44. CASA DE ORO
I. Dichosa eres, Virgen María, morada consagrada del Altísimo... 1.
En las letanías lauretanas llamamos a María Domus aurea, Casa de oro, recinto de muchísimo esplendor. Cuando una familia habita una casa y la convierte en un hogar, éste refleja las peculiaridades, aficiones y preferencias de sus habitantes. La casa y quienes la habitan constituyen una cierta unidad, como el cuerpo y el vestido, como el conocimiento y la acción. En el Antiguo Testamento, el Tabernáculo primero, y más tarde el Templo, era la Casa de Dios, donde tenía lugar el encuentro de Yahvé con su Pueblo. Cuando Salomón decidió construir el Templo, los Profetas especificaron los materiales nobles que se habían de emplear, la abundancia de madera de cedro en el interior, revestida de oro... Lo mejor que tenían a su alcance había de emplearse en su construcción, y los mejores artífices serían los que trabajarían en él.
Cuando llegó la plenitud de los tiempos y Dios decretó su venida al mundo, preparó a María como la criatura adecuada donde Él iba a habitar durante nueve meses, desde su Encarnación hasta el Nacimiento en Belén. En Ella, Dios dejó la huella de su poder y de su amor. María, Domus aurea, el nuevo Templo de Dios, fue revestida de una hermosura tan grande que otra mayor no fue posible. Su Concepción Inmaculada y todas las gracias y dones con que Dios enriqueció su alma estaban dirigidos en orden a su Maternidad divina 2.
Se comprende bien que el Arcángel Gabriel, al saludar a María, se mostrara lleno de respeto y de veneración, pues comprendió la inmensa excelencia de la Virgen y su intimidad con Dios. La gracia inicial de María, que la disponía para su Maternidad divina, fue superior a la de todos los Apóstoles, mártires, confesores y vírgenes juntos, los que han vivido y los que vivirán hasta el fin de los tiempos, más que todas las almas santas y que todos los ángeles creados desde el origen del mundo 3. Dios preparó una criatura humana de acuerdo a la dignidad de su Hijo.
Cuando decimos que María tiene una dignidad "casi infinita" se quiere indicar que es la criatura más cercana a la Santísima Trinidad y que gozó de un honor y majestad altísimos, del todo singulares. Es la Hija primogénita del Padre, la predilecta, como ha sido llamada tantas veces en la tradición de la Iglesia y ha repetido el Concilio Vaticano II 4. Con Jesucristo, Hijo de Dios, Nuestra Señora mantiene la estrecha vinculación de la consanguinidad, que le hace tener con Él unas relaciones absolutamente propias. Del Espíritu Santo es María Templo y Sagrario 5. ¡Qué alegría poder contemplar siempre, pero de modo particular en estos días de la Novena a la Inmaculada, que tenemos una Madre tan cercana a Dios, tan pura y bella, tan próxima a nosotros! "-¡Cómo gusta a los hombres que les recuerden su parentesco con personajes de la literatura, de la política, de la milicia, de la Iglesia!...
"-Canta ante la Virgen Inmaculada, recordándole:
"Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú, sólo Dios!" 6.
II. El alma de María fue singularmente enriquecida por los dones del Espíritu Santo, que son como las joyas más preciadas que Dios puede comunicar a la criatura. Con ellos, en grado sumo, Dios embelleció la morada de su Hijo.
Por el don de entendimiento, que tuvo en mayor grado que cualquier otra criatura, María conoció, con una fe pura radicada en la autoridad de Dios, que su virginidad le era sumamente grata. Su mirada profundizó con la máxima hondura en el sentido oculto de las Escrituras, y comprendió enseguida que el saludo del ángel era estrictamente mesiánico y que la Trinidad Beatísima la había designado como Madre del Mesías tanto tiempo esperado. Luego tendrá sucesivas iluminaciones que confirmarán el cumplimiento de las promesas divinas de salvación y comprenderá que "deberá vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre, y que su maternidad será oscura y dolorosa" 7.
Este don de entendimiento está íntimamente unido a la pureza de alma. Por eso se relaciona con la bienaventuranza de los limpios de corazón, que verán a Dios 8. El alma de María, la Purísima, estuvo especialmente iluminada para encontrar el querer de Dios en todos los sucesos. Nadie conoce mejor que Ella lo que Dios espera de cada hombre; por eso es nuestra mejor aliada en las peticiones a Dios en medio de nuestras necesidades.
El don de ciencia amplió aún más la mirada de la fe de María. Por medio de él, la Virgen contemplaba en las realidades cotidianas las huellas de Dios en el mundo como caminos para ir al Creador, juzgaba con rectitud la relación que tenían todas las cosas y acontecimientos con respecto a la salvación. A María, influenciada por este don, todo le hablaba de Dios, todo la llevaba a Dios 9. También entendió mejor que nadie la tremenda realidad del pecado; por eso sufrió como ninguna otra criatura por los pecados de los hombres. Intimamente asociada al dolor de su Hijo, padeció con Él "cuando moría en la Cruz, cooperando en forma del todo singular en la restauración de la vida sobrenatural de las almas" 10.
El don de sabiduría perfeccionó en la Virgen la virtud de la caridad, y la llevó a tener un conocimiento gustoso y experimental de lo divino y a mirar y gozar en su intimidad los misterios que hacían referencia especialmente al Mesías, su Hijo. Era la suya una sabiduría amorosa, infinitamente superior a la que se puede obtener en los tratados más profundos de la Teología. Veía, contemplaba, amaba, lo ordenaba todo de acuerdo con esa experiencia divina; juzgaba con la luz poderosa y amorosa que llenaba su corazón. Siempre estuvo colmada de esta luz sobrenatural y de este amor. Si se lo pedimos con insistencia en estos días, Ella nos lo conseguirá, pues "entre los dones del Espíritu Santo, diría que hay uno del que tenemos especial necesidad todos los cristianos: el don de sabiduría que, al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida" 11.
III. El don de consejo perfeccionó la virtud de la prudencia en la Virgen y la llevó a descubrir con prontitud la Voluntad de Dios en las situaciones ordinarias de la vida. Por influencia de este don, la Virgen actuó siempre con facilidad y como al dictado de Dios 12. Nuestra Señora se dejó llevar con docilidad en las grandes cosas que Dios le pidió y en los detalles menudos de cada día.
En el Evangelio vemos cómo nuestra Madre Santa María se movió continuamente por esta luz del Espíritu Santo. Aunque vivió la mayor parte de su existencia terrena en el retiro de Nazareth, cuando su presencia es necesaria junto a su prima Santa Isabel, va con prisa 13 para estar a su lado. Ocupa en el Evangelio un lugar discreto, pero está con los discípulos cuando éstos la necesitan después de la Muerte de Jesús, y luego espera con ellos la venida del Espíritu Santo. María está al pie de la Cruz, pero no va al sepulcro con las otras santas mujeres: en la intimidad de su alma sabe que no encontrarán allí el Cuerpo amadísimo de su Hijo, porque ya ha resucitado. Nuestra Señora vivió entregada a los pequeños menesteres de una madre que cuida de la familia, y se da cuenta antes que nadie de la falta de vino en las bodas de Caná: su vida contemplativa le hace estar pendiente de lo pequeño que ocurre a su alrededor. Ella es la Madre del Buen Consejo -Mater boni consilii-, que nos ayudará, en las mil pequeñas incidencias del día, a descubrir y secundar el querer de Dios.
El don de piedad dio a la Virgen una especie de instinto filial que afectaba profundamente todas sus relaciones con Jesús: en la oración, a la hora de pedir, en la manera como se enfrentaba a los diversos acontecimientos, no siempre agradables...
María se sintió siempre Hija de Dios, y este sentimiento profundo fue creciendo en Ella continuamente, hasta el fin de su vida mortal. Pero, a la vez, se sentía Madre de Dios y Madre de los hombres. Filiación y Maternidad estaban hondamente empapadas por la piedad. Ella nos querrá siempre, porque somos sus hijos. Y la madre está más cerca del hijo enfermo, del que más la necesita.
La gracia divina se derramó sobre Nuestra Señora de modo abundantísimo, y encontró una cooperación y docilidad excepcional y sólo propia de Ella, viviendo con heroísmo la fidelidad a los pequeños deberes de todos los días y en las pruebas grandes. Dios dispuso para Ella una vida sencilla, como las demás mujeres de su tierra y de su época; también pasó por las mayores amarguras que haya podido sufrir una criatura, excepto su Hijo, que fue el Varón de dolores anunciado por el Profeta Isaías 14. Por el don de fortaleza, que recibió en grado máximo, pudo llevar con paciencia las contradicciones diarias, los cambios de planes... Hizo frente a las dificultades calladamente, pero con entereza y valentía. Por esta fortaleza estuvo de pie ante la Cruz 15. La piedad cristiana, venerando esta actitud de dolor y de fortaleza, la invoca como Reina de los mártires, Consoladora de los afligidos...
Finalmente, el Espíritu Santo la adornó con el santo temor de Dios, que en María fue sólo una reverencia filial de altísima intimidad con el Señor, que la llevó de continuo a una profunda actitud de adoración ante la infinitud de Dios, de quien lo había recibido todo. Por eso se llama a sí misma la Esclava del Señor. Y, a la vez, Ella sabía muy bien que era la Madre de Jesús, la Madre de Dios, y también nuestra Madre.
(1) Cfr. MISAS DE LA VIRGEN MARIA, La Virgen, templo del Señor. Antífona de comunión.
(2) Cfr. santo TOMAS, Suma Teológica, 3, q. 27, a. 5, ad 2.
(3) Cfr. R. GARRIGOU - LAGRANGE, La Madre del Salvador, p. 411 ss.
(4) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 53.
(5) Cfr. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 9.
(6) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 496.
(7) JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris Mater, cit., 16.
(8) Mt 5, 8.
(9) Cfr. J. POLO, María y la Santísima Trinidad, folleto MC nº 460, Madrid 1987, p. 29.
(10) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 61.
(11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 133.
(12) Cfr. J. POLO, o. c., p. 39.
(13) Lc 1, 39.
(14) Is 53, 3.
(15) Cfr. Jn 19, 25.