Homilía
Primeras vísperas de la solemnidad de santa María.
Domingo, 31 de diciembre de 2017

«Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió Dios a su Hijo» (Ga 4, 4). Esta celebración vespertina respira la atmósfera de la plenitud del tiempo. No porque estemos en la última tarde del año solar, sino porque la fe nos hace contemplar y sentir que Jesucristo, Verbo hecho carne, ha dado plenitud al tiempo del mundo y a la historia humana.

«Nacido de mujer» (Ga 4, 4). La primera que experimenta este sentido de la plenitud donada de la presencia de Jesús ha sido precisamente la «mujer» de la que Él ha «nacido». La Madre del Hijo encarnado, Madre de Dios. A través de ella, por así decir, ha brotado la plenitud del tiempo: a través de su corazón humilde y lleno de fe, a través de su carne toda impregnada de Espíritu Santo.

La Iglesia ha heredado de ella y hereda continuamente esta percepción interior de la plenitud, que alienta un sentido de gratitud, como única respuesta humana digna del don inmenso de Dios. Una gratitud conmovedora, que, partiendo de la contemplación de ese Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre, se extiende a todo y a todos, al mundo entero. Es un «gracias» que refleja la Gracia; no viene de nosotros, sino de Él; no viene del yo, sino de Dios, e involucra al yo y al nosotros.

En esta atmósfera creada por el Espíritu Santo, nosotros elevemos a Dios la acción de gracias por el año que llega a su fin, reconociendo que todo el bien es don suyo. También este tiempo del año 2017, que Dios nos había donado íntegro y sano, nosotros humanos de tantas maneras lo hemos desperdiciado y herido con obras de muerte, con mentiras e injusticias. Las guerras son el signo flagrante de este orgullo reincidente y absurdo. Pero lo son también todas las pequeñas y grandes ofensas a la vida, a la verdad, a la fraternidad, que causan múltiples formas de degrado humano, social y ambiental. Queremos y debemos asumir toda nuestra responsabilidad, delante de Dios, los hermanos y la creación. Pero esta noche prevalece la gracia de Jesús y su reflejo en María. Y prevalece por eso la gratitud que, como Obispo de Roma, siento en el alma pensando en la gente que vive con corazón abierto en esta ciudad.

Siento simpatía y gratitud por todas esas personas que cada día contribuyen con pequeños pero preciosos gestos concretos al bien de Roma: tratan de cumplir de la mejor forma su deber, se mueven en el tráfico con criterio y prudencia, respetando los lugares públicos y señalan las cosas que no van bien, están atentos a las personas ancianas o en dificultad, etc. Estos y otros miles de comportamientos expresan concretamente el amor por la ciudad. Sin discursos, sin publicidad, pero con un estilo de educación cívica practicada en lo cotidiano. Y así cooperan silenciosamente al bien común.

Igualmente siento en mí una gran estima por los padres, los profesores y todos los educadores que, con este mismo estilo, tratan de formar a los niños y a los jóvenes en el sentido cívico, en un ética de la responsabilidad, educándoles en sentirse parte, cuidar, e interesarse por la realidad que les rodea. Estas personas, aunque no sean noticia, son la mayor parte de la gente que vive en Roma. Y entre ellos no pocos se encuentran en difíciles condiciones económicas; y no se lamentan, ni cultivan resentimientos y rencores, sino que se esfuerzan en hacer cada día su parte para mejorar un poco las cosas.

Hoy, en el dar gracias a Dios, os invito a expresar también el reconocimiento para todos estos artesanos del bien común, que aman su ciudad no de palabra sino con los hechos.