Madre inmaculada,
en el día de tu fiesta, tan querida por el pueblo cristiano,
vengo a rendirte homenaje en el corazón de Roma.
En mi alma traigo a los fieles de esta Iglesia.
Y a todos los que viven en esta ciudad, especialmente los enfermos y a cuantos por diferentes situaciones
les cuesta salir adelante.
En primer lugar, queremos agradecerte
por el cuidado materno con el que nos acompañas en nuestro camino:
¡Cuántas veces oímos hablar con lágrimas en los ojos,
de aquellos que han experimentado tu intercesión,
por las gracias que pides para nosotros a tu Hijo Jesús!
También pienso en una gracia ordinaria que das a la gente que vive en Roma:
La de afrontar con paciencia los inconvenientes de la vida cotidiana.
Pero por eso te pedimos la fuerza para no resignarnos, es más,
para hacer cada día cada uno su parte para mejorar las cosas,
para que el cuidado de cada uno haga que Roma sea más bella y habitable para todos;
para que el deber bien hecho por cada uno asegure los derechos de todos.
Y pensando en el bien común de esta ciudad,
te rezamos por aquellos que tienen roles de mayor responsabilidad:
Obtén para ellos sabiduría, la amplitud de miras, el espíritu de servicio y de colaboración.
Santa Virgen
quisiera confiarte en modo particular a los sacerdotes de esta diócesis:
Los párrocos, los vicepárrocos, los sacerdotes ancianos que con el corazón de pastores continúan trabajando por el pueblo de Dios.
A los muchos sacerdotes estudiantes de todo el mundo que colaboran en las parroquias.
Para todos ellos te pido la dulce alegría de evangelizar
y el don de ser padres, cercanos a la gente, misericordiosos.
A ti, Mujer, consagrada a Dios, confío a las mujeres consagradas en la vida religiosa y en la vida secular,
que gracias a Dios en Roma hay tantas, más que en cualquier otra ciudad del mundo,
y forman un mosaico estupendo de nacionalidades y culturas.
Para ellas, te pido la alegría de ser, como Tú, esposas y madres,
fecundas en la oración, en la caridad, en la compasión.
Oh, Madre de Jesús,
una última cosa te pido, en este tiempo de Adviento,
pensando en los días en los que tú y José estabais nerviosos
por el nacimiento ya inminente de vuestro hijo,
preocupados porque existía el censo y también vosotros teníais que dejar vuestro país, Nazaret, e ir a Belén…
Tú sabes, Madre, lo que quiere decir llevar en el seno la vida y sentir alrededor la indiferencia, el rechazo,
a veces el desprecio.
Por eso te pido que estés junto a las familias que hoy en Roma, en Italia, en todo el mundo
viven situaciones similares, para que no estén abandonadas a sí mismas, sino tuteladas en sus derechos,
derechos humanos que preceden a cada exigencia incluso legítima.
Oh María Inmaculada, Amanecer de la esperanza en el horizonte de la humanidad.
Vela por esta ciudad, en los hogares, las escuelas, las oficinas, los comercios,
en las fábricas, hospitales, cárceles;
que no falte en ninguna parte lo que Roma tiene más preciado,
y que conserva para el mundo entero, el testamento de Jesús:
«Que como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (cf. Jn 13, 34).
Amén.