1. Conforme a lo que había anunciado, emprendemos hoy el análisis de la virtud de la continencia.
La «continencia», que forma parte de la virtud más general de la templanza, consiste en la capacidad de dominar, controlar y orientar los impulsos de carácter sexual (concupiscencia de la carne) y sus consecuencias, en la subjetividad psicosomática del hombre. Esta capacidad, en cuanto a disposición constante de la voluntad, merece ser llamada virtud. Sabemos por los análisis precedentes que la concupiscencia de la carne, y el relativo «deseo» de carácter sexual que suscita, se manifiesta con un específico impulso de la esfera de la reactivación somática y, además, con una excitación psicoemotiva del impulso sexual.
El sujeto personal, para llegar a adueñarse de tal impulso y excitación, debe esforzarse con una; progresiva educación en el autocontrol de la voluntad, de los sentimientos, de las emociones, que tiene que desarrollarse a partir los gestos más sencillos, en los cuales resulta relativamente fácil llevar a cabo la decisión interior. Esto supone, como es obvio, la percepción clara de los valores expresados en la norma y en la consiguiente maduración de sólidas convicciones que, si van acompañadas por la perspectiva disposiciónde la voluntad, dan origen a la correspondiente virtud. Esta es precisamente la virtud de la continencia (dominio de sí), que se manifiesta como condición fundamental tanto para que el lenguaje recíproco del cuerpo permanezca en la verdad, como para que los esposos «estén sujetos los unos a los otros en el temor de Cristo», según palabras bíblicas (Ef 5, 21). Esta «sumisión recíproca» significa la solicitud común por la verdad del «lenguaje del cuerpo»; en cambio, la sumisión «en el temor de Cristo» indica el don del temor de Dios (don del Espíritu Santo) que acompaña a la virtud de la continencia.
2. Esto es muy importante para una comprensión adecuada de la virtud de la continencia y, en particular, de la llamada «continencia periódica», de la que trata la Encíclica «Humanæ vitæ». La convicción de que la virtud de la continencia «se opone» a la concupiscencia de la carne es justa, pero no es completa del todo. No es completa, especialmente si tenemos en cuenta el hecho de que esta virtud no aparece y no actúa de forma abstracta y, por lo tanto, aisladamente, sino siempre en conexión con las otras (nexus virtum), en conexión, pues, con la prudencia, justicia, fortaleza y sobre todo con la caridad. A la luz de estas consideraciones, es fácil entender que la continencia no se limita a oponer resistencia a la concupiscencia de la carne, sino que mediante esta resistencia, se abre igualmente a los valores más profundos y más maduros, que son inherentes al significado nupcial del cuerpo en su feminidad y masculinidad así como la auténtica libertad del don en la relación recíproca de las personas. La concupiscencia misma de la carne, en cuanto busca ante todo el goce carnal y sensual, vuelve al hombre, en cierto sentido, ciego e insensible a los valores más profundos que nacen del amor y que al mismo tiempo constituyen el amor en la verdad interior que le es propia.
3. De este modo se manifiesta también el carácter esencial de la castidad conyugal en su vínculo orgánico con la «fuerza» del amor que es derramado en los corazones de los esposos juntamente con la «consagración» del sacramento del matrimonio. Además, se hace evidente que la invitación dirigida a los cónyuges a fin de que estén «sometidos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21), parece abrir el espacio interior en que ambos se hacen cada vez más sensibles a los valores más profundos y más maduros, que están en conexión con el significado nupcial del cuerpo y con la verdadera libertad del don.
Si la castidad conyugal (y la castidad en general) se manifiesta, en primer lugar, como capacidad de resistir a la concupiscencia de la carne, luego gradualmente se revela como capacidad singular de percibir, amar y realizar esos significados del «lenguaje del cuerpo», que permanecen totalmente desconocidos para la concupiscencia misma y que progresivamente enriquecen el diálogo nupcial de los cónyuges, purificándolo y, a la vez, simplificándolo.
Por esto, la ascesis de la continencia, de la que habla la Encíclica (Humanæ vitæ, 21) no comporta el empobrecimiento de las «manifestaciones afectivas», sin que más bien las hace más intensas espiritualmente, y, por lo mismo, comporta su enriquecimiento.
4. Al analizar de este modo la continencia, en la dinámica propia de esta virtud (antropológica, ética y teológica), nos damos cuenta de que desaparece la aparente «contradicción» que se objeta frecuentemente a la Encíclica «Humanæ vitæ» y a la doctrina de la Iglesia sobre la moral conyugal. Es decir, existiría «contradicción» (según los que plantean tal objeción) entre los dos significados del acto conyugal, el significado unitivo y el procreador (cf. Humanæ vitæ), de tal modo que si no fuera lícito disociarlos, los cónyuges se verían privados del derecho a la unión conyugal, cuando no pudieran responsablemente permitirse procrear.
La Encíclica «Humanæ vitæ» da respuesta a esta aparente «contradicción», si se la estudia profundamente. El Papa Pablo VI, en efecto, confirma que no existe tal «contradicción», sino sólo una «dificultad» vinculada a toda la situación interior del «hombre de la concupiscencia». En cambio, precisamente por razón de esta«dificultad», se asigna al compromiso interior y ascético de los esposos el verdadero orden de la convivenciaconyugal, mirando al cual son «corroborados y como consagrados» (Humanæ vitæ, 25) por el sacramento del matrimonio.
El orden de la convivencia conyugal significa, además, la armonía subjetiva entre la paternidad (responsable) y la comunión personal, armonía creada por la castidad conyugal. De hecho, con ella maduran los frutos interiores de la continencia. Por medio de esta maduración interior el mismo acto conyugal adquiere la importancia y dignidad que le son propias en su significado potencialmente procreador; simultáneamente adquieren un adecuado significado todas las «manifestaciones afectivas» (Humanæ vitæ, 21), que sirven para expresar la comunión personal de los esposos proporcionalmente con la riqueza subjetiva de la feminidad y masculinidad.
6. Conforme a la experiencia y a la tradición, la Encíclica pone de relieve que el acto conyugal es también una «manifestación de afecto» (Humanæ vitæ, 16), pero una «manifestación de afecto» especial, porque, al mismo tiempo tiene un significado potencialmente procreador. En consecuencia, está orientado a expresar la unión personal, pero no sólo esa. La Encíclica, a la vez, aunque de modo indirecto, indica múltiples «manifestaciones de afecto», eficaces exclusivamente para expresar la unión personal de los cónyuges. La finalidad de la castidad conyugal, y, más precisamente aún, la de la continencia, no está sólo en proteger la importancia y la dignidad del acto conyugal en relación con su significado potencialmente procreador, sino también en tutelar la importancia y la dignidad propias del acto conyugal en cuanto que es expresivo de la unión interpersonal, descubriendo en la conciencia y en la experiencia de los esposos todas las otras posibles «manifestaciones de afecto», que expresan su profunda comunión.
Efectivamente, se trata de no causar daño a la comunión de los cónyuges en el caso en que, por justas razones, deban abstenerse del acto conyugal. Y, todavía más, de que esta comunión, construida continuamente, día tras día, mediante conformes «manifestaciones afectivas», constituya, por decirlo así, un amplio terreno, en el que, con las condiciones oportunas, madura la decisión de un acto conyugal moralmente recto.