Homilía
Ordenaciones sacerdotales
Domingo, 22 de abril de 2018

Hermanos queridísimos:

Estos días nuestros hijos han sido llamados al orden del presbiterio. Reflexionemos atentamente a qué ministerio serán elevados en la Iglesia. Como vosotros bien sabéis, el Señor Jesús es el único Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento, pero en Él también todo el pueblo santo de Dios fue constituido pueblo sacerdotal. Sin embargo, entre todos sus discípulos, el Señor Jesús quiere elegir a algunos en particular, para que ejerciendo públicamente en la Iglesia en su nombre el oficio sacerdotal a favor de todos los hombres, continuara su misión personal de maestro, sacerdote y pastor.

Como, de hecho, por esto Él había sido enviado por el Padre, así Él envió a su vez en el mundo primero a los apóstoles y después a los obispos y a sus sucesores, a los que finalmente fueron dados como colaboradores los presbíteros que, a ellos unidos en el ministerio sacerdotal, están llamados al servicio del Pueblo de Dios. Después de una madura reflexión, ahora estamos a punto de elevar a la orden de los presbíteros a estos nuestros hermanos, para que, al servicio de Cristo, Maestro, Sacerdote, Pastor, cooperen para edificar el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia en Pueblo de Dios y Templo santo del Espíritu. Ellos estarán, de hecho, configurados para Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, es decir, serán consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento y a este título, que les une en el sacerdocio a su obispo, serán predicadores del Evangelio, Pastores del Pueblo de Dios y presidirán las acciones de culto, especialmente en la celebración del sacrificio del Señor. En cuanto a vosotros, amados hijos y hermanos, que estáis a punto de ser promovidos al presbiterio, considerad que al ejercer el ministerio de la Sagrada Doctrina, vosotros seréis partícipes de la misión de Cristo, único Maestro. Dispensad a todos la Palabra de Dios que vosotros mismos habéis recibido con alegría. Leed y meditad asiduamente la Palabra del Señor para creer lo que habéis leído, para enseñar lo que ha aprendido en la fe, vivir lo que habéis enseñado. Que sea, por lo tanto, nutrición para el pueblo vuestra doctrina, alegría y sustento a los fieles de Cristo el perfume de vuestra vida. Y que con la palabra y el ejemplo podáis edificar la Casa de Dios que es la Iglesia. Vosotros continuaréis la obra santificadora de Cristo.

Mediante vuestro ministerio, el sacrificio espiritual de los fieles se hace perfecto, porque está unido al sacrificio de Cristo, que por vuestras manos, en nombre de toda la Iglesia, se ofrece sin derramamiento de sangre sobre el altar en la celebración de los Santos Misterios. Reconoced, por lo tanto, lo que hacéis. Imitad lo que celebráis porque al participar en el misterio de la muerte y resurrección del Señor, lleváis la muerte de Cristo a sus miembros y camináis con Él en la novedad de la vida.

Con el bautismo agregaréis nuevos fieles al Pueblo de Dios. Con el sacramento de penitencia perdonaréis los pecados en el nombre de Cristo y de la Iglesia. Y aquí me detengo para pediros: por favor, no os canséis de ser misericordiosos. Pensad en vuestros pecados, en vuestras miserias que Jesús perdona. Sed misericordiosos. Con el aceite santo daréis alivio a los enfermos. Celebrando los sagrados ritos y elevando la oración de alabanza y súplica durante las diversas horas del día, os haréis voz del Pueblo de Dios y de toda la humanidad. Conscientes de haber sido elegidos entre los hombres y constituidos en su favor para atender las cosas de Dios, ejercitad en alegría y caridad sincera la obra sacerdotal de Cristo, únicamente intentos de complacer a Dios y no a vosotros mismos o a los hombres, por otros intereses. Solamente el servicio a Dios, para el bien del santo pueblo fiel de Dios. Finalmente, participando en la misión de Cristo, Jefe y Pastor, en comunión filial con vuestro obispo, comprometeos en unir a los fieles en una única familia para conducirlos a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo y tened siempre delante de los ojos el ejemplo del Buen Pastor, que no vino para ser servido, sino para servir y para buscar y salvar lo que estaba perdido.