Viaje apostólico a Bulgaria y Macedonia del Norte, 5-7 de mayo de 2019
Queridos hermanos y hermanas, Cristo ha resucitado, ¡Christos vozkrese!
Es maravilloso el saludo con el que los cristianos de vuestro país comparten la alegría del Resucitado durante el tiempo pascual.
Todo el episodio que hemos escuchado, que se narra al final de los Evangelios, nos permite sumergirnos en esta alegría que el Señor nos envía a "contagiar", recordándonos tres realidades estupendas que marcan nuestra vida de discípulos: Dios llama, Dios sorprende, Dios ama.
Dios llama. Todo sucede en las orillas del lago de Galilea, allí donde Jesús había llamado a Pedro. Lo había llamado a dejar su oficio de pescador para convertirse en pescador de hombres (cf. Lc 5, 4-11). Ahora, después de todo el camino recorrido, después de la experiencia de ver morir al Maestro y a pesar del anuncio de su resurrección, Pedro vuelve a la vida de antes: «Me voy a pescar», dice. Los otros discípulos no se quedan atrás: «Vamos también nosotros contigo» (Jn 21, 3). Parece que dan un paso atrás; Pedro vuelve a tomar las redes, a las que había renunciado por Jesús. El peso del sufrimiento, de la desilusión, incluso de la traición se había convertido en una piedra difícil de remover en el corazón de los discípulos; heridos todavía bajo el peso del dolor y la culpa, la buena nueva de la Resurrección no había echado raíces en su corazón. El Señor sabe lo fuerte que es para nosotros la tentación de volver a las cosas de antes. En la Biblia, las redes de Pedro, como las cebollas de Egipto, son símbolo de la tentación de la nostalgia del pasado, de querer recuperar algo que se había querido dejar. Frente a las experiencias de fracaso, dolor e incluso de que las cosas no resulten como se esperaban, siempre aparece una sutil y peligrosa tentación que invita a desanimarse y bajar los brazos. Es la psicología del sepulcro que tiñe todo de resignación, haciendo que nos apeguemos a una tristeza dulzona que, como polilla, corroe toda esperanza. Así se gesta la mayor amenaza que puede arraigarse en el seno de una comunidad: el gris pragmatismo de la vida, en la que todo procede aparentemente con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad (cf. Exhort. apost. Evangelii gaudium, 83).
Pero precisamente allí, en el fracaso de Pedro, llega Jesús, comienza de nuevo, con paciencia sale a su encuentro y le dice «Simón» (Jn 21, 15): era el nombre de la primera llamada. El Señor no espera situaciones ni estados de ánimo ideales, los crea. No espera encontrarse con personas sin problemas, sin desilusiones, sin pecados o limitaciones. Él mismo enfrentó el pecado y la desilusión para ir al encuentro de todo viviente e invitarlo a caminar. Hermanos, el Señor no se cansa de llamar. Es la fuerza del Amor que ha vencido todo pronóstico y sabe comenzar de nuevo. En Jesús, Dios busca dar siempre una posibilidad. Lo hace así también con nosotros: nos llama cada día a revivir nuestra historia de amor con Él, a volver a fundarnos en la novedad, que es Él mismo. Todas las mañanas, nos busca allí donde estamos y nos invita «a alzarnos, a levantarnos de nuevo con su Palabra, a mirar hacia arriba y a creer que estamos hechos para el Cielo, no para la tierra; para las alturas de la vida, no para las bajezas de la muerte» y nos invita a no buscar «entre los muertos al que vive» (Homilía de la Vigilia Pascual, 20.IV.19). Cuando lo acogemos, subimos más alto, abrazamos nuestro futuro más hermoso, no como una posibilidad sino como una realidad. Cuando la llamada de Jesús es la que orienta nuestra vida, el corazón se rejuvenece.
Dios sorprende. Es el Señor de las sorpresas que no sólo invita a sorprenderse sino a realizar cosas sorprendentes. El Señor llama y, al encontrar a los discípulos con sus redes vacías, les propone algo insólito: pescar de día, algo más bien extraño en aquel lago. Les devuelve la confianza poniéndolos en movimiento y lanzándolos nuevamente a arriesgar, a no dar nada ni, especialmente, nadie por perdido. Es el Señor de las sorpresas que rompe los encierros paralizantes devolviendo la audacia capaz de superar la sospecha, la desconfianza y el temor que se esconden detrás del "siempre se hizo así". Dios sorprende cuando llama e invita a lanzar mar adentro en la historia no solamente las redes, sino a nosotros mismos y a mirar la vida, a mirar a los demás e incluso a nosotros mismos con sus mismos ojos porque «en el pecado, él ve hijos que hay que elevar de nuevo; en la muerte, hermanos para resucitar; en la desolación, corazones para consolar. No tengas miedo, por tanto: el Señor ama tu vida, incluso cuando tienes miedo de mirarla y vivirla» (ibíd.).
Llegamos así a la tercera certeza de hoy. Dios llama, Dios sorprende porque Dios ama. Su lenguaje es el amor. Por eso pide a Pedro y nos pide a nosotros que sintonicemos con su mismo lenguaje: «¿Me amas?». Pedro acoge la invitación y, después de tanto tiempo pasado con Jesús, comprende que amar quiere decir dejar de estar en el centro. Ahora ya no comienza desde sí mismo, sino desde Jesús: «Tú conoces todo» (Jn 21, 17), responde. Se reconoce frágil, comprende que no puede seguir adelante sólo con sus fuerzas. Y se funda en el Señor, en la fuerza de su amor, hasta el extremo. Esta es nuestra fuerza, que cada día estamos invitados a renovar: el Señor nos ama. Ser cristiano es una invitación a confiar que el amor de Dios es más grande que toda limitación o pecado. Uno de los grandes dolores y obstáculos que experimentamos hoy, no nace tanto de comprender que Dios sea amor, sino de que hemos llegado a anunciarlo y testimoniarlo de tal manera que para muchos este no es su nombre. Dios es amor, un amor que se entrega, llama y sorprende.
He aquí el milagro de Dios que, si nos dejamos guiar por su amor, hace de nuestras vidas obras de arte. Tantos testigos de la Pascua en esta tierra bendita han realizado obras maestras magníficas, inspirados por una fe sencilla y un gran amor. Entregando la vida, fueron signos vivientes del Señor sabiendo superar la apatía con valentía y ofreciendo una respuesta cristiana a las inquietudes que se les presentaban (cf. Exhort. apost. postsin. Christus vivit, 174). Hoy estamos invitados a mirar y descubrir lo que el Señor hizo en el pasado para lanzarnos con Él hacia el futuro sabiendo que, en el acierto o en el error, siempre volverá a llamarnos para invitarnos a tirar las redes. Lo que les dije a los jóvenes en la Exhortación que escribí recientemente, deseo decirlo también a vosotros. Una Iglesia joven, una persona joven, no por edad sino por la fuerza del Espíritu, nos invita a testimoniar el amor de Cristo, un amor que apremia y que nos lleva a ser luchadores por el bien común, servidores de los pobres, protagonistas de la revolución de la caridad y del servicio, capaces de resistir las patologías del individualismo consumista y superficial. Enamorados de Cristo, testigos vivos del Evangelio en cada rincón de esta ciudad (cf. Christus vivit, 174-175). No tengáis miedo de ser los santos que esta tierra necesita, una santidad que no os quitará fuerza, no os quitará vida o alegría; sino más bien todo lo contrario, porque vosotros y los hijos de esta tierra llegareis a ser lo que el Padre soñó cuando os creó (cf. Exhort. apost. Gaudete et exsultate, 32).
Llamados, sorprendidos y enviados por amor.