Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 15 de diciembre de 1999

Compromiso por la edificación
de la "civilización del amor"

1. "Los cristianos, recordando la palabra del Señor: "En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros" (Jn 13, 35), nada pueden desear más ardientemente que servir cada vez más generosa y eficazmente a los hombres del mundo actual" (Gaudium et spes, 93).

Esta tarea que el concilio Vaticano II nos encomendó al final de la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual responde al desafío fascinante de construir un mundo animado por la ley del amor, una civilización del amor, "fundada en los valores universales de paz, solidaridad, justicia y libertad, que encuentran en Cristo su plena realización" (Tertio Millennio Adveniente, 52).

En la base de esta civilización se encuentra el reconocimiento de la soberanía universal de Dios Padre como manantial inagotable de amor. Precisamente aceptando este valor fundamental, con ocasión del gran jubileo del año 2000, se ha de realizar un sincero examen de fin de milenio, para reemprender con más agilidad el camino hacia el futuro que nos espera.

Hemos asistido al ocaso de las ideologías que vaciaron de referencias espirituales a muchos hermanos nuestros, pero los frutos nefastos de un secularismo que engendra indiferencia religiosa siguen presentes, sobre todo en las regiones más desarrolladas. Desde luego, a esta situación no se responde adecuadamente con la vuelta a una vaga religiosidad, con la que se buscan frágiles compensaciones y un equilibrio psico-cósmico, como pretenden muchos nuevos paradigmas religiosos que proclaman una religiosidad sin referencia a un Dios trascendente y personal.

Por el contrario, es preciso analizar con esmero las causas de la pérdida del sentido de Dios y volver a proponer con valentía el anuncio del rostro del Padre, revelado por Jesucristo a la luz del Espíritu. Esta revelación, no disminuye, sino que exalta la dignidad de la persona humana en cuanto imagen de Dios Amor.

2. En los últimos decenios, la pérdida del sentido de Dios ha coincidido con el avance de una cultura nihilista que empobrece el sentido de la existencia humana y, en el campo ético, relativiza incluso los valores fundamentales de la familia y del respeto a la vida. Con frecuencia, todo esto no se realiza de modo llamativo, sino con la sutil metodología de la indiferencia, que lleva a considerar normales todos los comportamientos, de modo que no surja ningún problema moral. Paradójicamente, se exige que el Estado reconozca como "derechos" muchos comportamientos que atentan contra la vida humana, sobre todo contra la más débil e indefensa. Por no hablar de las enormes dificultades que existen para aceptar a los demás cuando son diversos, incómodos, extranjeros, enfermos o minusválidos. Precisamente el rechazo cada vez más fuerte de los demás, en cuanto diferentes, plantea un interrogante a nuestra conciencia de creyentes. Como afirmé en la encíclica Evangelium Vitae: "Estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera cultura de muerte" (n. 12).

3. Frente a esta cultura de muerte nuestra responsabilidad de cristianos se expresa en el compromiso de la nueva evangelización, entre cuyos frutos más importantes se ha de contar la civilización del amor.

"El Evangelio, y por consiguiente la evangelización, no se identifican ciertamente con la cultura y son independientes con respecto a todas las culturas" (Evangelii nuntiandi, 20); con todo, poseen una fuerza regeneradora que puede influir positivamente en las culturas. El mensaje cristiano no las perjudica destruyendo sus características peculiares; al contrario, actúa en ellas desde dentro, valorando las potencialidades originales que su genio es capaz de expresar. El influjo del Evangelio sobre las culturas purifica y eleva lo humano, haciendo resplandecer la belleza de la vida, la armonía de la convivencia pacífica, la genialidad que todo pueblo aporta a la comunidad de los hombres. Ese influjo tiene su fuerza en el amor, que no impone sino propone, apoyándose en la adhesión libre, en un clima de respeto y acogida recíproca.

4. El mensaje de amor que encierra el Evangelio impulsa valores humanos como la solidaridad, el deseo de libertad e igualdad, y el respeto del pluralismo de formas de expresión. El eje de la civilización del amor es el reconocimiento del valor de la persona humana y concretamente de todas las personas humanas. El cristianismo ha dado una gran aportación precisamente en este ámbito. En efecto, de la reflexión sobre el misterio del Dios trinitario y sobre la persona del Verbo encarnado ha brotado gradualmente la doctrina antropológica de la persona humana como ser relacional. Este valioso logro ha hecho madurar la concepción de una sociedad que sitúa a la persona como su punto de partida y su meta. La doctrina social de la Iglesia, que el espíritu del jubileo invita a volver a meditar, ha contribuido a fundar en el derecho de la persona también las leyes de la convivencia social. En efecto, la visión cristiana del ser humano como imagen de Dios implica que los derechos de la persona se imponen, por su naturaleza, al respeto de la sociedad, que no los crea, sino simplemente los reconoce (cf. Gaudium et spes, 26).

5. La Iglesia es consciente de que esta doctrina puede quedarse en letra muerta si la vida social no está animada por el espíritu de una auténtica experiencia religiosa y especialmente por el testimonio cristiano alimentado sin cesar por la acción creadora y sanante del Espíritu Santo. En efecto, es consciente de que la crisis de la sociedad y del hombre contemporáneo está motivada en gran parte por la reducción de la dimensión espiritual específica de la persona humana.

El cristianismo contribuye a la construcción de una sociedad a la medida del hombre precisamente infundiéndole un alma y proclamando las exigencias de la ley de Dios, en la que todas las organizaciones y legislaciones de la sociedad deben fundarse, si quieren garantizar la promoción humana, la liberación de todo tipo de esclavitud y el auténtico progreso.

Esta contribución de la Iglesia se realiza sobre todo mediante el testimonio que dan los cristianos, y especialmente los laicos, en su vida ordinaria. El hombre actual acepta el mensaje de amor más de testigos que de maestros, y de éstos cuando se presentan como auténticos testigos (cf. Evangelii nuntiandi, 41). Este es el desafío que hemos de afrontar, para que se abran nuevos espacios para el futuro del cristianismo e incluso de la humanidad.

(L'Osservatore Romano - 17 de diciembre de 1999)