EL ANTIGUO TESTAMENTO DENTRO DE LA BIBLIA

I. LA SAGRADA ESCRITURA EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

1. Analogía con el Verbo Encarnado

La clave para comprender la naturaleza y el mensaje de los libros sagrados es Jesucristo. En ellos Dios ha condescendido a hablarnos en lenguaje humano de manera semejante a como el Verbo Eterno del Padre ha asumido la debilidad de nuestra carne y se ha hecho uno de nosotros 1. En la Sagrada Escritura Dios nos habla por medio de los autores humanos (los hagiógrafos) y con las palabras de éstos. Los libros del Antiguo Testamento, que contienen la palabra de Dios que iba preparando la venida del Salvador, eran un primer paso hacia la encarnación de la Palabra Eterna del Padre. Los libros del Nuevo Testamento testimonian la culminación de la revelación de Dios, que es Jesucristo, y recogen sus palabras y sus hechos. Jesucristo es, por tanto, el fin al que tiende toda la Biblia, el corazón que le da vida, y su contenido más profundo.

Los libros de ambos Testamentos, en cuanto inspirados por el Espíritu Santo, son instrumentos de comunicación entre Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y el creyente. Según el designio salvador de Dios, esos libros proclaman la «vida nueva» que brota del manantial de Jesús crucificado y resucitado, y se propaga por la predicación del Evangelio y los sacramentos de la Iglesia. Las Sagradas Escrituras no son, por tanto, el fundamento del Cristianismo, como si éste fuese una religión del libro. El Cristianismo es «la religión de la “Palabra” de Dios, no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo» 2; es, pues, la vida que fluye del Hijo de Dios hecho hombre y alcanza a los que le siguen. Por ello, para entender en todo su alcance las Sagradas Escrituras, «es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas» 3.

Las palabras de la Biblia, en analogía con el misterio de Jesucristo, tienen una dimensión divina, al mismo tiempo que son verdaderamente humanas. Siguen, pues, la llamada «ley de la Encarnación». «En la composición de los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería» 4. Dios, cuando se expresa en lenguaje humano, emplea las posibilidades de nuestra lengua y acepta también sus limitaciones. Por ello, para penetrar en el sentido de los libros sagrados es necesario emplear todos los medios lingüísticos, literarios, históricos, en una palabra, técnicos, de que podamos disponer, puesto que esos escritos fueron redactados en épocas y culturas que difieren de la nuestra. Sin embargo, no basta con el conocimiento de los medios científicos de interpretación de textos; es preciso –señala Juan Pablo II– que el Espíritu Santo nos guíe; y para esto, a su vez, «es necesario orar, orar mucho, pedir en la oración la luz interior del Espíritu y aceptar dócilmente esta luz, pedir el amor, única realidad que nos hace capaces de comprender el lenguaje de Dios, que es amor (1Jn 4, 8.16)» 5.

2. Palabras de Dios a su Iglesia

Ser dóciles al Espíritu Santo implica fidelidad a la Iglesia, la comunidad de salvación fundada y querida por Jesucristo, pues esos textos han sido confiados a la Iglesia «para alimentar su fe y guiar su vida de caridad. (…) Ser fiel a la Iglesia significa situarse resueltamente en la corriente de la gran Tradición que, con la guía del Magisterio que cuenta con la garantía de la asistencia especial del Espíritu Santo, ha reconocido los escritos canónicos como palabra dirigida por Dios a su pueblo, y jamás ha dejado de meditarlas y de descubrir su riqueza inagotable» 6. De este modo, las Escrituras entregadas a la Iglesia son el tesoro común de todos los creyentes: «La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura constituyen un único depósito sagrado de la Palabra de Dios, encomendado a la Iglesia, al que se adhiere todo el pueblo santo unido a sus pastores, y así persevera constantemente en la doctrina de los apóstoles» 7.

Por su vinculación esencial a la Iglesia, la Sagrada Escritura se inserta en las dimensiones jerárquica y carismática de aquella. El Magisterio, que por mandato divino ha recibido el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, en nombre de Jesucristo, al proponer la doctrina de la revelación, interpreta y «actualiza» la Escritura, es decir, la aplica a las diversas situaciones históricas y culturales de los fieles. Los obispos, en cuanto sucesores de los apóstoles, son los primeros testigos y garantes de la tradición viva en la cual las Escrituras son interpretadas en cada época. También los presbíteros, en cuanto colaboradores de los obispos, están dotados de un carisma particular para la interpretación de la Escritura cuando trasmitiendo, no sus ideas personales, sino la Palabra de Dios, aplican la verdad eterna del evangelio a las circunstancias concretas de la vida 8. Pero, además, el Espíritu también ha sido dado a los cristianos individualmente para que todos ellos puedan encenderse en el amor de Dios cuando, bien en común o individualmente, oran y estudian en la oración las Escrituras.

En la vida de la Iglesia hay, sin embargo, dos ámbitos relevantes en los que de una manera más inmediata se interpreta y actualiza la Sagrada Escritura: la liturgia y la lectio divina o lectura espiritual de los textos bíblicos.

El Concilio Vaticano II enseña que, en la liturgia de la Iglesia y de manera especial en la celebración eucarística, todos los bautizados reconocen la presencia de Cristo también en su palabra, «pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla» 9. Al hecho en sí de escuchar la palabra, el pueblo de Dios aporta el sentido sobrenatural de la fe. En principio, en la celebración de la Eucaristía se realiza la actualización más perfecta de los escritos sagrados, ya que en ella se proclama la palabra de Dios en medio de la comunidad de los creyentes reunidos alrededor de Cristo para dar gloria a Dios, y se realiza la obra de salvación que proclama la Sagrada Escritura10.

También en la lectio divina, o lectura espiritual de la Sagrada Escritura, realizada individualmente o en grupo, se penetra y actualiza su sentido, y se alcanza un amor creciente a la Palabra de Dios, fuente de vida interior y de fecundidad apostólica11. Esta lectura no es nunca completamente privada, ya que el creyente lee e interpreta siempre la Escritura en la fe de la Iglesia y aporta a la comunidad el fruto de su lectura para enriquecer la fe común12. Por este motivo, el Concilio Vaticano II ha pedido que el acceso a las Escrituras sea facilitado de todos los modos posibles13.

II. EL ANTIGUO TESTAMENTO Y SU INTERPRETACIÓN

1. Libros del Antiguo Testamento

El Antiguo Testamento es una parte de la Sagrada Escritura de la que no se puede prescindir. Sus libros han sido inspirados por Dios «y conservan un valor permanente porque la Antigua Alianza no ha sido revocada. En efecto, el fin principal de la economía antigua era preparar la venida de Cristo, redentor universal»14.

El canon del Antiguo Testamento comprende 46 escritos (45 si se cuentan Jeremías y Lamentaciones como uno solo), que en ediciones católicas de la Biblia vienen distribuidos en tres grandes bloques: 1) Libros históricos: los cinco que integran el Pentateuco (Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio), más los libros de Josué, Jueces, Rut, los dos libros de Samuel, los dos de los Reyes, los dos de las Crónicas, Esdras, Nehemías, Tobías, Judit, Ester y los dos libros de los Macabeos. 2) Libros didácticos, poéticos o sapienciales: Job, Salmos, Proverbios, Qohélet (Eclesiastés), Cantar de los Cantares, Sabiduría y Sirácida (Eclesiástico). 3) Libros proféticos: Isaías, Jeremías, Lamentaciones, Baruc, Ezequiel, Daniel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, y Malaquías.

Los libros del Antiguo Testamento, como palabra de Dios, tienen valor permanente; pero, al mismo tiempo, responden a la época en que fueron escritos. Por eso, «“aunque contienen elementos imperfectos y pasajeros”, estos libros dan testimonio de toda la divina pedagogía del amor salvífico de Dios: “Contienen enseñanzas sublimes sobre Dios y una sabiduría salvadora acerca del hombre, encierran tesoros de oración y esconden el misterio de nuestra salvación” (Dei verbum, 1515.

2. Interpretación del Antiguo Testamento

La Iglesia lee los libros del Antiguo Testamento en su significación inmediata como testimonios de la historia de la salvación. Pero, puesto que esa historia se cumple en Cristo y desde Él se ilumina, la Iglesia entiende esos libros a la luz del acontecimiento pascual –la muerte y resurrección del Señor– que aporta una radical novedad y da un sentido decisivo y definitivo a las antiguas Escrituras16. Esta nueva profundización en el sentido forma parte integrante de la fe cristiana. Esto quiere decir que la lectura del Antiguo Testamento a la luz de los acontecimientos de la muerte y resurrección de Jesús no altera el sentido primigenio de los textos, sino que lo ahonda y lo lleva a su plenitud a partir de la luz de la definitiva revelación en Cristo: el Antiguo Testamento permanece así no sólo válido en su sustancia, sino incluso mejor comprendido. Prescindir del Antiguo Testamento o alterarlo sustancialmente sería privar al Nuevo de su enraizamiento en la historia17.

Para interpretar correctamente los libros de la Antigua Alianza conviene tener en cuenta dos principios fundamentales:

a) Cualquier texto de la Biblia se ha de interpretar en primer lugar dentro y a la luz de la unidad total de la Escritura

«Para descubrir el verdadero sentido del texto sagrado hay que tener en cuenta con no menor cuidado el contenido y la unidad de toda la Escritura»18. En ocasiones, la Biblia, y particularmente el Antiguo Testamento, puede parecer más un mosaico de libros que una obra continua; sin embargo, todos los escritos de la Biblia han surgido, inspirados por Dios, en el seno de la misma comunidad creyente, y todos ellos se han transmitido formando una unidad. Cada uno de esos libros, por tanto, ha de ser leído e interpretado como una parte del conjunto total que es la Biblia. De esta forma se percibe el progreso de la Revelación divina y los diversos modos en que se da al hombre.

Por otra parte, «los textos de la Biblia son normalmente expresión de tradiciones religiosas que existían antes de ellos. El modo como se relacionan los textos con las tradiciones es diferente en cada caso, ya que la creatividad de los autores se manifiesta en diversos grados. En el curso del tiempo, múltiples tradiciones han confluido poco a poco para formar una gran tradición común. La Biblia es una manifestación privilegiada de este proceso que ella, en un primer momento, ha contribuido a realizar, y del que, después, ha continuado siendo norma reguladora»19.

Estas relaciones entre textos y tradiciones, o entre unos textos y otros, se encuentran ya presentes en los libros del Antiguo Testamento, pero adquieren especial relevancia en el Nuevo, en el que las citas explícitas del Antiguo son muy frecuentes y orientadoras. Este hecho muestra que los autores del Nuevo Testamento reconocen al Antiguo Testamento el carácter de revelación divina, al mismo tiempo que manifiestan que tal revelación ha llegado a su cumplimiento en la vida, enseñanza y, sobre todo, en la muerte y resurrección de Jesús. Los autores del Nuevo Testamento, cuando acuden a textos del Antiguo para explicar el sentido salvífico de las acciones y palabras de Jesús, lo hacen inspirados por el Espíritu Santo pero según los conocimientos y procedimientos de interpretación de su época y ámbito cultural. No podría ser de otra manera. Sería un anacronismo exigir de ellos el uso de los métodos científicos modernos. Nosotros, en cambio, cuando leemos el Antiguo Testamento, debemos interpretar sus textos con la ayuda de los conocimientos científicos actuales sobre el mundo y teniendo en cuenta los procedimientos de interpretación que tenían los antiguos, procedimientos que la investigación moderna ha ido descubriendo. Pero el mejor conocimiento de estos recursos no oscurece la relación entre el Antiguo Testamento y el Nuevo20; al contrario, hacen aún más evidentes las palabras de San Agustín: Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet («El Nuevo está escondido en el Antiguo, y el Antiguo se manifiesta en el Nuevo»)21.

b) La interpretación de la Biblia debe hacerse en la Tradición de la Iglesia

La tradición bíblica se continúa en la Tradición viva de la Iglesia. La Biblia no ha sido entregada por Dios a ninguna persona en particular, sino a la Iglesia22. Sólo a través de ésta conocemos el canon de las Sagradas Escrituras, es decir, cuáles son los libros inspirados por Dios que integran la Biblia. «Guiada por el Espíritu Santo y a la luz de la Tradición viva que ha recibido, la Iglesia ha discernido los escritos que deben ser conservados como Sagrada Escritura. (…) El discernimiento del “canon” ha sido el punto de llegada de un largo proceso»23.

La Iglesia ha percibido cuáles son los libros inspirados, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, y discerniendo el canon de las Escrituras, discernía su propia identidad, de modo que las Escrituras son, a partir de ese momento, un espejo en el cual la Iglesia puede redescubrir constantemente su identidad, y verificar, siglo tras siglo, el modo cómo responde sin cesar al evangelio24. La Iglesia ha sido consciente de que es el mismo Espíritu Santo, que impulsó a los autores a poner por escrito los libros sagrados, el que la guió en el reconocimiento de esos libros y el que la asiste sin cesar en su recta y auténtica interpretación. Cualquier interpretación de los libros de la Sagrada Escritura que quiera respetar la naturaleza propia de los mismos, deberá, por tanto, hacerse in sinu Ecclesiae.

Existe, pues, una íntima conexión entre Tradición, Escritura y Magisterio de la Iglesia. La Tradición se ha puesto por escrito en unos libros, y éstos han sido reconocidos como sagrados, como parte de la Escritura, por esa misma Tradición viva que los interpreta como auténtica Palabra de Dios. De ahí que el tercer elemento, la interpretación, entra dentro de la naturaleza de la misma Escritura, pues ésta se forma por un conjunto de actos realizados por la Iglesia, que es, por su misma constitución, una comunidad de tradición.

En el curso de esta gran Tradición, la exégesis de los Padres ha sacado del conjunto de la Escritura las orientaciones de base que han dado forma a la tradición doctrinal de la Iglesia, y ha proporcionado una rica enseñanza teológica para la instrucción y la alimentación espiritual de los fieles. En los Padres de la Iglesia, la lectura de la Escritura y su interpretación ocupan un lugar eminente y enormemente rico, con una actualidad que no desaparece, aunque los métodos que emplearon para penetrar en el sentido profundo de ella correspondían a su época y cultura y, muchas veces, han perdido validez científica25. Tras los Santos Padres, una ingente multitud de comentarios, a través de la predicación y del estudio, ha enriquecido la interpretación de la Sagrada Escritura en tiempos más recientes.

En cualquier caso, la interpretación de la Sagrada Escritura no debe proponerse nunca como un acto aislado, fruto conclusivo del ingenio de un intérprete. Es un encuentro con la Palabra de Dios en la Tradición viva de la Iglesia, con la inmensa multitud de hombres y mujeres que han enraizado su vida en ella y la han puesto a su servicio.

1 cfr Conc. Vaticano II, Dei verbum, 13.
2 Catecismo de la Iglesia Católica, 108.
3 Ibidem.
4 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 11.
5 cfr Juan Pablo II, Discurso sobre la interpretación de la Biblia en la Iglesia, en Pontificia Comisión Bíblica, La Interpretación de la Biblia en la Iglesia, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1993, n. 9, p. 11.
6 Ibidem, n. 10, p. 12.
7 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 10; cfr 21.
8 cfr Conc. Vaticano II, Presbyterorum ordinis, 4.
9 Conc. Vaticano II, Sacrosanctum concilium, 7.
10 Ibidem, 6.
11 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 21.
12 cfr Pontificia Comisión Bíblica, La Interpretación de la Biblia en la Iglesia, III, B. 3, p. 92.
13 cfr Conc. Vaticano II, Dei Verbum, 22 y 25.
14 Catecismo de la Iglesia Católica, 121-122.
15 Ibidem, n. 122.
16 cfr Conc. Vaticano II, Dei verbum, 4.
17 cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 123.
18 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 12.
19 Pontificia Comisión Bíblica, La Interpretación de la Biblia en la Iglesia, III, A, p. 80.
20 cfr Conc. Vaticano II, Dei verbum, 16.
21 San Agustín, Quaestiones in Heptateuchum, 2, 73 (PL 34, 623).
22 cfr Conc. Vaticano II, Dei verbum, 11.
23 Pontificia Comisión Bíblica, La Interpretación de la Biblia en la Iglesia, III, B. 1, pp. 86-87.
24 cfr Conc. Vaticano II, Dei verbum, 8.
25 cfr ibidem, 23.