Nos reunimos aquí, como Pueblo de Dios en camino, deteniéndonos en el templo de la Madre. La presencia de la Madre convierte este templo en una casa familiar para nosotros los hijos. Junto a generaciones y generaciones de romanos, reconocemos en esta casa materna nuestra casa, la casa donde recobramos fuerzas, encontramos consuelo, protección, refugio. El pueblo cristiano comprendió desde el inicio que en las dificultades y en las pruebas es necesario acudir a la Madre, como indica la antífona mariana más antigua: Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios, no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita.
Buscamos refugio. Nuestros Padres en la fe enseñaron que en los momentos turbulentos es necesario ponerse bajo el manto de la Santa Madre de Dios. En el pasado, los perseguidos y los necesitados buscaban refugio en las mujeres de la nobleza: cuando su manto, que se consideraba inviolable, se extendía como signo de acogida, la protección era concedida. Del mismo modo nos sucede a nosotros en relación a la Virgen, la mujer de mayor rango del género humano. Su manto está siempre abierto para acogernos y congregarnos. Nos lo recuerda bien el Oriente cristiano, donde muchos festejan la Protección de la Madre de Dios, que está representada en un precioso icono en el que, con su manto, protege a los hijos y cubre el mundo entero. También los monjes antiguos aconsejaban refugiarse en las pruebas bajo el manto de la Santa Madre de Dios: invocarla –«Santa Madre de Dios»– era ya garantía de protección y ayuda, y esta oración repetida: «Santa Madre de Dios», «Santa Madre de Dios»… Y sólo así.
Esta sabiduría que viene de lejos nos ayuda: la Madre custodia la fe, protege las relaciones, salva en las dificultades y preserva del mal. Allí donde la Virgen es de casa el diablo no entra. Donde la Virgen es de casa el diablo no entra. Donde está la Madre la turbación no prevalece, el miedo no vence. ¿Quién de nosotros no tiene necesidad de esto? ¿Quién de nosotros no ha estado alguna vez turbado o inquieto? ¿Cuántas veces el corazón es como un mar tempestuoso, donde las olas de los problemas se suceden y los vientos de las preocupaciones no dejan de soplar? María es el arca segura en medio del diluvio. No serán las ideas o la tecnología lo que nos dará consuelo y esperanza, sino el rostro de la Madre, sus manos que acarician la vida, su manto que nos protege. Aprendamos a encontrar refugio, yendo cada día a la Madre.
No deseches nuestras súplicas, continúa la antífona. Cuando nosotros le suplicamos, María suplica por nosotros. Hay un bonito título en griego que dice esto: Grigorusa, es decir «aquella que intercede prontamente». Y este prontamente es lo que usa Lucas en el Evangelio para decir cómo fue María a visitar a Isabel: rápido, inmediatamente. Intercede velozmente, no se demora, como hemos escuchado en el Evangelio, donde presenta inmediatamente a Jesús la necesidad concreta de aquella gente: «No tienen vino» (Jn 2, 3), nada más. Así actúa cada vez, si la invocamos: cuando nos falta la esperanza, cuando escasea la alegría, cuando se agotan las fuerzas, cuando se oscurece la estrella de la vida, la Madre interviene. Está atenta a las fatigas, sensible a los desasosiegos –los desasosiegos de la vida–, cercana al corazón. Y jamás desprecia nuestras oraciones; no deja sin atender ni tan siquiera una. Es Madre, no se avergüenza nunca de nosotros, antes bien desea solamente poder ayudar a sus hijos.
Un episodio puede ayudarnos a comprender esto. Junto a la cama de un hospital una madre velaba a su propio hijo, que sufría después de un accidente. Aquella madre estaba siempre allí, día y noche. Una vez se lamentó con el sacerdote, diciendo: «A nosotras las madres el Señor no nos ha permitido una cosa». «¿Qué?», preguntó el sacerdote. «Tomar el dolor de los hijos», respondió la mujer. He aquí el corazón de madre: no se avergüenza de las heridas, de las debilidades de los hijos, sino que quisiera tomarlas consigo. Y la Madre de Dios y nuestra sabe tomar consigo, consolar, velar y sanar.
Continúa la antífona, líbranos de todo peligro. El Señor mismo sabe que necesitamos refugio y protección en medio de tantos peligros. Por esto, en el momento más álgido, en la cruz, dijo al discípulo amado, a todo discípulo: «Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19, 27). La Madre no es algo opcional, no es opcional, es el testamento de Cristo. Y nosotros tenemos necesidad de ella como un caminante del descanso, como un niño de ser llevado en brazos. Es un gran peligro para la fe vivir sin Madre, sin protección, dejándonos llevar por la vida como las hojas por el viento. El Señor lo sabe y nos recomienda acoger a la Madre. No son buenos modales espirituales, sino es una exigencia de vida. Amarla no es poesía, es saber vivir. Porque sin Madre no podemos ser hijos. Y nosotros, ante todo, somos hijos, hijos amados, que tienen a Dios por Padre y a la Virgen por Madre.
El Concilio Vaticano II enseña que María es «signo de esperanza cierta y de consuelo para el Pueblo peregrinante de Dios» (Const. Lumen Gentium, VIII, V). Es signo, es el signo que Dios nos ha dado. Si no lo seguimos, nos salimos del camino, porque hay unas señales en la vida espiritual que deben ser respetadas. Estas nos indican a nosotros que todavía peregrinamos y nos hallamos «en peligros y ansiedad» (Lumen gentium, 62), la Madre, que ya ha llegado a la meta. ¿Quién mejor que ella puede acompañarnos en el camino? ¿Qué esperamos? Como el discípulo que bajo la cruz acogió a la Madre con él, «como algo propio», dice el Evangelio (Jn 19, 27), también nosotros desde esta casa materna invitamos a María a nuestra casa, a nuestro corazón, a nuestra vida. No podemos permanecer indiferentes o apartados de la Madre, porque perderíamos nuestra identidad de hijos y nuestra identidad de pueblo, y viviríamos un cristianismo hecho de ideas, de programas, sin confianza, sin ternura, sin corazón. Pero sin corazón no hay amor y la fe corre el riesgo de convertirse en una bonita fábula de otros tiempos. La Madre, en cambio, custodia y prepara a los hijos. Los ama y los protege, para que amen y protejan el mundo. Hagamos que la Madre sea el huésped de nuestra vida cotidiana, la presencia constante en nuestra casa, nuestro refugio seguro. Encomendémosle cada día. Invoquémosla en cada dificultad. Y no nos olvidemos de volver a ella para darle gracias.
Ahora viéndola, apenas salida del hospital, contemplémosla con ternura y saludémosla como la saludaron los cristianos de Éfeso. Todos juntos, por tres veces: «Santa Madre de Dios». Todos juntos: «Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios».