La Palabra de hoy nos presenta dos escenarios humanos opuestos: por una parte el "carnaval" de la curiosidad mundana, por otra la glorificación del Padre mediante las obras buenas. Y nuestra vida se mueve siempre entre estos dos escenarios. Efectivamente son de todas las épocas, como demuestran las palabras de san Pablo dirigidas a Timoteo (cf. 2Tm 4, 1-5). Y también santo Domingo con sus primeros hermanos, hace ochocientos años, se movía entre estos dos escenarios.
Pablo advierte a Timoteo que deberá anunciar el Evangelio en un contexto en el cual la gente busca siempre nuevos "maestros", "fábulas", doctrinas diversas, ideologías… «Prurientes auribus» (2Tm 4, 3). Es el "carnaval" de la curiosidad mundana, de la seducción. Por ello el apóstol instruye a su discípulo usando también verbos fuertes: «insiste», «advierte», «regaña», «exhorta» y además «vigila», «soporta los sufrimientos» (2Tm 4, 2.5).
Es interesante ver como ya entonces, hace dos milenios, los apóstoles del Evangelio se encontraban ante este escenario, que en nuestros días se ha desarrollado mucho y globalizado a causa de la seducción del relativismo subjetivo.
La tendencia a la búsqueda de novedades propia del ser humano encuentra el ambiente ideal en la sociedad del aparentar, del consumo, en el cual a menudo se reciclan cosas viejas, pero lo importante es hacerlas aparecer como nuevas, atractivas, cautivadoras. También la verdad está trucada.
Nos movemos en la llamada "sociedad líquida", sin puntos fijos, que ha perdido el norte, sin referencias sólidas y estables; en la cultura de lo efímero, del usar y tirar.
Ante este "carnaval" mundano resalta netamente el escenario opuesto, que encontramos en las palabras de Jesús que acabamos de escuchar: «glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16). ¿Y cómo ocurre este pasaje de la superficialidad pseudo-festiva a la glorificación, que es verdadera fiesta? Sucede gracias a las obras buenas de los que, convirtiéndose en discípulos de Jesús, se han convertido en "sal" y "luz". «Brille así vuestra luz delante de los hombres –dice Jesús– para que vean vuestras buenas obras» (Mt 5, 16).
En medio del "carnaval" de ayer y de hoy, esta es la respuesta de Jesús y de la Iglesia, este es el apoyo sólido en medio del ambiente "líquido": las obras buenas que podemos cumplir gracias a Cristo y a su Santo Espíritu, y que hacen nacer en el corazón el agradecimiento a Dios Padre, la alabanza, o al menos la maravilla y el interrogante: "¿Por qué", "¿por qué esa persona se comporta así?": es decir la inquietud del mundo ante el testimonio del Evangelio. Pero para que ocurra esta "sacudida" es necesario que la sal no pierda el sabor y la luz no se esconda (cf. Mt 5, 13-15). Jesús lo dice muy claramente: si la sal pierde el sabor ya no sirve para nada. ¡Cuidado con la sal que pierde su sabor! ¡Cuidado con la Iglesia que pierde su sabor! ¡Cuidado con un sacerdote, con un consagrado, con una congregación que pierde su sabor!
Hoy nosotros damos gracias al Padre por la obra que santo Domingo, lleno de la luz y de la sal de Cristo, cumplió hace ochocientos años; una obra al servicio del Evangelio, predicado con la palabra y con la vida; una obra que, con la gracia del Espíritu Santo, ha hecho que muchos hombres y mujeres hayan sido ayudados a no perderse en medio del "carnaval" de la curiosidad mundana, sino que por el contrario hayan sentido el gusto de la sana doctrina, el gusto del Evangelio, y se hayan convertido, a su vez, en luz y sal, artesanos de obras buenas… y verdaderos hermanos y hermanas que glorifican a Dios y enseñan a glorificar a Dios con las buenas obras de la vida.