La invitación del profeta dirigida a la antigua ciudad de Jerusalén, hoy también está dirigida a toda la Iglesia y a cada uno de nosotros: «¡Alégrate… grita!» (So 3, 14). El motivo de la alegría se expresa con palabras que infunden esperanza, y permiten mirar al futuro con serenidad. El Señor ha abolido toda condena y ha decidido vivir entre nosotros.
Este tercer domingo de Adviento atrae nuestra mirada hacia la Navidad ya próxima. No podemos dejarnos llevar por el cansancio; no está permitida ninguna forma de tristeza, a pesar de tener motivos por las muchas preocupaciones y por las múltiples formas de violencia que hieren nuestra humanidad. Sin embargo, la venida del Señor debe llenar nuestro corazón de alegría. El profeta, que lleva escrito en su propio nombre –Sofonías– el contenido de su anuncio, abre nuestro corazón a la confianza: «Dios protege» a su pueblo. En un contexto histórico de grandes abusos y violencias, por obra sobre todo de hombres de poder, Dios hace saber que Él mismo reinará sobre su pueblo, que no lo dejará más a merced de la arrogancia de sus gobernantes, y que lo liberará de toda angustia. Hoy se nos pide que «no desfallezcamos» (cf. So 3, 16) a causa de la duda, la impaciencia o el sufrimiento.
El apóstol Pablo retoma con fuerza la enseñanza del profeta Sofonías y lo repite: «El Señor está cerca» (Flp 4, 5). Por esto debemos alegrarnos siempre, y con nuestra afabilidad debemos dar a todos testimonio de la cercanía y el cuidado que Dios tiene por cada persona.
Hemos abierto la Puerta santa, aquí y en todas las catedrales del mundo. También este sencillo signo es una invitación a la alegría. Inicia el tiempo del gran perdón. Es el Jubileo de la Misericordia. Es el momento de redescubrir la presencia de Dios y su ternura de padre. Dios no ama la rigidez. Él es Padre, es tierno. Todo lo hace con ternura de Padre. Seamos también nosotros como la multitud que interrogaba a Juan: «¿Qué tenemos que hacer?» (Lc 3, 10). La respuesta del Bautista no se hace esperar. Él invita a actuar con justicia y a estar atentos a las necesidades de quienes se encuentran en estado precario. Lo que Juan exige de sus interlocutores, es cuanto se puede reflejar en la ley. A nosotros, en cambio, se nos pide un compromiso más radical. Delante a la Puerta Santa que estamos llamados a atravesar, se nos pide ser instrumentos de misericordia, conscientes de que seremos juzgados sobre esto. Quién ha sido bautizado sabe que tiene un mayor compromiso. La fe en Cristo nos lleva a un camino que dura toda la vida: el de ser misericordiosos como el Padre. La alegría de atravesar la Puerta de la Misericordia se une al compromiso de acoger y testimoniar un amor que va más allá de la justicia, un amor que no conoce confines. Y somos responsables de este infinito amor, a pesar de nuestras contradicciones.
Recemos por nosotros y por todos los que atravesarán la Puerta de la Misericordia, para que podamos comprender y acoger el infinito amor de nuestro Padre celestial, quien recrea, transforma y reforma la vida.