre. Él quiere que todos nosotros construyamos nuestra vida sobre el cimiento firme de su palabra.
Este es el encargo que el Señor nos da a cada uno de nosotros. Nos pide que seamos discípulos misioneros, hombres y mujeres que irradien la verdad, la belleza y el poder del Evangelio, que transforma la vida. Hombres y mujeres que sean canales de la gracia de Dios, que permitan que la misericordia, la bondad y la verdad divinas sean los elementos para construir una casa sólida. Una casa que sea hogar, en la que los hermanos y hermanas puedan, por fin, vivir en armonía y respeto mutuo, en obediencia a la voluntad del verdadero Dios, que nos ha mostrado en Jesús el camino hacia la libertad y la paz que todo corazón ansía.
Que Jesús, el Buen Pastor, la roca sobre la que construimos nuestras vidas, los guíe a ustedes y a sus familias por el camino de la bondad y la misericordia, todos los días de sus vidas. Que él bendiga a todos los habitantes de Kenia con su paz.
«Estén firmes en la fe. No tengan miedo». «Porque ustedes pertenecen al Señor».
Mungu awabariki! (Que Dios los bendiga)
Mungu abariki Kenya! (Que Dios bendiga a Kenia)