Almaquio fue un monje llegado de oriente que, encontrándose en Roma, al presenciar el sangriento espectáculo del circo, se arrojó impulsivamente a la arena para interrumpirlo. Allí murió víctima –depende del biógrafo que se lea– de las fieras, de los gladiadores o lapidado por el público que se resistía a quedarse sin diversión. Eso da igual; lo importante es saber que a un cristiano se le removieron las entrañas al ver el menosprecio que tantos mostraban de la vida humana y dio su vida por ello. Parece ser que, a raíz de este acontecimiento, el emperador Honorio llegó a tomar la decisión de prohibir este tipo de festejo, cuando propició el espíritu cristiano en la reforma de las leyes del imperio.
El valor de una vida de hombre no debe depender sólo del consenso de los parlamentos ni siquiera de los acuerdos internacionales y, mucho menos, de las conveniencias del momento. El cristiano lo aprende de la vida de Jesús que la entregó por todos los hombres. Quizá la espontánea reacción de este antiguo y desconocido monje oriental pueda ayudar a pensar a los pacifistas de todos los tiempos.
Pero, de todos modos, ¿qué pintaba el buen monje Almaquio en el circo?