Tres hombres se encuentran con una enorme riqueza entre las manos, gracias a la generosidad de su señor que parte para un largo viaje. Ese patrón, sin embargo, un día volverá y llamará de nuevo a aquellos siervos, con la esperanza de poder gozar con ellos, por la forma en que, durante ese tiempo, hicieron fructificar sus bienes. La parábola que hemos escuchado (cf. Mt 25, 14-30) nos invita a detenernos en dos itinerarios: el viaje de Jesús y el viaje de nuestra vida.
El viaje de Jesús. Al inicio de la parábola, Él habla de «un hombre que, al salir de viaje, llamó a sus servidores y les confió sus bienes» (v. 14). Este "viaje" evoca el misterio mismo de Cristo, Dios hecho hombre, su resurrección y ascensión al cielo. Él, que bajó desde el seno del Padre para venir al encuentro de la humanidad, muriendo destruyó la muerte y, resucitando, volvió al Padre. Al concluir su jornada terrena, Jesús emprende su "viaje de regreso" hacia el Padre. Pero, antes de partir nos entregó sus bienes, un auténtico "capital": nos dejó a sí mismo en la Eucaristía, su Palabra de vida, a su Madre como Madre nuestra, y distribuyó los dones del Espíritu Santo para que nosotros podamos continuar su obra en el mundo. Estos "talentos" son otorgados –especifica el Evangelio– «a cada uno según su capacidad» (v. 15) y por tanto para una misión personal que el Señor nos confía en la vida cotidiana, en la sociedad y en la Iglesia. Lo afirma también el apóstol Pablo: «cada uno de nosotros ha recibido su propio don, en la medida que Cristo los ha distribuido. Por eso dice la Escritura: "Cuando subió a lo alto, llevó consigo a los cautivos y repartió dones a los hombres"» (Ef 4, 7-8).
Fijemos la mirada en Jesús, que recibió todo de las manos del Padre, pero no retuvo esa riqueza para sí, «no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor» (Fil 2, 6-7). Se revistió de nuestra frágil humanidad, como el buen samaritano alivió nuestras heridas, se hizo pobre para enriquecernos con la vida divina (cf. 2Co 8, 9), y subió a la cruz. A Él, que no tenía pecado, «Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro» (cf. 2Co 5, 21). En favor nuestro. Jesús vivió para nosotros, en favor nuestro. Esta es la razón que inspiró su camino por el mundo antes de subir al Padre.
La parábola que hemos escuchado, sin embargo, nos dice también que «llegó el señor y arregló las cuentas con sus servidores» (Mt 25, 19). De hecho, al primer viaje hacia el Padre seguirá otro, que Jesús realizará al final de los tiempos, cuando volverá en gloria y querrá encontrarnos de nuevo, para "ajustar las cuentas", ajustar las cuentas de la historia e introducirnos en la alegría de la vida eterna. Y entonces, debemos preguntarnos: ¿cómo nos encontrará el Señor cuando vuelva? ¿Cómo me presentaré yo a la cita que tengo con Él?
Este interrogante nos lleva al segundo momento: al viaje de nuestra vida. ¿Qué camino recorremos nosotros, en nuestra vida, el de Jesús que se hizo don o, por el contrario, el camino del egoísmo? ¿El camino de las manos abiertas hacia los demás, para dar y entregarnos, o el de las manos cerradas para tener más y asegurarnos sólo a nosotros mismos? La parábola nos dice que cada uno de nosotros, según las propias capacidades y posibilidades, ha recibido los "talentos". Cuidado, no nos dejemos engañar por el lenguaje común, aquí no se trata de capacidades personales, sino, como decíamos, de los bienes del Señor, de aquello que Cristo nos dejó al volver al Padre. Con esos bienes Él nos ha dado su Espíritu, en el cual fuimos hechos hijos de Dios y gracias al cual podemos gastar la vida dando testimonio del Evangelio y edificando el Reino de Dios. El gran "capital" que ha sido puesto en nuestras manos es el amor del Señor, fundamento de nuestra vida y fuerza de nuestro camino.
Y entonces debemos preguntarnos: ¿Qué hago con un don tan grande a lo largo del viaje de mi vida? La parábola nos dice que los primeros dos servidores multiplicaron el don recibido, mientras el tercero, más que fiarse de su señor, que se lo había entregado, le tuvo miedo y permaneció como paralizado, no arriesgó, no se involucró, y terminó por enterrar el talento. Y esto vale también para nosotros, podemos multiplicar lo que hemos recibido, haciendo de nuestra vida una ofrenda de amor para los demás, o podemos vivir bloqueados por una falsa imagen de Dios y, a causa del miedo, esconder bajo tierra el tesoro que hemos recibido, pensando sólo en nosotros mismos, sin apasionarnos más que por nuestras propias conveniencias e intereses, sin comprometernos. La pregunta es muy clara, puesto que los primeros dos servidores, al negociar con los talentos, arriesgan. Y por eso hago esta pregunta: ¿Me atrevo a arriesgar en mi vida? ¿Con la fuerza de mi fe, me arriesgo? Yo, como cristiana, como cristiano, ¿sé arriesgarme o me refugio en mí mismo por miedo o por cobardía?
Hermanos y hermanas, en esta Jornada Mundial de los Pobres la parábola de los talentos nos sirve de advertencia para verificar con qué espíritu estamos afrontando el viaje de la vida. Hemos recibido del Señor el don de su amor y estamos llamados a ser don para los demás. El amor con el que Jesús se ha ocupado de nosotros, el aceite de la misericordia y de la compasión con el que ha curado nuestras heridas, la llama del Espíritu con la que ha abierto nuestros corazones a la alegría y a la esperanza, son bienes que no podemos guardar sólo para nosotros mismos, administrarlos por nuestra cuenta o esconderlos bajo tierra. Colmados de dones, estamos llamados a hacernos don. Nosotros, que hemos recibidos tantos dones, estamos llamados a hacer de nosotros mismo un don para los demás. Las imágenes usadas por la parábola son muy elocuentes. Si no multiplicamos el amor alrededor nuestro, la vida se apaga en las tinieblas; si no ponemos a circular los talentos recibidos, la existencia acaba bajo tierra, es decir, es como si estuviésemos ya muertos (cf. vv. 25.30). Hermanos y hermanas, ¡cuántos cristianos enterrados! ¡Cuántos cristianos viven su fe como si ya estuvieran bajo tierra!
Pensemos entonces en tantas pobrezas materiales, en las pobrezas culturales, en las pobrezas espirituales de nuestro mundo; pensemos en las existencias heridas que habitan en nuestras ciudades, en los pobres que se han convertido en invisibles, cuyo grito de dolor es sofocado por la indiferencia general de una sociedad muy ocupada y distraída. Cuando pensemos en la pobreza, no debemos olvidar el pudor, porque la pobreza es pudorosa, se esconde. Debemos ir a buscarla, con valentía. Pensemos en cuántos están oprimidos, cansados, marginados, en las víctimas de las guerras y en aquellos que dejan su tierra arriesgando la vida, en aquellos que están sin pan, sin trabajo y sin esperanza. Hay tantas pobrezas cotidianas; no sólo una, dos o tres, sino multitud. Los pobres son una multitud. Y pensando en esta inmensa multitud de pobres, el mensaje del Evangelio es claro: ¡no enterremos los bienes del Señor! Hagamos que circule la caridad, compartamos nuestro pan, multipliquemos el amor. La pobreza es un escándalo; es un escándalo. Cuando el Señor vuelva nos pedirá cuenta y –como escribía san Ambrosio– nos dirá: «¿Por qué han tolerado que muchos pobres muriesen de hambre, cuando poseían oro con el cual procurar comida para darles? ¿Por qué tantos esclavos han sido vendidos y maltratados por los enemigos, sin que nadie se haya preocupado de rescatarlos?» (Los deberes de los ministros, PL 16, 148-149).
Recemos para que cada uno de nosotros, según el don recibido y la misión que le ha sido confiada, se comprometa a "hacer fructificar la caridad" -hacer fructificar la caridad- y a hacerse cercano a algún pobre. Recemos para que también nosotros, al terminar nuestro viaje, después de haber acogido a Cristo en estos hermanos y hermanas, con quienes Él mismo se ha identificado (cf. Mt 25, 40), podamos escuchar que nos dice: «Está bien, servidor bueno y fiel […] entra a participar del gozo de tu señor» (Mt 25, 21).