del Santo Padre Juan Pablo II
para la
Jornada mundial de las Misiones 1993
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10).
Con estas palabras Jesús manifiesta el sentido y la finalidad de su misión en el mundo. La Iglesia, durante sus dos mil años de historia, siempre se ha encargado de transmitir ese mensaje y de difundir por todo el mundo la cultura de la vida. Guiada por Cristo y sostenida por el Espíritu, también hoy sigue anunciando sin cesar el evangelio de la vida.
Esa buena nueva resonará con vigor en Denver, durante el encuentro mundial de los jóvenes con ocasión de la VIII Jornada mundial de la juventud. Ese anuncio de salvación se identifica con el reino de Dios y se dirige a todos los creyentes. Como subrayé en la encíclica Redemptoris Missio, el Evangelio "no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible" (n. 18). En efecto, Aquel que dijo "Yo soy la vida" (Jn 14, 6) puede satisfacer plenamente la sed insaciable de vida que hay en el corazón humano y, en virtud del bautismo, injertar la existencia humana en la misma vida de Dios.
2. Educar en el evangelio de la vida es la gran tarea de la familia y de la misma comunidad cristiana con respecto a los jóvenes, ya desde la infancia. Ésta fue la intuición fundamental que movió al obispo de Nancy, mons. Charles Forbin-Janson, a fundar, en el año 1843, la Obra de la santa infancia, institución que celebra este año su 150º aniversario. El servicio eclesial que esta Obra, honrada luego con el título de pontificia, lleva a cabo en todos los continentes, resulta cada vez más valioso y providencial, pues contribuye a dar nuevo impulso a la acción misionera de los niños en favor de sus coetáneos, y sostiene el derecho de los niños a crecer en su dignidad de hombres y de creyentes, ayudándoles sobre todo a realizar su deseo de conocer, amar y servir a Dios. La colaboración de los jóvenes en la evangelización es sumamente necesaria: la Iglesia tiene puestas grandes esperanzas en su capacidad de cambiar el mundo.
3. Con ocasión del Día mundial de las misiones deseo invitar a los creyentes de todo el mundo, y en particular a los padres, los educadores y los catequistas, así como a los religiosos y religiosas, a impulsar la formación misionera de los niños, conscientes de que la educación en el espíritu misionero debe comenzar ya desde la más tierna edad. Si se les guía oportunamente en el ámbito de la familia, de la escuela y de la parroquia, los niños pueden llegar a ser misioneros de sus coetáneos, y no sólo de ellos. Con inocente candor y con gran generosidad, pueden atraer a la fe a sus amigos y hacer que en los adultos se despierte la nostalgia de una fe más ardiente y gozosa. Es preciso, por tanto, alimentar su formación misionera con la oración, manantial indispensable de energía para progresar en el conocimiento de Dios y en la conciencia eclesial. Es necesario sostenerla mediante una participación generosa, incluso material, en las dificultades que atraviesan los niños menos afortunados. Con este espíritu, la colecta de fondos con ocasión del Día mundial de las misiones de este año se destinará, entre otros objetivos, a ayudar a los niños del mundo que viven en condiciones inhumanas, para tratar de brindarles la alegre posibilidad de progresar en la fe evangélica.
Estoy convencido de que, del compromiso de la evangelización y del de la promoción humana, en los que es preciso sensibilizar también a los niños, podrán brotar nuevas vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa, porque, como afirmé en la citada encíclica Redemptoris Missio, "la fe se fortalece dándola" (n. 2). La promoción y el cuidado de las vocaciones misioneras constituye, por consiguiente, una tarea actual y urgente. En efecto, cada vez aumenta más el número de personas a quienes la Iglesia debe llevar el mensaje salvífico y "el anuncio del Evangelio requiere anunciadores, la mies necesita obreros, la misión se hace, sobre todo, con hombres y mujeres consagrados de por vida a la obra del Evangelio, dispuestos a ir por todo el mundo para llevar la salvación" (ib 79).
4. En esta ocasión singular quisiera expresar, una vez más, la viva y cordial gratitud de toda la Iglesia a los misioneros y misioneras, tanto religiosos como laicos, que trabajan con gran empeño, a veces incluso a costa de su vida, en el frente de la evangelización y del servicio al hombre. Su testimonio, a menudo heroico, manifiesta profunda fidelidad a Cristo y a su Evangelio, constituye un ejemplo, un símbolo y un estímulo positivo para los cristianos, y es una invitación a todos para que, mediante la vivencia de su fe, den sentido pleno a su existencia.
Los misioneros consagran todas sus energías físicas y espirituales a difundir el evangelio de la esperanza. A través de ellos Cristo, redentor del hombre, repite a los hombres: "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia". Así pues, conviene que, en este Día mundial de las misiones, los cristianos cierren filas en torno a los misioneros y les manifiesten, con una solidaridad concreta, su simpatía y colaboración. Son graves y urgentes las necesidades relacionadas con la evangelización y la promoción humana. Yo mismo he podido darme cuenta de ellas durante mis viajes misioneros realizados a varios continentes. Hacen falta apoyo espiritual y solidaridad concreta, que incluya ayuda material. Es necesario que se abran el corazón y las manos de los creyentes, sobre todo de los que cuentan con mayores recursos económicos, para contribuir con generosidad al incremento del fondo de solidaridad, mediante el cual la Obra de la propagación de la fe trata de salir al paso de las necesidades de los misioneros. Entre las necesidades más urgentes se encuentran, ciertamente, la construcción de iglesias y capillas, donde los fieles puedan reunirse para la celebración de la eucaristía; el sostenimiento y la formación de los candidatos al sacerdocio y de los catequistas; la publicación en las lenguas locales de textos religiosos para la educación en la fe, como la Biblia, los catecismos nacionales y los libros litúrgicos.
Quiera Dios que las comunidades cristianas entablen una competición de generosidad, imitando el ejemplo de los primeros cristianos, que eran "un solo corazón y una sola alma, y nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos" (Hch 4, 32). Dando con amor, experimentaban que "mayor felicidad hay en dar que en recibir" (Hch 20, 35). De la participación brota para la Iglesia una fuente de comunión renovada y de caridad profética.
5. María, la Madre de Cristo y de los creyentes, es modelo de ese amor a Dios y a los hermanos. A ella encomiendo a cuantos se consagran al cumplimiento del mandato misionero de su Hijo: a los misioneros y misioneras, para que sostenga su actividad apostólica y sus sacrificios; a sus colaboradores y bienhechores, para que se sientan cada vez más animados a compartir sus bienes espirituales y materiales con cuantos carecen de ellos.
A todos deseo enviar mi bendición apostólica que, en este 150 (o) aniversario de la Obra de la santa infancia, quiere abrazar con gozo y afecto especiales a los niños, y sobre todo a los que sufren a causa de alguna enfermedad, de la pobreza o del abandono.
Vaticano, 18 de junio, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús de 1993, decimoquinto año de mi pontificado.