Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II

74. FUNCIONES DEL DIACONO EN EL MINISTERIO PASTORAL
(13.X.93)

1. El Concilio Vaticano II especifica el puesto que, siguiendo la tradición más antigua, ocupan los diáconos en la jerarquía ministerial de la Iglesia: "En el grado inferior de la Jerarquía están los diáconos, que reciben la imposición de las manos no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio. Así confortados con la gracia sacramental, en comunión con el obispo y su presbiterio, sirven al pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la Palabra y de la caridad" (Lumen gentium, 29). La fórmula "no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio" está tomada de un texto de la Traditio apostolica de Hipólito, pero el Concilio la coloca en un horizonte más amplio. En ese texto antiguo, el ministerio se explica como servicio al obispo; el Concilio pone el énfasis en el servicio al pueblo de Dios. En efecto, este significado fundamental del servicio diaconal había sido ya afirmado mucho antes por San Ignacio de Antioquía, que llamaba a los diáconos ministros de la Iglesia de Dios, advirtiendo que por ese motivo estaban obligados a ser del agrado de todos (cfr Ad Tral., 2, 3). A lo largo de los siglos, el diácono no sólo fue considerado auxiliar del obispo, sino también una persona que estaba asimismo al servicio de la comunidad cristiana.
2. Para ser admitidos al desempeño de sus funciones, los diáconos, antes de la ordenación, reciben los ministerios de lector y acólito. El hecho de conferirles esos dos ministerios manifiesta una doble orientación esencial en las funciones diaconales, como explica la carta apostólica Ad pascendum de Pablo VI (1972): "En concreto, conviene que los ministerios de lector y de acólito sean confiados a aquellos que, como candidatos al orden del diaconado o del presbiterado, desean consagrarse de manera especial a Dios y a la Iglesia. En efecto, la Iglesia precisamente porque nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo, considera muy oportuno que los candidatos a las órdenes sagradas, tanto con el estudio como con el ejercicio gradual del ministerio de la Palabra y del altar, conozcan y mediten, a través de un íntimo y constante contacto, este doble aspecto de la función sacerdotal" (L"Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de septiembre de 1972, p. 11). Esta orientación no sólo vale para la función sacerdotal, sino también para la diaconal.
3. Es preciso recordar que, antes del Concilio Vaticano II, el lectorado y el acolitado se consideraban órdenes menores. Ya en el año 252, el Papa Cornelio, en una carta a un obispo, indicaba siete grados en la Iglesia de Roma (cfr Eusebio, Hist. Eccl., 6, 43: PG 20, 622): sacerdotes, diáconos, subdiáconos, acólitos, exorcistas, lectores y ostiarios. En la tradición de la Iglesia latina se admitían tres órdenes mayores: sacerdocio, diaconado y subdiaconado; y cuatro órdenes menores: acolitado, exorcistado, lectorado y ostiariado. Era un ordenamiento de la estructura eclesiástica debido a las necesidades de las comunidades cristianas en los siglos y establecido por la autoridad de la Iglesia.
Con el restablecimiento del diaconado permanente, esta estructura cambió y, por lo que atañe al ámbito sacramental, se volvió a las tres órdenes de institución divina: diaconado, presbiterado y episcopado. En efecto, Pablo VI, en su carta apostólica sobre los ministerios en la Iglesia latina (1972), además de la tonsura, que marcaba el ingreso en el estado clerical, suprimió el subdiaconado, cuyas funciones se confiaron al lector y al acólito. Mantuvo el lectorado y el acolitado, pero ya no considerados órdenes, sino ministerios, y conferidos no por ordenación, sino por institución. Los candidatos al diaconado y al presbiterado deben recibir estos ministerios, pero también son accesibles a los laicos que quieran asumir en la Iglesia los compromisos que les corresponden: el lectorado, como oficio de leer la palabra de Dios en la asamblea litúrgica, excepto el Evangelio, y de asumir algunas funciones, como dirigir el canto o instruir a los fieles; y el acolitado, instituido para ayudar al diácono y prestar su servicio al sacerdote (cfr Ministeria quaedam, V, VI; L"Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de septiembre de 1972, p. 9).
4. El Concilio Vaticano II enumera las funciones litúrgicas y pastorales del diácono: "administrar solemnemente el bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir el rito de los funerales y sepultura" (Lumen gentium, 29).
El Papa Pablo VI, en la Sacrum diaconatus ordinem (n. 22, 10; cfr L"Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de julio de 1967, p. 6), dispuso también que el diácono puede "guiar legítimamente, en nombre del párroco o del obispo, las comunidades cristianas lejanas". Es una función misionera que han de desempeñar en los territorios, en los ambientes, en los estratos sociales, en los grupos, donde falte el presbítero o no se le pueda encontrar fácilmente. De manera especial en los lugares donde ningún sacerdote pueda celebrar la Eucaristía, el diácono reúne y dirige la comunidad en una celebración de la Palabra, en la que se distribuyen las sagradas especies, debidamente conservadas. Es una función de suplencia, que el diácono desempeña por mandato eclesial cuando se trata de salir al paso de la escasez de sacerdotes. Pero esta suplencia, que no puede nunca convertirse en una completa sustitución, recuerda a las comunidades privadas de sacerdote la urgencia de orar por las vocaciones sacerdotales y de esforzarse por favorecerlas como un bien común para la Iglesia y para sí mismas. También el diácono debe promover esta oración.
5. También según el Concilio, las funciones atribuidas al diácono no pueden menguar el papel de los laicos llamados y dispuestos a colaborar con la jerarquía en el
apostolado. Más aún, entre las tareas del diácono está la de promover y sostener las actividades apostólicas de los laicos. En cuanto presente e insertado más que el sacerdote en los ambientes y en las estructuras seculares, se debe sentir impulsado a favorecer el acercamiento entre el ministerio ordenado y las actividades de los laicos, en el servicio común al reino de Dios.
Otra función de los diáconos es la de la caridad, que implica también un oportuno servicio en la administración de los bienes y en las obras de caridad de la Iglesia. Los diáconos, en este campo, tienen la función de "llevar a cabo con diligencia, en nombre de la jerarquía, obras de caridad y de administración, así como de ayuda social" (Pablo VI, Sacrum diaconatus ordinem, 22, 10; L"Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de julio de 1967, p. 6).
A este respecto, el Concilio les dirige una recomendación que deriva de la más antigua tradición de las comunidades cristianas: "Dedicados a los oficios de la caridad y de la administración, recuerden los diáconos el aviso del bienaventurado Policarpo: Misericordioso, diligente, procediendo conforme a la verdad del Señor, que se hizo servidor de todos" (Lumen gentium, 29; cfr Ad Phil., 5, 2, ed. Funk, I, p. 300).
6. Siempre según el Concilio, el diaconado resulta especialmente útil en las Iglesias jóvenes. Por ello, el decreto Ad gentes establece: "Restáurese el orden del diaconado como estado permanente de vida, según la norma de la constitución sobre la Iglesia, donde lo crean oportuno las Conferencias episcopales. Pues es justo que aquellos hombres que desempeñan un ministerio verdaderamente diaconal, o que como catequistas predican la palabra divina, o que dirigen, en nombre del párroco o del obispo, comunidades cristianas distantes, o que practican la caridad en obras sociales o caritativas, sean fortificados por la imposición de las manos transmitida desde los Apóstoles y unidos más estrechamente al servicio del altar para que cumplan con mayor eficacia su ministerio por la gracia sacramental del diaconado" (Ad gentes, 16).
Es sabido que, donde la acción misionera ha hecho surgir nuevas comunidades cristianas, los catequistas desempeñan a menudo un papel esencial. En muchos lugares son ellos quienes animan a la comunidad, la instruyen y la hacen orar. La orden del diaconado puede confirmarlos en la misión que ejercitan, mediante una consagración más oficial y un mandato más expresamente conferido por la autoridad de la Iglesia con la concesión de un sacramento, en el que, además de la participación en la fuente de todo apostolado, que es la gracia de Cristo Redentor, derramada en la Iglesia por el Espíritu Santo, se recibe un carácter indeleble que configura de modo especial al cristiano con Cristo, "que se hizo diácono, es decir, el servidor de todos" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 11570).