Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del Miércoles 29 de mayo de 2002
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Me alegra comentar hoy con vosotros el viaje apostólico que he realizado a Azerbaiyán y Bulgaria y que ha dejado en mi corazón un eco muy profundo. Ante todo, doy gracias al Señor, que me ha concedido la gracia de llevarlo a cabo. Expreso mi agradecimiento también a todos aquellos que lo han hecho posible: a los jefes de Estado y a los respectivos Gobiernos, a las autoridades civiles y militares, así como a todos los que han colaborado en su preparación y desarrollo. Igualmente, manifiesto mi gratitud en especial a los pastores de la Iglesia católica en los dos países, y la extiendo de corazón a los de las Iglesias ortodoxas, así como a los líderes de las comunidades musulmanes y judías.
Las grandes tradiciones religiosas forman parte integrante del rico patrimonio histórico y cultural del pueblo azerí. Por eso, ha sido muy elocuente encontrarme, en Bakú, capital del país, con los representantes de la política, la cultura y el arte, así como con los de las religiones.
Además, la comunidad católica de Azerbaiyán es una de las menos numerosas que he visitado. Ese "pequeño rebaño" es heredero de una tradición espiritual antiquísima, que comparte pacíficamente con los hermanos ortodoxos, en medio de una población mayoritariamente musulmana.
2. Por eso, remontándome idealmente al encuentro de Asís, renové desde aquella tierra, verdadera puerta entre Oriente y Occidente, mi llamamiento en favor de la paz, insistiendo en que las religiones deben oponerse netamente a cualquier forma de violencia.
Sobre todo durante la santa misa en Bakú percibí claramente que también en Azerbaiyán late el corazón de la Iglesia una, santa, católica y apostólica.
3. Mi visita a Sofía coincidió con la fiesta de los santos Cirilo y Metodio, evangelizadores de los pueblos eslavos, "Slavorum Apostoli". Desde el inicio de la evangelización, un sólido puente une la Sede de Pedro al pueblo búlgaro. Y este vínculo se consolidó en el siglo pasado, gracias al valioso servicio que prestó el delegado apostólico de entonces mons. Angelo Roncalli, el beato Juan XXIII.
Mi visita, la primera de un Obispo de Roma, tenía también como finalidad fortalecer los vínculos de comunión con la Iglesia ortodoxa de Bulgaria, encabezada por el patriarca Maxim, con el que tuve la alegría de reunirme después de la visita a la catedral patriarcal.
4. En Sofía me encontré con los representantes de la cultura, la ciencia y el arte, conmemorando a los santos Cirilo y Metodio, que supieron conjugar admirablemente la fe y la cultura, contribuyendo de modo decisivo a poner los cimientos espirituales de Europa.
Un ejemplo insigne de esta síntesis entre espiritualidad, arte e historia es el monasterio de San Juan de Rila, corazón de la nación búlgara y perla del patrimonio cultural mundial. Al dirigirme como peregrino a ese lugar santo, quise rendir solemne homenaje al monaquismo oriental, que ilumina a la Iglesia entera con su testimonio secular.
5. El culmen de mi breve pero intensa estancia en Bulgaria fue la celebración eucarística en la plaza central de Plovdiv, durante la cual proclamé beatos a Pedro Vitchev, Pablo Djidjov y Josafat Chichkov, sacerdotes Agustinos de la Asunción, fusilados en la cárcel de Sofía en 1952, juntamente con el obispo Eugenio Bossilkov, ya beatificado hace cuatro años.
Estos valientes testigos de la fe, junto con los demás mártires del siglo pasado, preparan una nueva primavera de la Iglesia en Bulgaria. En esta perspectiva se sitúa el último encuentro, con los jóvenes, a los que volví a proponer el mensaje siempre actual de Cristo: "Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo" (Mt 5, 13-14). Cristo llama a todos al heroísmo de la santidad. Así, también esta peregrinación apostólica se concluyó bajo el signo de la santidad.
Que la Iglesia que está en Azerbaiyán y en Bulgaria, como la que está en Europa y en el mundo entero, gracias a la constante intercesión de María, Reina de los santos y de los mártires, difunda el perfume de la santidad de Cristo en la variedad de sus tradiciones y en la unidad de una sola fe y de un solo amor.
(L'Osservatore Romano - 31 de mayo de 2002)