Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 29 de marzo de 2000
1. Después de la conmemoración de Abraham y la breve pero intensa visita a Egipto y al monte Sinaí, mi peregrinación jubilar a los santos lugares me llevó a la tierra que vio el nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo, así como los primeros pasos de la Iglesia. Son indescriptibles la alegría y la gratitud que llevo en mi alma por este don del Señor, que tanto anhelaba. Después de haber estado en Tierra Santa durante el concilio Vaticano II, tuve ahora la gracia de volver a ella, juntamente con algunos de mis colaboradores, precisamente en el año del gran jubileo, bimilenario del nacimiento del Salvador. Fue como volver a los orígenes, a las raíces de la fe y de la Iglesia.
Expreso mi agradecimiento al patriarca latino y a los obispos de las diversas Iglesias orientales católicas presentes en Tierra Santa, así como a los franciscanos de la Custodia, por la cordial acogida y el gran esfuerzo realizado. Doy las gracias sinceramente a las autoridades jordanas, israelíes y palestinas, que me acogieron y favorecieron mi itinerario religioso. He apreciado el esfuerzo que han realizado para que tuviera éxito mi viaje y les he renovado la seguridad de la solicitud de la Santa Sede en favor de una paz justa entre todos los pueblos de la región. Agradezco a las poblaciones de esas tierras la gran cordialidad que me dispensaron.
2. La primera etapa, el monte Nebo, era una especie de continuación de la del Sinaí: desde la cima de ese monte Moisés contempló la Tierra prometida, después de cumplir la misión que le había encomendado Dios y antes de entregarle su alma. Comencé mi itinerario, en cierto sentido, precisamente a partir de esa mirada de Moisés, sintiendo su íntima sugestión, que atraviesa los siglos y los milenios.
Esa mirada se dirigía hacia el valle del Jordán y el desierto de Judea, donde, en la plenitud de los tiempos, resonaría la voz de Juan Bautista, enviado por Dios, como nuevo Elías, a preparar el camino al Mesías. Jesús quiso ser bautizado por él, revelando que era el Cordero de Dios que tomaba sobre sí el pecado del mundo. La figura de Juan Bautista me introdujo en las huellas de Cristo. Con alegría celebré una misa solemne en el estadio de Ammán para la comunidad cristiana que allí reside, que encontré llena de fervor religioso y muy bien insertada en el marco social del país.
3. Desde Ammán me dirigí a Jerusalén, y me alojé en la delegación apostólica. Desde allí, la primera meta fue Belén, ciudad donde, hace tres mil años, nació el rey David y donde, mil años después, según las Escrituras, nació el Mesías. En este año 2000, Belén ocupa el centro de la atención del mundo cristiano, pues allí surgió la Luz de las gentes, Cristo nuestro Señor, y desde allí partió el anuncio de paz para todos los hombres, que Dios ama.
Juntamente con mis colaboradores, los Ordinarios católicos, algunos cardenales y otros muchos obispos, celebré la santa misa en la plaza central de la ciudad, que confina con la gruta donde María dio a luz a Jesús y lo recostó en un pesebre. Se renovó, en el misterio, la alegría de la Navidad, la alegría del gran jubileo. Tenía la impresión de estar escuchando de nuevo el oráculo de Isaías: "Nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo" (Is 9, 5), así como el mensaje de los ángeles: "Os anuncio una gran alegría, que será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador, el Cristo Señor" (Lc 2, 10-11).
Por la tarde, con emoción me arrodillé en la gruta de la Natividad, donde sentí espiritualmente presente a toda la Iglesia, a todos los pobres del mundo, en medio de los cuales Dios quiso plantar su tienda. Un Dios que, para que volviéramos a su casa, se convirtió en desterrado y prófugo. Este pensamiento me acompañó mientras, antes de partir de los territorios autónomos palestinos, visité, en Belén, uno de los diversos campos, donde desde hace mucho tiempo viven más de tres millones de refugiados palestinos. Ojalá que el compromiso de todos lleve finalmente a la solución de este doloroso problema.
4. El recuerdo de Jerusalén es indeleble en mi alma. Es grande el misterio de esta ciudad, en la que la plenitud de los tiempos, por decirlo así, se hizo "plenitud del espacio". En efecto, en Jerusalén tuvo lugar el acontecimiento central y culminante de la historia de la salvación: el misterio pascual de Cristo. Allí se reveló y realizó la finalidad por la que el Verbo se hizo carne: en su muerte de cruz y en su resurrección "todo se cumplió" (cf. Jn 19, 30). En el Calvario la Encarnación se manifestó como Redención, de acuerdo con el plan eterno de Dios.
Las piedras de Jerusalén son testigos mudos y elocuentes de este misterio, comenzando por el Cenáculo, donde celebramos la santa eucaristía en el lugar mismo en el que Jesús la instituyó. Donde nació el sacerdocio cristiano recordé a todos los sacerdotes y firmé mi carta dirigida a ellos para el próximo Jueves santo.
Testimonian el misterio los olivos y la roca de Getsemaní, donde Cristo, embargado por una angustia mortal, oró al Padre antes de su pasión. De modo particular, testimonian aquellas horas dramáticas el Calvario y la tumba vacía, el santo Sepulcro. Precisamente allí, el domingo pasado, día del Señor, renové el anuncio de la salvación que atraviesa los siglos y los milenios: ¡Cristo resucitó! Fue el momento en que mi peregrinación alcanzó su cima. Por eso, sentí la necesidad de ir por la tarde a orar de nuevo al Calvario, donde Cristo derramó su sangre por la humanidad.
5. En Jerusalén, ciudad santa para judíos, cristianos y musulmanes, me encontré con los dos rabinos jefes de Israel y con el gran muftí de Jerusalén. Después me reuní con representantes de las otras dos religiones monoteístas, la judía y la musulmana. Aunque sea en medio de grandes dificultades, Jerusalén está llamada a convertirse en símbolo de la paz entre cuantos creen en el Dios de Abraham y se someten a su ley. Ojalá que los hombres apresuren el cumplimiento de este designio.
En Yad Vashem, memorial de la Shoah, rendí homenaje a los millones de judíos víctimas del nazismo. Una vez más expresé profundo dolor por esa terrible tragedia y reafirmé que "nosotros queremos recordar" para comprometernos juntos -los judíos, los cristianos y todos los hombres de buena voluntad- a vencer el mal con el bien, para caminar por la senda de la paz.
Numerosas Iglesias viven hoy su fe en Tierra Santa, herederas de antiguas tradiciones. Esta diversidad es una gran riqueza, con tal de que vaya acompañada de espíritu de comunión en la plena adhesión a la fe de los padres. El encuentro ecuménico, que tuvo lugar en el patriarcado greco-ortodoxo de Jerusalén con intensa participación por parte de todos, marcó un paso importante en el camino hacia la unidad plena entre los cristianos. Para mí fue motivo de gran alegría poderme encontrar con Su Beatitud Diodoros, patriarca greco-ortodoxo de Jerusalén, y con Su Beatitud Torkom Manoogian, patriarca armenio de Jerusalén. Invito a todos a orar para que el proceso de entendimiento y colaboración entre los cristianos de las diversas Iglesias se consolide y desarrolle.
6. Una gracia singular de esta peregrinación fue celebrar la misa en el monte de las Bienaventuranzas, junto al lago de Galilea, con numerosísimos jóvenes procedentes de Tierra Santa y del mundo entero. ¡Un momento rico en esperanza! Al proclamar y entregar a los jóvenes los mandamientos de Dios y las bienaventuranzas, vi en ellos el futuro de la Iglesia y del mundo.
También en la orilla del lago, visité con gran emoción Tabga, donde Cristo multiplicó los panes, el "lugar del primado", donde encomendó a Pedro la guía pastoral de la Iglesia y, por último, en Cafarnaúm, los restos de la casa de Pedro y de la sinagoga, en la que Jesús se reveló como el Pan bajado del cielo para dar la vida al mundo (cf. Jn 6, 26-58).
¡Galilea! Patria de María y de los primeros discípulos; patria de la Iglesia misionera entre los gentiles. Pienso que Pedro siempre la llevó en su corazón; así la lleva también su Sucesor.
7. En la fiesta litúrgica de la Anunciación, como remontándome a las fuentes del misterio de la fe, fuimos a arrodillarnos en la gruta de la Anunciación en Nazaret, donde, en el seno de María, "el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14). Allí, como reflejo del "sí" de la Virgen, es posible escuchar, en silencio impregnado de adoración, el "sí" lleno de amor de Dios al hombre, el amén del Hijo eterno, que abre a cada hombre el camino de la salvación. Allí, en la entrega recíproca de Cristo y de María, se encuentran los quicios de toda "puerta santa". Allí, donde Dios se hizo hombre, el hombre recupera su dignidad y su altísima vocación.
Doy las gracias a todos los que en las diversas diócesis, en las casas religiosas y en las comunidades contemplativas han seguido espiritualmente los pasos de mi peregrinación y les aseguro que en los lugares visitados oré por toda la Iglesia. Mientras expreso una vez más al Señor mi gratitud por esta inolvidable experiencia, le pido con humilde confianza que saque de ella abundantes frutos para el bien de la Iglesia y de la humanidad.
(L'Osservatore Romano - 31 de marzo de 2000)