Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II

76. LA IDENTIDAD ECLESIAL DE LOS LAICOS
(27.X.93)

1. A lo largo de las catequesis eclesiológicas, después de haber reflexionado sobre la Iglesia como pueblo de Dios, como comunidad sacerdotal y sacramental, nos hemos detenido en varios oficios y ministerios. Así hemos pasado de los Apóstoles, elegidos y mandados por Cristo, a los obispos, sus sucesores, a los presbíteros, colaboradores de los obispos, y a los diáconos. Es lógico que nos ocupemos ahora de la condición y del papel de los laicos, que constituyen la gran mayoría del populus Dei. Trataremos este tema siguiendo la línea del Concilio Vaticano II, pero también recogiendo las directrices y las orientaciones de la exhortación apostólica Christifideles laici, publicada el 30 de diciembre de 1988, como fruto del Sínodo de los obispos de 1987.
2. Es bien conocido que la palabra laico proviene del término griego laikós, que a su vez deriva de laos: pueblo. Laico, por consiguiente, significa uno del pueblo. Bajo este aspecto es una palabra hermosa. Por desgracia, tras una larga evolución histórica, en el lenguaje profano, sobre todo político, laico ha llegado a significar oposición a la religión y, en particular, a la Iglesia, de suerte que expresa una actitud de separación, rechazo o, al menos, indiferencia declarada. Esa evolución constituye, ciertamente, un hecho lamentable.
En el lenguaje cristiano, por el contrario, la palabra laico se aplica a quien pertenece al pueblo de Dios y, de manera especial, a quien, por no tener funciones y ministerios vinculados al sacramento del orden, no forma parte del clero, según la distinción tradicionalmente establecida entre clérigos y laicos (cfr Código de Derecho Canónico, can. 207, & 1). Los clérigosson los ministros sagrados, o sea: el Papa, los obispos, los presbíteros y los diáconos; laicos son, por tanto, los demás christifideles que, junto con los pastores y ministros, constituyen el pueblo de Dios.
Al hacer esta distinción, el Código de Derecho Canónico añade que tanto entre los clérigos como entre los laicos hay fieles consagrados a Dios de modo especial por la profesión, reconocida canónicamente, de los consejos evangélicos (can. 207, & 2). Según la distinción que acabamos de recordar, cierto número de religiosos o consagrados, que emiten los votos pero no reciben las órdenes sagradas, bajo este aspecto deben ser considerados como laicos. Con todo, por su estado de consagración, ocupan un lugar especial en la Iglesia, de modo que se distinguen de los demás laicos. Por su parte, el Concilio prefirió tratar de ellos aparte, y consideró como laicos a quienes no eran ni clérigos ni religiosos (cfr Lumen gentium, 31). Esta ulterior distinción, que no encierra complicaciones o confusiones, es útil para simplificar y facilitar el razonamiento sobre los diversos grupos y clases que existen dentro del organismo de la Iglesia.
Aquí adoptaremos esa triple distinción, y hablaremos de los laicos como de miembros del pueblo de Dios que no pertenecen al clero ni están consagrados en el estado religioso o en la profesión de los consejos evangélicos (cfr Christifideles laici 9, y Catecismo de la Iglesia Católica, n. 897, que recogen la concepción del Concilio). Después de haber hablado del estado y de la misión de esta gran mayoría de miembros del pueblo de Dios, podremos hablar sucesivamente del estado y de la misión de los christifideles religiosi o consacrati.
3. Aun advirtiendo que los laicos no son toda la Iglesia, el Concilio quiere reconocer plenamente su dignidad: si, bajo el aspecto ministerial y jerárquico, las órdenes sagradas colocan a los fieles que las reciben en una condición de particular autoridad en función de la misión que se les asigna, los laicos tienen en plenitud la cualidad de miembros de la Iglesia, lo mismo que los ministros sagrados o los religiosos. En efecto, según el Concilio, han sido incorporados a Cristo por el bautismo y han recibido el sello indeleble de su pertenencia a Cristo en virtud del carácter bautismal. Forman parte del Cuerpo místico de Cristo.
Por otro lado, la consagración inicial, realizada por el bautismo, los compromete en la misión de todo el pueblo de Dios: a su modo son partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo. Por tanto, lo que hemos dicho en las catequesis sobre la Iglesia como comunidad sacerdotal y comunidad profética se puede también aplicar a los laicos que, junto con los miembros de la Iglesia a los que se han confiado funciones y ministerios jerárquicos, están llamados a desarrollar sus potencialidades bautismales en comunión con Cristo, única cabeza del Cuerpo místico.
4. El reconocimiento de los laicos como miembros de la Iglesia con pleno derecho, excluye la identificación de ésta con la sola Jerarquía. Pecaría de reduccionismo; más aún, sería un error antievangélico y antiteológico concebir la Iglesia exclusivamente como un cuerpo jerárquico: ¡una Iglesia sin pueblo! Ciertamente, según el Evangelio y la tradición cristiana, la Iglesia es una comunidad en la que existe una Jerarquía, pero precisamente porque existe un pueblo de laicos al que debe servir y guiar por los caminos del Señor. Es de desear que tanto los clérigos como los laicos, en vez de contemplar la Iglesia desde fuera, como si fuera una organización que se les impone, sin ser su cuerpo, su alma, tomen cada vez más conciencia de esa verdad. Clérigos y laicos, Jerarquía y fieles no ordenados, forman un solo pueblo de Dios, una sola Iglesia, una sola comunión de seguidores de Cristo, de suerte que la Iglesia es de todos y de cada uno, y todos somos responsables de su vida y de su desarrollo. Más aún, se han hecho famosas las palabras del Papa Pío XII, que, en un discurso del año 1946, dirigido a los nuevos cardenales, afirmaba: los laicos "deben tomar cada vez mayor conciencia de que, además de pertenecer a la Iglesia, son también la Iglesia" (A, 4S 38 [1946], p. 149; citado en Christifideles laici, 9 y Catecismo de la Iglesia Católica, n. 899). Declaración memorable, que marcó un hito en la psicología y en la sociología pastoral, a la luz de la mejor teología.
5. El Concilio Vaticano II afirmó también esa misma convicción, como conciencia de los pastores (cfr Lumen gentium, 30).
Es preciso añadir que en los últimos decenios había madurado una conciencia más nítida y más rica de esta misión, con la contribución de los pastores y también de eximios teólogos y expertos de pastoral que, antes y después de la intervención de Pío XII y el primer Congreso mundial para el apostolado de los laicos (1951), habían tratado de aclarar las cuestiones teológicas relativas al laicado en la Iglesia, escribiendo casi un nuevo capítulo de eclesiología. Asimismo, fueron de gran ayuda para ello los encuentros y congresos, en que hombres de estudio y expertos de acción y de organización discutían acerca de los resultados de sus reflexiones y los datos adquiridos en su trabajo pastoral y social, preparando así un material muy valioso para el magisterio del Papa y del Concilio. Sin embargo, todos se hallaban dentro de la línea de una tradición que se remontaba a los primeros tiempos del cristianismo y, en particular, a la exhortación de San Pablo, citada por el Concilio (cfr Lumen gentium, 30), que pedía solidaridad a toda la comunidad y le recordaba la responsabilidad del trabajo para la edificación del Cuerpo de Cristo (cfr Ef 4, 15-16).
6. En realidad, tanto ayer como hoy, innumerables laicos han actuado y actúan en la Iglesia y en el mundo según las exhortaciones y las recomendaciones de los pastores. ¡Son realmente dignos de admiración! Algunos laicos desempeñan un papel vistoso; pero mucho más numerosos son los que, sin llamar la atención, viven intensamente su vocación bautismal, derramando en la Iglesia los beneficios de su caridad. De su silencio florece un apostolado que el Espíritu hace eficaz y fecundo.