Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II

125. MISIONES Y MISIONEROS
(3.V.95)

1. En el lenguaje tradicional se habla de las misiones, en plural, y de los misioneros que cumplen en ellas un mandato específico. Es un modo de expresarse que no contradice la unidad de la misión de la Iglesia, antes bien, manifiesta con mayor intensidad este compromiso fundamental de evangelización. Los misioneros no sólo no oscurecen el principio de que toda la Iglesia es misionera, sino que, por el contrario, lo encarnan personalmente.
¿Qué son las misiones? Según el Concilio, se trata de "las iniciativas particulares con las que los heraldos del Evangelio, enviados por la Iglesia, yendo por todo el mundo, cumplen la tarea de predicar el Evangelio y de implantar la misma Iglesia entre los pueblos o grupos que todavía no creen en Cristo" (decreto Ad gentes, 6). En la encíclica Redemptoris Missio se precisa que se abren en los territorios en los que la Iglesia "no ha arraigado todavía" y en los pueblos "cuya cultura no ha sido influenciada aún por el Evangelio" (n. 34).
2. Podemos precisar que estas actividades tienden a la edificación de la Iglesia local. No sólo contribuyen a establecer estructuras y una jerarquía eclesial, sino que además colaboran en la formación de comunidades de vida cristiana mediante el anuncio de la palabra de Dios y la administración de los sacramentos. Ya Santo Tomás de Aquino hablaba de esta implantación de la Iglesia como munus apostólico (cfr I Sent., D. 16, q. 1, a. 2, ad 2 y 4; a. 3; Summa Theol., I, q. 43, a. 7, ad 6; I-II, q. 106, a. 4, ad 4). En diversos documentos, citados por el Concilio Vaticano II (cfr Ad gentes, 34), los Pontífices de nuestro siglo han profundizado en este concepto, que pertenece a una sólida tradición eclesiológica. Tanto mis venerados predecesores como Santo Tomás, utilizan también otra expresión: dilatio Ecclesiae, es decir, dilatación, ensanchamiento de la Iglesia (cfr santo Tomás, Comm. in Mt 16, 28). El Concilio explica que "el medio principal de esta implantación (o dilatación) es la predicación del Evangelio de Jesucristo (...). De la semilla de la palabra de Dios crecen las Iglesias autóctonas particulares...", en el cuerpo de la única Iglesia, a la que los hombres "se incorporan por el bautismo (...), se alimentan y viven de la palabra de Dios y del pan eucarístico" (Ad gentes, 6; cfr Hch 2, 42; 1P 1, 23). Son Iglesias que, "dotadas de fuerza y madurez propias", y provistas de una jerarquía propia, tienen medios adecuados para la vida cristiana de sus miembros, y pueden contribuir al bien de toda la Iglesia (cfr ibid. ).
El ideal que hay que perseguir en la actividad misionera es éste: la fundación de una Iglesia que, por sí misma, provea a sus pastores y a todas las necesidades de la vida de fe, permaneciendo en comunión con las otras Iglesias particulares y con la sede de Pedro.
3. Se pueden distinguir algunas etapas en la actividad misionera (cfr Ad gentes, 6): la del comienzo o implantación, con una predicación del Evangelio que tiende a llevar a los hombres al Bautismo; sigue la del nuevo desarrollo o juventud, con la educación en la fe y en el modo de vida, la formación de la comunidad local, el nacimiento y el desarrollo de las vocaciones sacerdotales y religiosas. A través de estos momentos formativos se dota a la comunidad de una estructura ministerial, ayudándola a desarrollarse en una perspectiva de apertura y de cooperación misionera.
Por desgracia, también en tiempos recientes, no han faltado las incomprensiones sobre la actividad misionera y el valor de las misiones. Partiendo del vínculo que durante un período determinado, por motivos históricos contingentes, se estableció entre la actividad misionera y la colonización política, se ha querido deducir que la paulatina desaparición del fenómeno histórico de las colonias debía tener como consecuencia la desaparición simultánea de las misiones.
A estas incertidumbres se ha añadido la consideración de que en las Iglesias de antigua evangelización, de las que provenían muchos misioneros que trabajaban en los países de misión, ha ido creciendo cada vez más la conciencia de que también su territorio está convirtiéndose en tierra de misión y que necesita una nueva evangelización. Así, se ha presentado el problema de una opción entre las misiones en los países que aún no han sido evangelizados y las tareas urgentes de apostolado en los países de antigua cristiandad.
4. La cuestión no puede resolverse con la elección de la segunda alternativa, tomada en absoluto, en detrimento de la primera. Es verdad que "en los países de antigua cristiandad" se hace sentir la necesidad de una nueva evangelización allí "donde grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su Evangelio" (Redemptoris Missio, 33). Pero también es verdad que la actividad misionera específica sigue siendo irrenunciable y ha de llevarse a cabo en los territorios en los que la Iglesia no ha sido fundada aún o en aquellos en los que el número de cristianos es muy exiguo. Es preciso que el mensaje evangélico se dé a conocer a todos, y las mismas comunidades de cristianos, ya florecientes y ejemplares, tienen que ser capaces de ejercer una influencia benéfica en las costumbres y en las instituciones, mediante un diálogo provechoso con los otros grupos y las otras comunidades.
Como he hecho notar en la encíclica ya citada, "el número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio casi se ha duplicado" (ibid., 3). Esto depende del hecho que en la línea del desarrollo de la población mundial, la proporción cuantitativa de los no cristianos ha crecido notablemente por razones demográficas ya conocidas y por una estabilidad mayor en la conservación de elementos religiosos casi connaturales a las culturas.
5. Además, con respecto a la relación entre actividad misionera y política colonizadora de algunos países, hay que analizar con serenidad y mirada limpia los datos de hecho, de los que se deduce que, si en algún caso la coincidencia pudo haber llevado a comportamientos reprobables por parte de misioneros en la referencia a las naciones de procedencia o en la colaboración con los poderes locales, de los que, por lo demás, no siempre era fácil prescindir, sin embargo la actividad evangelizadora considerada en su conjunto se ha distinguido siempre por un objetivo muy diferente del de las potencias terrenas: promover la dignidad personal de los hombres evangelizados, haciéndoles acceder a la filiación divina, que Cristo conquistó para cada uno de los hombres y que se comunica a los fieles en el bautismo. De hecho, esto ha favorecido en general el progreso de esos pueblos hacia la libertad y su desarrollo incluso en el plano económico-social. Los misioneros actuaban por la estima que sentían hacia todos los hombres en cuanto personas amadas por Dios y redimidas por Jesucristo.
Hoy, como ayer, su actividad en medio de los pueblos o grupos en los que la Iglesia no está presente ni actúa todavía, no responde a miras de poder e intereses humanos, ni se inspira en el orgullo de una superioridad cultural y social. Por el contrario, quiere ser -y es en realidad- un servicio humilde de amor hacia quienes no han recibido aún la luz y la vida de Cristo en el ámbito de la Iglesia (Ecclesia), que Él quiso y fundó para la salvación del mundo entero.
El Concilio reconoce también que existen situaciones en las que la actividad misionera debe limitarse a una presencia discreta, porque no puede desarrollarse en estructuras visiblemente organizadas y operativas (cfr Ad gentes, 6). Quizá, precisamente en esos casos, los misioneros representan aún más claramente a la Iglesia, fundada por Cristo para predicar el Evangelio y constituir por doquier comunidades de salvación. En efecto, es bien consciente del misterio de la crlz, que comporta a veces, como la historia ilustra ampliamente, la espera silenciosa y confiada de la luz de la Pascua.