La celebración de un día como el de hoy nos lleva a dos pensamientos: memoria y esperanza.
Memoria de aquellos que nos han precedido, que han transcurrido su vida, que han concluido esta vida; memoria de tanta gente que nos hace bien: en familia, entre los amigos… Y memoria también de aquellos que no han logrado hacer tanto bien, pero han sido recibidos en la memoria de Dios, en la misericordia de Dios. Es el misterio de la gran misericordia del Señor.
Y después esperanza. La de hoy es una memoria para mirar adelante, para mirar nuestro camino, nuestra senda. Nosotros caminamos hacia un encuentro, con el Señor y con todos. Y debemos pedir al Señor esta gracia de la esperanza: la esperanza que nunca decepciona nunca; la esperanza, que es la virtud de todos los días que nos lleva adelante, nos ayudar a resolver los problemas y a buscar los caminos de salida. Pero siempre adelante, adelante. Esta esperanza fecunda, esa virtud teologal de todos los días, de todos los momentos: la llamaré la virtud teologal "de la cocina", porque está a mano y viene siempre en nuestra ayuda. La esperanza que no decepciona: vivimos en esta tensión entre memoria y esperanza.
Quisiera detenerme en una cosa que me ha sucedido al entrar. Miraba la edad de estos caídos. La mayoría entre los 20 y los 30 años. Vidas truncadas, vidas sin futuro. Y he pensado en los padres, en las madres que reciben esa carta: "Señora, tengo el honor de decirle que usted tiene un hijo héroe". "¡Sí, héroe, pero me lo han quitado!". Muchas lágrimas en esas vidas truncadas. Y no podía no pensar en las guerras de hoy. También hoy sucede lo mismo: muchas personas jóvenes y no tan jóvenes… En las guerras del mundo, también en esas más cercanas a nosotros, en Europa y fuera: ¡cuántas muertes! Se destruye la vida sin ser consciente de ello.
Hoy, pensando en los difuntos, custodiando la memoria de los difuntos y custodiando la esperanza, pidamos al Señor la paz, para que la gente no se mate más en las guerras. Muchos inocentes muertos, muchos soldados que dejan la vida. Pero esto, ¿por qué? Las guerras son siempre una derrota, siempre. No hay victoria total, no. Sí, uno gana al otro, pero detrás está siempre la derrota del precio pagado. Rezamos al Señor por nuestros difuntos, por todos, por todos: que el Señor les reciba a todos. Y rezamos también para que el Señor tenga piedad de nosotros y nos dé esperanza: la esperanza de ir adelante y de poder encontrarlos todos juntos con Él, cuando nos llamará. Así sea.