Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II
44 - El Espiritu Santo en las relaciones entre Jesus y Maria
(4.VII.90)
1. Una manifestación de la gracia y de la sabiduría de Jesús, cuando era aún adolescente, se nos ofrece en el episodio de la disputa de Jesús con los doctores en el templo, que Lucas inserta entre los dos textos acerca del crecimiento de Jesús "ante Dios y ante los hombres". En este pasaje tampoco se nombra al Espíritu Santo, pero su acción parece traslucirse de cuanto sucede en aquella circunstancia. En efecto, dice el evangelista que "todos los que le oían estaban estupefactos de su inteligencia y sus respuestas" (Lc 2, 47). Es la sorpresa que produce el hallarse ante una sabiduría que viene de lo alto (cfr. St 3, 15, 17; Jn 3, 34), es decir, del Espíritu Santo.
2. También es significativa la pregunta, dirigida por Jesús a sus padres que, después de haberlo buscado durante tres días, lo habían encontrado en el templo en medio de aquellos doctores. María se había quejado afectuosamente, diciéndole: "Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando". Jesús respondió con otra pregunta serena: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?" (Lc 2, 48-49). En aquel "no sabíais" se puede tal vez entrever una referencia a lo que Simeón había predicho a María durante la presentación del niño Jesús en el templo, y que era la explicación de aquel anticipo de la futura separación, de aquel primer golpe de espada para el corazón de la madre. Se puede decir que las palabras del santo anciano Simeón, inspiradas por el Espíritu Santo, resonaban en aquel momento sobre el grupo reunido en el templo, donde habían sido pronunciadas doce años antes. Pero en la respuesta de Jesús había también una manifestación de su conciencia de ser "el Hijo de Dios" (cfr. Lc 1, 35) y de deber, por ello, estar "en la casa de su Padre", el templo para "ocuparse de las cosas de su Padre" (según otra posible traducción de la expresión evangélica). Así, Jesús declaraba públicamente, quizá por primera vez, su vocación mesiánica y su identidad divina. Eso sucedía en virtud de la ciencia y de la sabiduría que, bajo el influjo del Espíritu Santo, se derramaron en su alma, unida al Verbo de Dios.
3. Lucas hace notar que María y José "no entendieron sus palabras" (Lc 2, 50). El asombro por lo que habían visto y oído influía en aquella condición de oscuridad en que permanecieron José y María. Pero es preciso tener en cuenta, más aún, que ellos, incluida María, se hallaban ante el misterio de la Encarnación y de la Redención que, a pesar de envolverlos, no por eso les resultaba comprensible. También ellos se encontraban en el claroscuro de la fe. María era la primera en la peregrinación de la fe (cfr. Redemptoris Mater, nn. 12-19), era la más iluminada, pero también la más sometida a la prueba en la aceptación del misterio. A ella le tocaba aceptar el plan divino, adorado y meditado en el silencio de su corazón. De hecho, Lucas añade: "Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón" (Lc 2, 51). Así nos recuerda lo que había escrito ya a propósito de las palabras de los pastores tras el nacimiento de Jesús: "Todos..., se maravillaban de lo que los pastores les decían. María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón" (Lc 2, 18-19). Aquí se escucha el eco de las confidencias de María; podríamos decir, de su "revelación" a Lucas y a la Iglesia primitiva, de la que nos ha llegado el "evangelio de la infancia y de la niñez de Jesús", que María había tratado de entender, y sobre todo había creído y meditado en su corazón. Para María la participación en el misterio no consistía sólo en una aceptación y conservación pasiva. Ella realizaba un esfuerzo personal: "meditaba", verbo que en el original griego (symbállein) significa al pie de la letra juntar, confrontar. María intentaba captar las conexiones de los acontecimientos y de las palabras para aferrar, en la medida de sus posibilidades, su significado.
4. Aquella meditación, aquella profundización interior, se realizaba bajo el influjo del Espíritu Santo. María era la primera en beneficiarse de la luz que un día su Jesús prometería a los discípulos: "El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho" (Jn 14, 26). El Espíritu Santo, que hace entender a los creyentes y a la Iglesia el significado y el valor de las palabras de Cristo, ya obraba en María que, como madre del Verbo encarnado, era la "Sedes Sapientiae", la Esposa del Espíritu Santo, la portadora y la primera mediadora del Evangelio sobre el origen de Jesús.
5. También en los años sucesivos de Nazaret María recogía todo lo que se refería a la persona y al destino de su hijo, y reflexionaba silenciosamente sobre ello en su corazón. Tal vez no podía hacerle confidencias a nadie; tal vez sólo le era posible captar en algún momento el significado de ciertas palabras, de ciertas miradas de su hijo. Pero el Espíritu Santo no cesaba de "recordarle" en lo más íntimo de su alma lo que había visto y escuchado. La memoria de María estaba iluminada por la luz que venia de lo alto. Aquella luz está en el origen de la narración de Lucas, como éste nos quiere dar a entender al insistir en el hecho de que María conservaba y meditaba: Ella, bajo la acción del Espíritu Santo, podía descubrir el significado superior de las palabras y de los acontecimientos, mediante una reflexión que se esforzaba por "juntarlo todo".
6. Por eso, María se nos presenta como modelo para cuantos dejándose guiar por el Espíritu Santo, acogen y conservan en su corazón como una buena semilla (cfr. Mt 13, 23) las palabras de la revelación, esforzándose por comprenderlas lo más posible para penetrar en las profundidades del misterio de Cristo.