En estos días la Liturgia nos invita a despertar en nosotros el asombro, el asombro ante el misterio de la Encarnación. La fiesta de Navidad es quizá la que más despierta esta actitud interior: asombro, maravilla, contemplación…. Como los pastores de Belén, que primero recibieron el luminoso anuncio angélico y luego se apresuraron a encontrar la señal que se les había indicado, el Niño envuelto en pañales en un pesebre. Con lágrimas en los ojos, se arrodillan ante el Salvador recién nacido. Pero no sólo ellos, María y José también se llenan de santo asombro ante lo que los pastores dicen haber oído del ángel sobre el Niño.
Es cierto: no se puede celebrar la Navidad sin asombro. Pero un asombro que no se limita a una emoción superficial -no es un asombro-, una emoción ligada a la exterioridad de la fiesta, o peor aún a un frenesí consumista. No. Si la Navidad se reduce a esto, nada cambiará: mañana será igual que ayer, el próximo año será igual que el anterior, y así sucesivamente. Significaría calentarnos por unos instantes con un fuego de paja, y no exponernos con todo nuestro ser a la fuerza del Acontecimiento, no captar el centro del misterio del nacimiento de Cristo.
Y el centro es éste: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). Lo oímos repetir varias veces en esta liturgia vespertina, que abre la solemnidad de María Santísima Madre de Dios. Es la primera testigo, la primera y la más grande, y al mismo tiempo la más humilde. La más grande porque es la más humilde. Su corazón está lleno de asombro, pero sin un rastro de romanticismo, sensiblería o espiritualismo. No. La Madre nos devuelve a la realidad, a la verdad de la Navidad, que está contenida en esas tres palabras de San Pablo: «nacido de mujer» (Ga 4, 4). El asombro cristiano no procede de los efectos especiales, de los mundos fantásticos, sino del misterio de la realidad: ¡no hay nada más maravilloso y sorprendente que la realidad! Una flor, un terrón de tierra, una historia de vida, un encuentro… El rostro arrugado de un anciano y el rostro recién florecido de un niño. Una madre sosteniendo y amamantando a su hijo. El misterio brilla allí.
Hermanos y hermanas, el asombro de María, el asombro de la Iglesia está lleno de gratitud. La gratitud de la Madre que, contemplando a su Hijo, siente la cercanía de Dios, siente que Dios no ha abandonado a su pueblo, que Dios ha venido, que Dios está cerca, es Dios-con-nosotros. Los problemas no han desaparecido, las dificultades y las preocupaciones no faltan, pero no estamos solos: el Padre «envió a su Hijo» (Ga 4, 4) para redimirnos de la esclavitud del pecado y devolvernos la dignidad de hijos. Él, el Unigénito, se convirtió en el primogénito entre muchos hermanos y hermanas, para conducirnos a todos, perdidos y dispersos, de vuelta a la casa del Padre.
Esta época de pandemia ha aumentado la sensación de desconcierto en todo el mundo. Tras una primera fase de reacción, en la que nos sentimos solidarios en el mismo barco, se ha extendido la tentación del "sálvese quien pueda". Pero gracias a Dios hemos reaccionado de nuevo, con sentido de la responsabilidad. En efecto, podemos y debemos decir "gracias a Dios", porque la elección de la responsabilidad solidaria no viene del mundo: viene de Dios; más aún, viene de Jesucristo, que ha impreso de una vez por todas en nuestra historia el "rumbo" de su vocación original: ser todos hermanos y hermanas, hijos del único Padre.
Roma lleva esta vocación escrita en su corazón. En Roma parece que todos se sienten hermanos; en cierto sentido, todo el mundo se siente como en casa, porque esta ciudad guarda en sí misma una apertura universal. Me atrevo a decir: es la ciudad universal. Viene de su historia, de su cultura; viene sobre todo del Evangelio de Cristo, que ha echado aquí profundas raíces, fecundadas por la sangre de los mártires, empezando por Pedro y Pablo.
Pero incluso en este caso, tengamos cuidado: una ciudad acogedora y fraternal no se reconoce por su "fachada", por las palabras, por los actos altisonantes. No. Se reconoce por su atención cotidiana, por su atención "del día a día" a los que más les cuesta luchar contra las dificultades, a las familias que más sienten el peso de la crisis, a las personas con graves discapacidades y sus familias, a los que necesitan transporte público para ir a trabajar cada día, a los que viven en los suburbios, a los que se han visto desbordados por algún fracaso en sus vidas y necesitan servicios sociales, etc. Es la ciudad que mira a cada uno de sus hijos, a cada uno de sus habitantes, incluso a cada uno de sus huéspedes.
Roma es una ciudad maravillosa, que no deja de encantar; pero para quienes la habitan es también una ciudad agotadora, desgraciadamente no siempre digna para sus ciudadanos y huéspedes, una ciudad que a veces parece descartar. La esperanza, pues, es que todos, los que viven y los que están por trabajo, peregrinación o turismo, puedan apreciarla cada vez más por su cuidado en la acogida de los más frágiles y vulnerables, la dignidad de la vida, la casa común. Que todo el mundo se sorprenda al descubrir en esta ciudad una belleza que yo diría que es "coherente", y que inspira gratitud. Este es mi deseo para este año.
Hermanas y hermanos, hoy la Madre –la Madre María y la Madre Iglesia– nos muestra al Niño. Nos sonríe y dice: "Él es el Camino. Sigámosle, tengamos confianza. No decepciona". Sigámosle en nuestro camino cotidiano: Él da plenitud al tiempo, da sentido a las acciones y a los días. Tengamos confianza, en los momentos felices y en los dolorosos: la esperanza que Él nos da es la esperanza que nunca defrauda.