Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 1 de marzo de 2000

Peregrinación a Egipto

1. Con gran alegría, la semana pasada, he podido dirigirme en peregrinación a Egipto, siguiendo las huellas de Moisés. El momento culminante de esta experiencia extraordinaria fue la visita al monte Sinaí, el monte santo: es santo porque en él Dios se reveló a su siervo Moisés y le manifestó su nombre; es santo, además, porque Dios en él dio a su pueblo su ley, los diez mandamientos; y es santo, finalmente, porque los creyentes, con su constante presencia, han convertido el monte Sinaí en un lugar de oración.

Doy gracias a Dios por haberme concedido la posibilidad de ir a orar al lugar en donde introdujo a Moisés en un conocimiento más claro de su misterio, hablándole desde la zarza ardiente, y le ofreció a él y al pueblo elegido la ley de la Alianza, ley de vida y de libertad para todo hombre. Dios mismo se hizo fundamento y garante de esta alianza.

2. Como dije el sábado pasado, los diez mandamientos abren ante nosotros el único futuro auténticamente humano y eso porque no son una arbitraria imposición de un Dios tiránico. Yahveh los escribió en la piedra, pero sobre todo los grabó en todo corazón humano como ley moral universal válida y actual en todo lugar y en todo tiempo. Esta ley impide que el egoísmo y el odio, la mentira y el desprecio destruyan a la persona humana. Los diez mandamientos, con su constante invitación a la Alianza divina, ponen de manifiesto que el Señor es nuestro único Dios y que toda otra divinidad es falsa y acaba por reducir a esclavitud al ser humano, llevándolo a degradar su propia dignidad humana.

"Escucha, Israel: (...) Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estos mandamientos que yo te dicto hoy. Incúlcaselos a tus hijos" (Dt 6, 4-7). Estas palabras, que el judío piadoso repite cada día, resuenan también en el corazón de todo cristiano: "Escucha: queden en tu corazón estos mandamientos". No podemos ser fieles a Dios si no observamos su ley. Ser fieles a Dios, por lo demás, es también ser fieles a nosotros mismos, a nuestra auténtica naturaleza y a nuestras más profundas e insuprimibles aspiraciones.

3. Expreso mi gratitud al arzobispo Damianos, egúmeno del monasterio de Santa Catalina, y a sus monjes por la gran cordialidad con que me acogieron. El arzobispo, que me estaba esperando a la entrada del monasterio, me explicó las valiosas "reliquias bíblicas" que se conservan allí: el pozo de Jetró y sobre todo las raíces de la "zarza ardiente", junto a las cuales me arrodillé meditando en las palabras con que Dios reveló a Moisés el misterio de su ser: "Yo soy el que soy". Asimismo, pude admirar las estupendas obras de arte, que han florecido en el decurso de los siglos como fruto de la contemplación y la oración de los monjes.

Antes de la celebración de la Palabra, el arzobispo Damianos recordó que, precisamente por encima de nosotros, se erguía el monte Horeb, con la cima del Sinaí, el monte del Decálogo, el lugar en donde, "en medio del fuego y la oscuridad", Dios habló a Moisés. Desde hace siglos en ese marco una comunidad de monjes persigue el ideal de la perfección cristiana en "un constante dominio de la naturaleza y en un incansable control de los sentidos", utilizando los medios tradicionales del diálogo espiritual y de la práctica ascética. Al final del encuentro, el arzobispo, con algunos de sus monjes, me acompañó amablemente hasta el aeropuerto.

4. Aprovecho con gusto esta ocasión para expresar nuevamente mi gratitud al presidente Mubarak, a las autoridades egipcias y a todos los que contribuyeron a la realización del viaje. Egipto es la cuna de una antiquísima civilización. A ese país llegó la fe cristiana desde los tiempos apostólicos, especialmente con san Marcos, discípulo de san Pedro y san Pablo y fundador de la Iglesia de Alejandría.

Durante esta peregrinación mantuve coloquios con Su Santidad el patriarca Shenuda III, jefe de la Iglesia copta ortodoxa, y con Mohamed Sayed Tantawi, gran jeque de Al-Azhar y jefe religioso de la comunidad musulmana. Les expreso mi agradecimiento, que se extiende también a Su Beatitud Stéphanos II Ghattas, patriarca de los coptos católicos, y a los demás arzobispos y obispos presentes.

Renuevo mi saludo a la pequeña pero fervorosa comunidad católica, con la que me reuní en la solemne celebración de la santa misa en El Cairo, en la que participaron todas las Iglesias católicas presentes en Egipto: la copta, la latina, la maronita, la griega, la armenia, la siriaca y la caldea. En torno a la mesa del Señor celebramos nuestra fe común y encomendamos a Dios el impulso de vida y de apostolado de nuestros hermanos y hermanas egipcios, que con tanto sacrificio y generosidad dan testimonio de su fiel adhesión al Evangelio en ese país, en el que la Sagrada Familia encontró asilo hace dos mil años.

Conservo un grato recuerdo del significativo encuentro con representantes y fieles de las Iglesias y comunidades eclesiales no católicas presentes en Egipto. Quiera Dios que los progresos ecuménicos, que con la gracia del Espíritu Santo se han realizado durante el siglo XX, se sigan desarrollando, a fin de que nos acerquen cada vez más a la meta de la unidad plena, por la que el Señor Jesús oró ardientemente.

5. El monte Sinaí me recuerda hoy otro monte, al que, Dios mediante, tendré la alegría de dirigirme a fines de este mes: el monte de las Bienaventuranzas, en Galilea. En el sermón de la montaña Jesús dijo que no había venido a abolir la ley antigua, sino a perfeccionarla (cf. Mt 5, 17). De hecho, desde que el Verbo de Dios se encarnó y murió en la cruz por nosotros, los diez mandamientos se escuchan por doquier con su voz. Él los arraiga mediante la vida nueva de la gracia en el corazón de quien cree en él. Por eso, el discípulo de Jesús no se siente oprimido por una multitud de prescripciones, sino que, impulsado por la fuerza del amor, percibe los mandamientos de Dios como una ley de libertad: libertad para amar gracias a la acción interior del Espíritu.

Las Bienaventuranzas constituyen la coronación evangélica de la ley del Sinaí. La Alianza que entonces selló con el pueblo judío encuentra su perfeccionamiento en la Alianza nueva y eterna sellada con la sangre de Cristo. Cristo es la nueva ley, y en él se ofrece la salvación a todas las gentes. A Cristo Jesús encomiendo la próxima etapa de mi peregrinación jubilar, que será Tierra Santa. Pido a todos que me acompañen con su oración en la preparación, sobre todo espiritual, de este importante acontecimiento.

(L'Osservatore Romano - 3 de marzo de 2000)