Mientras algunos hablan de la belleza exterior del templo y admiran sus piedras, Jesús llama la atención sobre los eventos turbulentos y dramáticos que marcan la historia humana. En efecto, mientras el templo construido por las manos del hombre pasará, como pasan todas las cosas de este mundo, es importante saber discernir el tiempo en que vivimos, para seguir siendo discípulos del Evangelio incluso en medio a las dificultades de la historia.
Y, para indicarnos el modo de discernir, el Señor nos propone dos exhortaciones: no se dejen engañar y den testimonio.
Lo primero que Jesús les dice a sus oyentes, preocupados por "cuándo" y "cómo" ocurrirán los hechos espantosos de los que habla, es: «Tengan cuidado, no se dejen engañar, porque muchos se presentarán en mi Nombre, diciendo: "Soy yo", y también: "El tiempo está cerca". No los sigan» (Lc 21, 8). Y añade: «Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se alarmen» (v. 9). Y esto en el momento actual nos viene bien. ¿De qué engaño, pues, quiere liberarnos Jesús? De la tentación de leer los hechos más dramáticos de manera supersticiosa o catastrófica, como si ya estuviéramos cerca del fin del mundo y no valiera la pena seguir comprometiéndonos en cosas buenas. Si pensamos de esta manera, nos dejamos guiar por el miedo, y quizás luego buscamos respuestas con curiosidad morbosa en las fábulas de magos u horóscopos, que nunca faltan –y hoy muchos cristianos van a visitar a los magos, buscan el horóscopo como si fuese la voz de Dios–; o bien, confiamos en fantasiosas teorías propuestas por algún "mesías" de última hora, generalmente siempre derrotistas y conspirativas –también la psicología de la conspiración es mala, nos hace mal–. Aquí no está el Espíritu del Señor: ni en el ir en busca del "gurú" ni en este espíritu de la conspiración; ahí no está el Señor. Jesús nos advierte: "No se dejen engañar", no se dejen deslumbrar por curiosidades ridículas, no afronten los acontecimientos movidos por el miedo, más bien apréndanlos a leerlos con los ojos de la fe, seguros de que estando cerca de Dios «Ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza» (v. 18).
Si la historia humana está llena de acontecimientos dramáticos, situaciones de dolor, guerras, revoluciones y calamidades, es igualmente cierto – dice Jesús – que todo esto no es el final (cf. v. 9); no es un buen motivo para dejarse paralizar por el miedo o ceder al derrotismo de quien piensa que todo está perdido y es inútil comprometerse en la vida. El discípulo del Señor no se deja atrofiar por la resignación, no cede al desaliento ni siquiera en las situaciones más difíciles, porque su Dios es el Dios de la resurrección y de la esperanza, que siempre reanima, con Él siempre se puede levantar la mirada, empezar de nuevo y volver a caminar. El cristiano, entonces, ante la prueba –cualquier prueba, cultural, histórica o personal–, se pregunta: "¿Qué nos está diciendo el Señor a través de este momento de crisis?". También yo hago esta pregunta hoy: ¿Qué nos está diciendo el Señor, ante esta tercera guerra mundial? ¿Qué nos está diciendo el Señor? Y, mientras ocurren cosas malas que generan pobreza y sufrimiento, el cristiano se pregunta "¿Concretamente, que bien puedo hacer yo?". No huir, hacerse la pregunta: ¿Qué me dice el Señor y qué bien puedo hacer yo?
No por casualidad, la segunda exhortación de Jesús, después de "no se dejen engañar", está en positivo. Él dice «Esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí» (v. 13). Ocasión para dar testimonio. Quisiera subrayar esta hermosa palabra: ocasión, que significa tener la oportunidad de hacer algo bueno a partir de las circunstancias de la vida, incluso cuando no son ideales. Es un hermoso arte, típicamente cristiano; no quedarnos como víctimas de lo que sucede –el cristiano no es víctima y la psicología del victimismo es mala, nos hace mal–, sino aprovechar la oportunidad que se esconde en todo lo que nos acontece, el bien que es posible, lo poco de bueno que sea posible hacer, y construir también a partir de situaciones negativas. Cada crisis es una posibilidad y ofrece oportunidades de crecimiento. Porque cada crisis está abierta a la presencia de Dios, a la presencia de la humanidad. Pero, ¿qué nos hace el espíritu maligno? Quiere que trasformemos la crisis en conflicto, y el conflicto está siempre cerrado, sin horizonte y sin salida. No. Vivamos la crisis como personas humanas, como cristianos, no transformándola en conflicto, porque cada crisis es una posibilidad y ofrece oportunidades de crecimiento. Nos damos cuenta de ello si volvemos a leer nuestras historias personales. En la vida, a menudo, los pasos adelante más importantes se dan precisamente dentro de algunas crisis, de momentos de prueba, de pérdida de control, de inseguridad. Y, entonces, comprendemos la invitación que Jesús hace hoy directamente a mí, a ti, a cada uno de nosotros. Mientras ves a tu alrededor hechos desconcertantes, mientras se levantan guerras y conflictos, mientras ocurren terremotos, carestías y epidemias, ¿qué haces? ¿qué hago yo? ¿Te distraes para no pensar en ello? ¿Te diviertes para no involucrarte? ¿Tomas el camino de la mundanidad, de no hacerse cargo, de no tomar en serio estas situaciones dramáticas? ¿Miras hacia otro lado? ¿Te adaptas, sumiso y resignado, a lo que sucede? ¿O estas situaciones se convierten en ocasiones para testimoniar el Evangelio? Hoy cada uno de nosotros debe preguntarse, ante tantas calamidades, ante esta tercera guerra mundial tal cruel, ante el hambre de tantos niños, de tanta gente: ¿Puedo derrochar, malgastar el dinero, desperdiciar mi vida, perder el sentido de mi vida, sin armarme de valor y avanzar?
Hermanos y hermanas, en esta Jornada Mundial de los Pobres la Palabra de Jesús es una fuerte advertencia para romper esa sordera interior que todos nosotros tenemos y que nos impide escuchar el grito sofocado de dolor de los más débiles. También hoy vivimos en sociedades heridas y asistimos, precisamente como nos lo ha dicho el Evangelio, a escenarios de violencia –basta pensar en las crueldades que padece el pueblo ucraniano–, injusticia y persecución; además, debemos afrontar la crisis generada por el cambio climático y la pandemia, que ha dejado tras de sí un rastro de malestares no solo físicos, sino también psicológicos, económicos y sociales. También hoy, hermanos y hermanas, vemos levantarse pueblo contra pueblo y presenciamos angustiados la vehemente ampliación de los conflictos, la desgracia de la guerra, que provoca la muerte de tantos inocentes y multiplica el veneno del odio. También hoy, mucho más que ayer, muchos hermanos y hermanas, probados y desalentados, emigran en busca de esperanza, y muchas personas viven en la precariedad por la falta de empleo a causa de condiciones laborales injustas e indignas. Y también hoy, hermanos y hermanas, los pobres son las víctimas más penalizadas de cada crisis. Pero, si nuestro corazón permanece adormecido e insensible, no logramos escuchar su débil grito de dolor, llorar con ellos y por ellos, ver cuánta soledad y angustia se esconden también en los rincones más olvidados de nuestras ciudades. Es necesario ir a los rincones de la ciudad, esos rincones escondidos, oscuros; allí se ve mucha miseria, y mucho dolor, y mucha pobreza descartada.
Hagamos nuestra la invitación fuerte y clara del Evangelio a no dejarnos engañar. No escuchemos a los profetas de desventura; no nos dejemos seducir por los cantos de sirena del populismo, que instrumentaliza las necesidades del pueblo proponiendo soluciones demasiado fáciles y apresuradas. No sigamos a los falsos "mesías" que, en nombre de la ganancia, proclaman recetas útiles solo para aumentar la riqueza de unos pocos, condenando a los pobres a la marginación. Al contrario, demos testimonio, encendamos luces de esperanza en medio de la oscuridad; aprovechemos, en las situaciones dramáticas, las ocasiones para testimoniar el Evangelio de la alegría y construir un mundo fraterno, al menos un poco más fraterno; comprometámonos con valentía por la justicia, la legalidad y la paz, estando siempre del lado de los débiles. No escapemos para defendernos de la historia, sino que luchemos para darle a esta historia que nosotros estamos viviendo un rostro diferente.
¿Y dónde encontrar la fuerza para todo esto? En el Señor. En la confianza en Dios, que es Padre, que vela por nosotros. Si le abrimos nuestro corazón, aumentará en nosotros la capacidad de amar. Este es el camino: crecer en el amor. Jesús, en efecto, después de haber hablado de escenarios de violencia y de terror, concluye diciendo, «Ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza» (v. 18). ¿Pero qué significa? Que Él está con nosotros, Él es nuestro custodio, Él camina con nosotros. ¿Tengo esa fe? ¿Tú tienes esa fe de que el Señor camina contigo? Esto nos lo debemos repetir siempre, especialmente en los momentos más dolorosos: Dios es Padre y está a mi lado, me conoce y me ama, vela por mí, no duerme, cuida de mí y con Él ni siquiera un cabello de mi cabeza se perderá. ¿Y yo cómo respondo a esto? Mirando a los hermanos y a las hermanas que están en necesidad, mirando esta cultura del descarte que descarta a los pobres, que descarta a las personas con menos posibilidades, que descarta a los ancianos, che descarta a los que están por nacer… Mirando todo esto, ¿qué me siento llamado a hacer como cristiano en este momento?
Amados por Él, decidámonos a amar a los hijos más descartados. El Señor está allí. Hay una vieja tradición, también en los pueblecitos de Italia, en la cena de Navidad, dejar un puesto vacío para el Señor que ciertamente llamará a la puerta en la persona de un pobre que tiene necesidad. ¿Y tu corazón?, ¿tiene siempre un puesto libre para esta gente? ¿Mi corazón, tiene un puesto libre para esta gente? ¿O estamos demasiado ocupados con los amigos, con los eventos sociales, con las obligaciones para tener un puesto libre para esta gente? Cuidemos de los pobres, en quienes está Cristo, que se hizo pobre por nosotros (cf. 2Co 8, 9). Él se identifica con el pobre. Sintámonos comprometidos para que no se pierda ni un cabello de sus cabezas. No podemos quedarnos, como aquellos de los que habla el Evangelio, admirando las hermosas piedras del templo, sin reconocer el verdadero templo de Dios, que es el ser humano, el hombre y la mujer, especialmente el pobre, en cuyo rostro, en cuya historia, en cuyas heridas está Jesús. Él lo dijo. Nunca lo olvidemos.