Hombre enérgico y lleno de fe. La entereza de su carácter fuerte no pudo doblegarla el miedo al poder político y militar napoleónico; soportó con paciencia el destierro por mantener heroicamente la fidelidad a la Iglesia y al papa.
Nació en Civitavecchia a primeros del año 1745.
Después de haber sido superior de su propio seminario se ordenó sacerdote a los veinticuatro años. Es pasionista. La primera etapa de su vida sacerdotal la pasa entre misiones y predicaciones continuas por Italia. Es un orador sagrado que mira más al contenido del mensaje que al modo de transmitirlo. Su sincero y profundo amor a Jesucristo, que madura cada día en la oración personal, le lleva al descubrimiento claro de los intereses de Dios. Le interesa la conversión de las personas que entran en su apostólico radio de acción. No se preocupa sólo de mover la emotividad pasajera y poco durable; intenta más llenar la inteligencia y potenciar la voluntad con su cálida palabra que llevarán a cada oyente a plantearse de modo personal su respuesta al amor de Dios. Y el tema de siempre es la Pasión del Señor que manifiesta el amor que Dios tiene al hombre. Fueron veinticinco años de incansable actividad, destacando las numerosas misiones de Roma, los Ejercicios Espirituales predicados al Colegio Cardenalicio y al alto clero de la Ciudad Eterna. Dios quiso suscitar por su medio conversiones abundantes, aunque no publicables; se resolvían en el ámbito privado de la intimidad del penitente y él las reconocía en el abundante confesionario que prodigaba.
Otra etapa imposible de silenciar es la que comienza con su consagración episcopal. Se sabe que puso todas las excusas imaginables para eludir el nombramiento. Tuvo que ser el mismo papa Pío VII quien le pidiera este servicio a la Iglesia. Nombrado obispo de Macerata y Tolentino, Vicente María tomará por modelos de pastor a san Carlos Borromeo y san Francisco de Sales. Organizó misiones populares, hizo frecuentes visitas pastorales y se cuidó de los pobres a los que no dudó entregar su propio anillo episcopal como exponente de caridad. Pero, entre todas las preocupaciones, se ocupará de modo particular del clero; como es consciente de la necesidad que hay de un clero piadoso y culto para su tiempo, el seminario pasa a ser el centro de su preocupación pastoral; procura dar las orientaciones precisas para que haya orden, piedad, disciplina, estudio y se cuiden las virtudes de convivencia; escribió meditaciones con el fin de que ayuden a los candidatos a intimar con Jesús que ha de ser el motor y centro de su vida y actividad. Introduce como requisito imprescindible para la ordenación sacerdotal entrevistas personales con cada aspirante, previas a la ordenación, para tener garantías sobre la idoneidad en piedad, amor a la pobreza y castidad; sin esa caución, no ordena, no da licencias para confesar, no confía las almas con un cargo pastoral.
A comienzos del siglo XIX la Iglesia estaba muy mediatizada por intereses de orden temporal. Desde su consagración episcopal se propuso eliminar intermediarios entre él y el papa, considerándolo como al superior ordinario inmediato El centro de la autoridad en la Iglesia lo cautiva; el papa es Cristo mismo visible y así lo defenderá enérgicamente, con fortaleza, llegando a contradecir al general Lemarois ante el asombro de los oficiales presentes: se opone al juramento que se intenta imponer a los obispos cuando los Estados Pontificios son ocupados por las fuerzas napoleónicas en 1808. El hecho de defender al papa y los derechos de la Iglesia le valió el destierro; seis años estuvo sacado de entre los suyos, residente el Milán en involuntario reposo, dedicado a practicar obras de caridad, gobernando su diócesis mediante vicarios con los que mantenía continuo trato, afligido por el sufrimiento del papa prisionero de Savona y a quien ha de ayudar económicamente pidiendo limosnas.
Regresó a Macerata en 1814 y en 1823 insistió en renunciar al gobierno de la diócesis. Pero el entonces papa León XII sólo le acepta la renuncia con la condición de que se quede a su lado, porque el papa –quien sea– también tiene alma que salvar. Y este nuevo encargo, tan apropiado a su pensamiento y vida, bien lo cumplió.
Próxima la Navidad, justo el 23 de Diciembre, Vicente María Strambi, que es el director espiritual del papa, recibe en su residencia del Quirinal una llamada urgente de parte del Sumo Pontífice que yace gravemente enfermo. Cuando entra en sus aposentos se hace cargo de la extrema gravedad. El papa está agonizante con la respiración alterada y todo está dispuesto para celebrar Misa «pro infirmo». La intensa oración durante el acto litúrgico y su duración indica a los presentes algo extraño en el obispo oficiante; no les faltaban motivos para esa certera intuición; el capellán de León XII ha estado proponiendo un trueque al Señor: su vida –que no vale– a cambio de la salud corporal del Sumo Pastor. Cuando alborea el día y vuelve a visitar al papa, lo encuentra reconfortado y le comunica a solas que vivirá aún cinco años y cuatro meses. El 28 de Diciembre –sólo han pasado tres días– Vicente María sufre un ataque que le lleva a la muerte el 1 de enero –tres días más– del año 1824.
Al buen Dios le pareció excelente el cambio. Y lo aceptó.