Al Señor Cardenal Giuseppe Versaldi
Gran Canciller de la Pontificia Universidad Católica del Perú
Querido hermano:
Me es grato saludarlo y a través suyo a cuantos conforman la Pontificia Universidad Católica del Perú, con motivo del primer centenario de esa Institución. Me uno a ustedes en acción de gracias al Señor por todos los beneficios recibidos de su infinita bondad durante estos años dedicados al servicio de la Iglesia y de la sociedad de ese querido País.
Esta grata efeméride, nos ofrece la posibilidad de reflexionar sobre la naturaleza y la finalidad de esa Universidad. En sus Estatutos se define como una «comunidad de maestros, alumnos y graduados dedicada a los fines esenciales de una institución universitaria católica» (Art. 1º). En esta formulación ya se encuentra sintetizado todo un proyecto, no sólo educativo sino también de vida.
Se trata ante todo de una comunidad, lo que supone reconocerse miembros de una misma familia, que comparten una historia común fundada en unos mismos principios que la originaron y que la mueven. La comunidad se forma y se consolida cuando se camina juntos y unidos, valorando el legado que han recibido y que deben custodiar, haciéndolo vida en el mundo presente y trasmitiéndolo a las nuevas generaciones. Es innegable que los fundadores de ese Centro educativo lanzaron una propuesta valiente al servicio de la sociedad peruana y de la Iglesia. Es una llamada a la apertura hacia otras culturas y realidades; si se encierra en sí mismo, contemplando sólo su saber y logros, estará abocado al fracaso. Sin embargo, conocer el pensamiento y las costumbres de otros nos enriquece, y nos estimula a su vez a profundizar en nosotros mismos para poder entablar un diálogo serio y fructuoso con el medio que nos rodea.
Asimismo, esa comunidad está formada por maestros, alumnos y graduados. Los roles son diferentes pero todos ellos necesitan del otro para ejercerlos auténticamente. El Maestro es uno, nuestro Señor (cf. Mt 23, 8; Jn 13, 13); y quien está llamado a enseñar tiene que hacerlo desde la imitación de Jesús, buen Maestro, que salía a sembrar cada día con su palabra, y era paciente con los que le seguían y humilde en el trato con ellos. Si contemplamos su ejemplo, caemos en la cuenta de que para enseñar se tiene antes que aprender, siendo discípulo. Este último es el que sigue el ejemplo de su maestro y está atento a sus enseñanzas para poder superarse y ser mejor. Esta tensión interior ayuda a reconocerse humildes y necesitados de la gracia divina para poder hacer fructificar los talentos recibidos. Enseñar y aprender es un proceso lento y minucioso, que necesita atención y un amor constante, pues se está colaborando con el Creador a dar forma a la obra de sus manos. A través de esta tarea «sagrada», se fomenta el conocimiento y la fructificación de la perfección y bondad que hay en toda criatura querida por Dios y que es un reflejo de la sabiduría y bondad infinita de Dios (cf. Laudato si’, 69). En este cometido, todos –profesores, alumnos y egresados– son necesarios. Cada uno aporta la competencia de su saber y lo específico de su vocación y vida, para que ese centro de estudios brille no sólo en su excelencia académica, sino también como escuela de humanidad.
Por último, esa comunidad tiene el desafío de buscar y anhelar los fines esenciales de una institución universitaria católica; es decir, ser evangelizados para evangelizar. Todo cristiano ha sido conquistado por el Señor y de ese encuentro se transforma en testigo. El aprendizaje de conocimientos no basta, se requiere llevarlos a la vida, siendo fermento en medio de la masa. Somos discípulos misioneros y estamos llamados a convertirnos en el mundo en un evangelio viviente. A través del ejemplo de nuestra vida y de nuestras buenas obras estaremos testimoniando a Cristo, para que el corazón del hombre pueda cambiar y transformarse en una criatura nueva. Esa Institución, con todos sus miembros, tiene que afrontar el reto de salir al encuentro del hombre y mujer de hoy, llevando una palabra auténtica y segura. Para lograr este fin se debe buscar ardientemente y con rigor la verdad, así como su adecuada transmisión, colaborando de ese modo a la promoción de la persona humana y a la construcción de la sociedad (cf. Juan Pablo II, Const. Ap. Ex corde Ecclesiae, 2). Esa Universidad, que en conformidad con su origen, historia y misión, tiene un vínculo especial con el Sucesor de Pedro y, en comunión con él con la Iglesia Universal, habrá logrado sus objetivos si puede llevar al tejido social esas dosis de profesionalidad y humanidad, que son propias del cristiano que ha sabido buscar con pasión esa síntesis entre la fe y la razón.
Encomiendo a Nuestra Madre la Virgen María, Trono de la Sabiduría, los proyectos y desafíos que tiene esa Pontificia Universidad Católica del Perú, como también ruego al Señor por cuantos forman esa Comunidad educativa, sus familias y sus seres queridos; les pido que no se olviden de rezar por mí, y les imparto la Bendición Apostólica.
Vaticano, 19 de marzo de 2017.
Francisco