Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II
130. LA TAREA MISIONERA DE LA IGLESIA EN LAS RELACIONES CON EL MUNDO
(21.VI.95)
1. La misión evangelizadora de la Iglesia plantea el problema de sus relaciones con el mundo. El Concilio Vaticano II ya afrontó ese problema, especialmente en ia constitución Gaudium et spes. En las anteriores catequesis hemos aludido a algunos aspectos de esas relaciones, al tratar de la misión de los seglares en la vida de la Iglesia. Ahora, como conclusión de las catequesis dedicadas a la vocación misionera de la Iglesia, queremos trazar algunas líneas directrices, que ilustren mejor el cuadro general de su misión, precisamente en relación con el mundo, en el que vive y al que comunica la gracia y la salvación divina.
Ante todo, es preciso recordar que la Iglesia "tiene un fin salvífico y escatológico que sólo podrá alcanzar plenamente en el siglo futuro" (Gaudium et spes, 40). Por eso, no se le puede pedir que sus fuerzas queden exclusiva o principalmente absorbidas por las exigencias y los problemas del mundo terreno. Y tampoco es posible valorar de modo correcto su acción en el mundo de hoy, como en el de los siglos pasados, juzgándola únicamente desde el punto de vista de los fines temporales o del bienestar material de la sociedad. La orientación hacia el mundo futuro le es esencial. Sabe que está rodeada por las realidades visibles, pero es consciente de que debe ocuparse de lo visible con vistas al reino eterno invisible, que ya realiza misteriosamente (cfr Lumen gentium, 3) y a cuya plena manifestación ardientemente aspira. Esta verdad fundamental ha quedado muy bien expresada en el dicho tradicional: "Per visibilia ad invisibilia": por medio de las realidades visibles hacia las invisibles.
2. En la tierra la Iglesia está presente como familia de los hijos de Dios "constituida y ordenada en este mundo como una sociedad" (ibid., 8). Por esta razón, se siente partícipe de las vicisitudes humanas en solidaridad con la humanidad entera. Como recuerda el Concilio, "avanza junto con toda la humanidad y experimenta la misma suerte terrena" (Gaudium et spes, 40). Eso significa que la Iglesia experimenta en sus miembros las pruebas y las dificultades de las naciones, de las familias y de las personas, participando en el fatigoso peregrinar de la humanidad por los caminos de la historia. Al tratar de las relaciones de la Iglesia con el mundo, el Concilio Vaticano II toma como punto de partida esta participación de la Iglesia en "los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres" (ibid., 1). Hoy, de manera especial, gracias al nuevo conocimiento universal de las condiciones reales del mundo, esa participación se ha hecho muy intensa y profunda.
3. El Concilio afirma, además, que la Iglesia no se limita a compartir la suerte que en nuestro tiempo, como en las demás épocas de la historia, caracteriza las experiencias de los hombres. En efecto, sabe que "existe como fermento y alma de la sociedad humana, que debe ser renovada en Cristo y transformada en familia de Dios" (ibid., 40). Impulsada por el soplo del Espíritu Santo, la Iglesia quiere infundir también en la sociedad una tensión nueva para transformarla en una comunidad espiritual y, en la medida de lo posible, también materialmente ordenada y feliz. Como decía Santo Tomás de Aquino, se trata de llevar a los hombres a "vivir bien", a vivir "según las virtudes". Ésa es la esencia del bien común temporal, al cual deben tender los ciudadanos mediante la guía del Estado, pero actuando a la luz del fin último, al que los pastores y toda la Iglesia en su conjunto orientan a las personas y a los pueblos (cfr De regimine principum, cc. 1, 14, 15).
Precisamente a esta luz del "sumo bien", que regula toda la existencia humana también en orden a los "fines intermedios" (cfr ibid., c. 15), la Iglesia "contribuye mucho a humanizar más la familia de los hombres y su historia" (Gaudium et spes, 40). Presta su contribución promoviendo la dignidad de la persona y los vínculos de comunión entre los individuos y los pueblos, así como poniendo de relieve el significado espiritual del trabajo diario en el gran plan de la creación y el justo desarrollo de la libertad humana.
4. El Concilio especifica que la Iglesia presta gran ayuda a los hombres. Ante todo, descubre a cada uno la verdad sobre su existencia y su destino. Muestra a cada persona que Dios es la única respuesta verdadera a las aspiraciones más profundas de su corazón, "que nunca se sacia plenamente con los alimentos terrestes" (ibid., 41). Además, defiende a toda persona, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, con la proclamación de los "derechos fundamentales de la persona y de la familia" (ibid., 42) y con su benéfico influjo sobre la sociedad, para que respete esos derechos y se ponga en marcha el proceso de cambio de todas las situaciones en que esos derechos son claramente violados.
Por último, la Iglesia pone de manifiesto y proclama también los derechos de la familia, vinculados indudablemente a los de la persona y exigidos por el mismo ser humano en cuanto tal. Junto a la defensa de la dignidad de la persona en todas las fases de su existencia, la Iglesia no cesa de subrayar el valor de la familia, en la que todo hombre y toda mujer están insertados naturalmente. En efecto, existe una profunda correlación entre los derechos de la persona y los de la familia: no se pueden defender de forma eficaz las personas sin una clara referencia a su marco familiar.
La Iglesia, aunque tiene una misión que "no es de orden político, económico o social", sino "de orden religioso" (ibid.), lleva a cabo una acción benéfica tam bién en favor de la sociedad. Esa acción se realiza de varias formas. Suscita obras destinadas al servicio de todos y especialmente de los necesitados; promueve "una sana socialización y asociación civil y económica" (ibid.); exhorta a los hombres a superar las desavenencias entre naciones y razas, favoreciendo la unidad a nivel internacional y mundial; apoya y sostiene, en la medida de sus posibilidades, las instituciones que miran al bien común.
Orienta y anima la actividad humana (cfr ibid., 43) e impulsa a los cristianos a comprometer sus fuerzas en todos los campos para el bien de la sociedad. Los invita a seguir el ejemplo de Cristo, carpintero de Nazaret, a guardar el precepto del amor al prójimo, a realizar en su vida la exhortación de Jesús a hacer fructificar los propios talentos (cfr Mt 25, 14-30). Los estimula, además, a dar su contribución al esfuerzo científico y ténico de la sociedad humana; a comprometerse en las actividades temporales, campo propio de los seglares (cfr Gaudium et spes, 43), para el progreso de la cultura, la realización de la justicia y el logro de una verdadesra paz.
5. En sus relaciones con el mundo, la Iglesia no sólo ofrece; también recibe -de personas, grupos y sociedades- ayudas y contribuciones. El Concilio lo reconoce abiertamente: "De la misma manera que interesa al mundo reconocer a la Iglesia como realidad social y fermento de la historia, también la propia Iglesia sabe cuánto ha recibido de la historia y la evolución de la humanidad" (ibid., 44). Se realiza así "un vivo intercambio entre la Iglesia y las diferentes culturas de los pueblos" (ibid. ). De manera especial la Iglesia misionera, en su compromiso de evangelización, recurre siempre a las lenguas, a los conceptos y a las culturas de los diversos pueblos y, ya desde los primeros siglos, encontró en la sabiduría de los filósofos las semina Verbi que constituyen una auténtica preparación para el anuncio explícito del Evangelio. Así pues, muy consciente de recibir mucho del mundo, la Iglesia expresa su gratitud, pero sin renunciar a la convicción de su vocación misionera y de su capacidad de dar a la humanidad el don mayor y más elevado que puede recibir: la vida divina en Cristo, por la gracia del Espíritu Santo, que la lleva al Padre. Ésta es la esencia del espíritu misionero, con el que la Iglesia se acerca al mundo y desea acompañarlo en comunión de vida.