Queridos hermanos y hermanas:
Cuánta alegría y consuelo nos dan las palabras de san Juan que hemos escuchado: es tal el amor que Dios nos tiene, que nos hizo sus hijos, y, cuando podamos verlo cara a cara, descubriremos aún más la grandeza de su amor (cf. 1Jn 3, 1-10.19-22). No sólo eso. El amor de Dios es siempre más grande de lo que podemos imaginar, y se extiende incluso más allá de cualquier pecado que nuestra conciencia pueda reprocharnos. Es un amor que no conoce límites ni fronteras; no tiene esos obstáculos que nosotros, por el contrario, solemos poner a una persona, por temor a que nos quite nuestra libertad.
Sabemos que la condición de pecado tiene como consecuencia el alejamiento de Dios. De hecho, el pecado es una de las maneras con que nosotros nos alejamos de Él. Pero esto no significa que él se aleje de nosotros. La condición de debilidad y confusión en la que el pecado nos sitúa, constituye una razón más para que Dios permanezca cerca de nosotros. Esta certeza debe acompañarnos siempre en la vida. Las palabras del Apóstol son un motivo que impulsa a nuestro corazón a tener una fe inquebrantable en el amor del Padre: «En caso de que nos condene nuestro corazón, [pues] Dios es mayor que nuestro corazón» (1Jn 3, 20).
Su gracia continúa trabajando en nosotros para fortalecer cada vez más la esperanza de que nunca seremos privados de su amor, a pesar de cualquier pecado que hayamos cometido, rechazando su presencia en nuestras vidas.
Esta esperanza es la que nos empuja a tomar conciencia de la desorientación que a menudo se apodera de nuestra vida, como le sucedió a Pedro, en el pasaje del Evangelio que hemos escuchado: «Y enseguida cantó un gallo. Pedro se acordó de aquellas palabras de Jesús: "Antes de que cante el gallo me negarás tres veces". Y saliendo afuera, lloró amargamente» (Mt 26, 74-75). El evangelista es extremadamente sobrio. El canto del gallo sorprende a un hombre que todavía está confundido, después recuerda las palabras de Jesús y por último se rompe el velo, y Pedro comienza a vislumbrar, a través de las lágrimas, que Dios se revela en ese Cristo abofeteado, insultado, renegado por él, pero que va a morir por él. Pedro, que habría querido morir por Jesús, comprende ahora que debe dejar que muera por él. Pedro quería enseñar a su Maestro, quería adelantársele, en cambio, es Jesús quien va a morir por Pedro; y esto Pedro no lo había entendido, no lo había querido entender.
Pedro se encuentra ahora con la caridad del Señor y entiende por fin que él lo ama y le pide que se deje amar. Pedro se da cuenta de que siempre se había negado a dejarse amar, se había negado a dejarse salvar plenamente por Jesús y, por lo tanto, no quería que Jesús lo amara totalmente.
¡Qué difícil es dejarse amar verdaderamente! Siempre nos gustaría que algo de nosotros no esté obligado a la gratitud, cuando en realidad estamos en deuda por todo, porque Dios es el primero y nos salva completamente, con amor.
Pidamos ahora al Señor la gracia de conocer la grandeza de su amor, que borra todos nuestros pecados.
Dejémonos purificar por el amor para reconocer el amor verdadero.