Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del Miércoles 22 de enero de 2003

Semana de oración
por la unidad de los cristianos

1. El Señor fundó la Iglesia "una" y "única": lo profesamos en el símbolo niceno-constantinopolitano: "Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica". "Sin embargo, -recuerda el concilio Vaticano II- son muchas las comuniones cristianas que se presentan ante los hombres como la verdadera herencia de Cristo; ciertamente, todos se confiesan discípulos del Señor, pero sienten de modo distinto y marchan por caminos diferentes, como si Cristo mismo estuviera dividido" (Unitatis redintegratio, 1).

La unidad es un gran don, pero lo llevamos en vasijas de barro frágiles y quebradizas. Las vicisitudes de la comunidad cristiana a lo largo de los siglos demuestran cuán realista es esta afirmación.

Con todo, por la fe que nos une, todos los cristianos tenemos la obligación, cada uno según su vocación particular, de restablecer la comunión plena, "tesoro" precioso que nos legó Cristo. Con corazón puro y sincero debemos comprometernos sin cesar en esta tarea evangélica. La Semana de oración por la unidad de los cristianos nos recuerda esta tarea fundamental y nos brinda la oportunidad de rezar en las asambleas de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales, así como en encuentros comunes entre católicos, ortodoxos y protestantes, para implorar con una sola voz y un solo corazón el valioso don de la unidad plena.

2. "Llevamos este tesoro en vasijas de barro" (2Co 4, 7). San Pablo dice esto a propósito del ministerio apostólico, que consiste en hacer que brille entre los hombres el esplendor del Evangelio y observa: "No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús" (2Co 4, 5). Conoce el peso y las dificultades de la evangelización, así como la fragilidad humana; recuerda que el tesoro del kerygma cristiano, que se nos ha encomendado en "vasijas de barro", se transmite a través de instrumentos débiles "para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros" (2Co 4, 7). Y ningún enemigo logrará jamás suplantar el anuncio del Evangelio ni suprimir la voz del Apóstol: "Somos atribulados en todo -reconoce san Pablo-, mas no aplastados" (2Co 4, 8). "Nosotros creemos -añade-, y por eso hablamos" (2Co 4, 13).

3. En la última Cena Jesús ruega por sus discípulos, "para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti" (Jn 17, 21). Así pues, la unidad es el "tesoro" que les donó. Un tesoro que presenta dos características peculiares: por una parte, la unidad expresa fidelidad al Evangelio; por otra, como el Señor mismo indicó, es una condición para que todos crean que él es el enviado del Padre. Por consiguiente, la unidad de la comunidad cristiana está orientada a la evangelización de todas las gentes.

No obstante la sublimidad y la grandeza de este don, a causa de la debilidad humana no ha sido totalmente acogido y valorado. En el pasado, las relaciones entre los cristianos a veces se han caracterizado por una oposición, y en algunos casos incluso por un odio recíproco. Y todo eso -como recordó con razón el concilio Vaticano II- constituye un "escándalo" para el mundo y "perjudica" a la causa de la predicación del Evangelio (cf. Unitatis redintegratio, 1).

4. Sí. El don de la unidad se contiene en "vasijas de barro", que pueden romperse; por eso, se requiere el máximo cuidado. Es necesario cultivar entre los cristianos un amor comprometido a superar las divergencias; es preciso esforzarse por superar todas las barreras con la oración incesante, con el diálogo perseverante y con una fraterna y concreta cooperación en favor de los más pobres y necesitados.

El anhelo de la unidad no debe debilitarse en la vida diaria de las Iglesias y comunidades eclesiales, así como en la vida de los fieles. Desde esta perspectiva, me ha parecido útil proponer una reflexión común sobre el ministerio del Obispo de Roma, constituido "principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad" (Lumen gentium, 23), con el fin de "encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva" (Ut unum sint, 95). Que el Espíritu Santo ilumine a los pastores y a los teólogos de nuestras Iglesias en este diálogo paciente y seguramente beneficioso.

5. Ensanchando nuestra mirada a todo el panorama ecuménico, creo que debemos dar gracias al Señor por el camino recorrido hasta aquí, tanto por la calidad de las relaciones fraternas entabladas entre las diversas comunidades, como por los frutos alcanzados mediante los diálogos teológicos, aunque sean diversos en sus modalidades y niveles. Podemos decir que los cristianos son hoy más compactos y solidarios, aunque el camino hacia la unidad sigue siendo escarpado, con obstáculos y atolladeros. Siguiendo la senda indicada por el Señor, avanzan con confianza porque saben que, como a los discípulos de Emaús, el Señor resucitado los acompaña hacia la meta de la plena comunión eclesial, que lleva luego a la común "fracción del pan".

6. Amadísimos hermanos y hermanas, san Pablo nos invita a la vigilancia, a la perseverancia y a la confianza, dimensiones indispensables del compromiso ecuménico.

Con este fin, nos dirigimos unidos al Señor en esta "Semana de oración" con la invocación tomada de los textos preparados para esta ocasión: "Padre santo, a pesar de nuestra debilidad, nos has hecho testigos de esperanza, fieles discípulos de tu Hijo. Llevamos este tesoro en vasijas de barro y tenemos miedo de desfallecer ante los sufrimientos y el mal. A veces dudamos incluso de la fuerza de la palabra de Jesús, que rogó para que seamos uno. Danos de nuevo el conocimiento de la gloria que resplandece en el rostro de Cristo, para que con nuestras acciones, nuestro compromiso y toda nuestra vida, proclamemos al mundo que él vive y actúa entre nosotros". Amén.

(L'Osservatore Romano - 24 de enero de 2003)