5 de enero

San Simeón Estilita (459)

Los alrededores de Antioquía, en el extremo oriental del Mediterráneo, fueron, durante los siglos V y VI escenario de vida eremítica. Toda la región estaba poblada de monasterios y habitada por anacoretas. El más popular de todos ellos fue San Simeón, llamado más tarde el Estilita por lo que pronto veremos.

Nació Simeón al declinar el siglo IV en Sisán, pueblo situado entre los confines de Cilicia y Siria. De pequeño fue zagalillo y, al frente de un rebaño de ovejas, recorría las montañas vecinas. Era cristiano; pero de Dios sabía lo poco que le enseñaron sus padres, gente sencilla que vivía de la tierra y del pastoreo. Un amanecer, al levantarse como de costumbre, vio todo nevado. No pudo salir con las ovejas aquella mañana y se dirigió a una iglesia. Un monje estaba pronunciando las palabras del Evangelio: Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados; bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios... El zagal no acababa de comprender y preguntó a un anciano: ¿Qué debo hacer para merecer la bienaventuranza? Lo más seguro –respondió el anciano– es dejarlo todo y llevar vida de anacoreta.

En otra ocasión, estando también en la iglesia, rogaba a Dios Nuestro Señor que le mostrase el camino en que podría servirle. Perseveró largo tiempo en esta petición hasta que se durmió y tuvo un sueño. Soñó que cavaba en la tierra para poner el fundamento de un edificio: Ya está –pensó entre sí–; mas una voz decía: Es precisó que ahondes más. El joven cavó profundamente. La advertencia se repitió por dos veces hasta que oyó: Hay bastante; ahora podrás elevar el edificio con seguridad. Despertó del sueno, fuese al monasterio más cercano y pidió ser admitido. Tenía entonces unos catorce años. Allí aprendió de memoria el Salterio, para poder rezar, pues en aquella época los libros eran raros.

No pareciéndole bastante rigurosa aquella vida, al cabo de dos años se fue cerca de Teleda, a una colonia de monjes que vivían bajo la obediencia del santo abad Heliodoro. Los otros compañeros pasaban días alternos sin comer nada. Al joven le pareció eso poca abstinencia y sólo comía los domingos. Habiendo hallado una cuerda rústica, tejida con mirto silvestre, se la enrolló estrechamente al cuerpo, y lo hizo con tanta violencia que se le adhirió al cuerpo y le llagó la carne hasta manar sangre. Eso fue la causa por la cual se descubrió tan áspera mortificación. El abad intervino. Los hermanos fueron despegando la cuerda con extrema dificultad, humedeciéndola. Una vez curado, el abad le despidió con buenas palabras, pues creyó que aquel fervor extremado podría ser motivo de escándalo para otros más débiles.

Simeón dejó el lugar y se internó en el monte. Anduvo indeciso hasta encontrar una cisterna abandonada y sin agua. Se bajó a ella y se pasó cinco días en oración. Entre tanto sus antiguos compañeros, arrepentidos de haber perdido tan ejemplar compañía, fueron en su busca y, guiados por unos pastores, pudieron dar con él. Le ayudaron a salir de la cisterna y le rogaron que volviera al cenobio, con gran admiración del joven, que no comprendía por qué tenían con él tales muestras de afecto, pues se consideraba un gran pecador.

Poco tiempo después se dirigió a un monte cerca del pueblo de Telaniso y allí emprendió vida de penitencia en absoluta soledad y sin reservas. Esto sucedía hacia el ano 412, cuando Simeón contaba unos veintitrés años de edad. Al llegar la Cuaresma, pensó que podría pasarla sin comer. Pidió el parecer a un anciano sacerdote llamado Baso, que era guía espiritual de otros anacoretas. El anciano aprobó aquella santa locura, pero con la condición de que tuviese consigo agua y pan: no fuera a tentar a Dios. Simeón le dijo entonces: Ponme, padre, diez panes y un jarro de agua; si mí cuerpo lo necesita, los tomaré.

Baso tapió la puerta del anacoreta con lodo y le dejó. Simeón pasó los primeros días en pie; después rezaba el oficio divino sentado. Los últimos días era tanta su debilidad, que los pasó echado. Terminada la Cuaresma, su director fue a visitarle y lo encontró exánime. Le avivó, mojándole los labios y le hizo probar alimento.

Siempre insatisfecho, buscó un lugar más agreste hacia el interior de los montes, más allá de Teleda. Construyóse con piedras un muro a modo de reducida clausura y ató el pie a una gran roca con una cadena. Allí, con toda libertad bajo el azul del cielo y fuera de las miradas humanas, se entregó a la contemplación. Mas el resultado fue contrario a lo que el Santo hubiera querido, pues, por ese tiempo, comenzó a trascender la fama de su santidad, y varias personas iban a visitarle. Una de las visitas fue la del corepíscopo de Antioquía, llamado Melecio, el cual le reprendió cariñosamente diciéndole que no tenía por qué encadenarse como se hace con los irracionales, pues al hombre le basta la razón, junto con la gracia, para sujetarse a unos límites y no excederlos. El Santo obedeció sin más y se dejó desatar.

Cundió la fama y la gente acudía de todas partes, no sólo de las provincias cercanas, persas, armenios, ismaelitas, árabes o georgianos, sino que la noticia llegó a Italia, a España y a Francia. Desde muy lejos llegaban peregrinos y curiosos; le pedían consejos, bendiciones, curaciones, milagros... No contentos con verle y oírle, querían tocarle y hacerse con recuerdos a costa de su andrajoso hábito. El joven anacoreta les atendía en lo posible. Sin embargo, para aislarse de los visitantes, ideó otro sistema de vivir. Hizo construir una columna o pilar de seis codos al principio, más tarde de doce, de veinte, y al fin de treinta y seis codos (unos diecisiete metros). El resto de su vida, treinta y siete años, los pasó en la columna, a cielo raso y sin abrigo contra el sol, la lluvia o el viento. De vivir en esa columna (stilos en griego) le quedó el sobrenombre de estilita.

Se puede decir que no dormía, comía apenas (una sola vez por semana, poca cosa, y nada durante la Cuaresma). La mayor parte del día y de la noche la pasaba en oración, ora postrado, ora en pie. Cuando rezaba en pie, hacía reverencias continuamente hasta llegar con la cabeza a los pies. En las grandes festividades pasaba toda la noche en oración con las manos levantadas, sin dar muestras de cansancio en una postura tan penosa. Nunca se le vio echado ni sentado.

Al llegar aquí se impone una aclaración, puesto que hay motivos para pensar si todo eso que venimos contando no pasa de piadosa leyenda. La vida de San Simeón nos ha sido transmitida por Teodoreto, que también fue monje en aquella región, hasta que le sacaron del monasterio para ocupar la sede episcopal de Ciro, diócesis vecina a la de Antioquía. Conoció a San Simeón cuando ambos eran monjes y lo visitó varias veces en su columna. Yo mismo cuenta Teodoreto le vi en la columna, aunque con notable peligro de mi parte; pues estando rodeada de extranjeros que iban a pedirle la bendición, en cuanto Simeón me vio, dijo a los presentes que pidieran la bendición a mí, que era sacerdote. Entonces aquella buena gente se abalanzaron sobre mí con los brazos implorantes agarraban mis vestidos hasta romperlos y se asían a mis barbas, y de veras que ellos me mataran si el Santo desde la columna no les diera voces para que me dejasen. Evagrio, abogado de Antioquía un siglo después, es un historiador fiel que también se ocupa de su compatriota San Simeón, y lo que cuenta de él coincide con lo que escribió Teodoreto.

Confesamos que una vida de tanta austeridad no sólo está por encima de lo corriente, sino que es difícil de explicar sin una intervención de Dios Nuestro Señor. Había pasado la era de los mártires, y ahora, los anacoretas ofrecían una nueva forma de ser mártires, o sea, testigos de Jesús. El caso de San Simeón Estílita es exponente de aquella forma de santidad que nos describen las historias del monaquismo. También hemos de confesar que no siempre hubo pureza de intención en aquellas penitencias horrorosas, extravagantes a veces y en plan de competencia mutua que algunos hicieron con el fin de granjearse popularidad y sacar partido de ella. San Simeón no fue el único estilita, puesto que su ejemplo tuvo pronto imitadores. A fines del siglo VI hay otro Simeón, también estilita, a quien el emperador Mauricio tenía en mucha veneración. Mas el principal discípulo de nuestro santo fue sin duda San Daniel, el cual hizo levantar su columna no lejos de Constantinopla. La parte superior terminaba con una pequeña balaustrada a modo de púlpito. Gennades, obispo de Constantinopla, admirado de la penitencia de San Daniel, le ordenó sacerdote en la misma columna, y el emperador León hizo construir junto a ella un pequeño monasterio para los discípulos. Fueron modos de vivir que se nos antojan raros, porque no sincronizan con nuestro modo de pensar; pero que fueron de gran ejemplaridad en aquellos tiempos. Dios ha suscitado la santidad por innumerables caminos, según las necesidades de cada época.

Los estilitas escogieron el camino de la penitencia pública e integral: una predicación continuada. Se tenían por simples predicadores de la penitencia, sin pensar que fueran santos.

San Simeón nunca consiguió aislarse de la gente. Cuanto más se lo ingeniaba, más visitado fue por toda clase de personas. Dos veces al día predicaba a los que esperaban al pie de su columna, y entre sermón y sermón, atendía las peticiones, respondía a preguntas y componía pleitos. Tan duro era consigo como afable con los demás. Llama viva sobre el candelero que alumbraba a los buenos, encendía a los tibios y removía la conciencia de los pecadores. En cierta ocasión se presentaron dos grupos de extranjeros, cada uno con su filarco o capitán, y unos y otros pretendían que el Santo bendijera el suyo propio. Decían los primeros que el filarco que presentaban era merecedor de bendición y no el otro que era malo. Razón de más –contestaban los otros–, pues si es malo, que lo bendiga el Santo para que sea bueno. Porfiaban y se impacientaban, hasta que el Santo logró que se calmaran e hicieran las paces. Unos tintoreros de Antioquía, maltratados por el prefecto de la ciudad, fueron a exponerle sus querellas e implorar su intercesión. En otra ocasión, logró que los acreedores perdonaran deudas a quienes no podían pagar.

Combatió desde la columna a los paganos, a los judíos y a los herejes; no para humillarlos sino para atraerlos a la verdadera doctrina. Sus biógrafos aseguran que convirtió a millares de persas, armenios, georgianos y sarracenos. Un famoso asesino, Antíoco de nombre, murió de dolor y arrepentimiento al pie de la columna, después de haber oído al Santo.

Desde su célebre columna recibió a príncipes, aconsejó a reyes e intervino en los asuntos de la Iglesia. En las actas del concilio de Éfeso se ha conservado una carta del emperador Teodosio II en la cual pide a Simeón que ayude la causa de la Iglesia y procure que Juan, patriarca de Antioquía, desista de sostener la herejía de Nestorio. Años después, la emperatriz Eudoxia, viuda de aquel emperador, al ver que Eutiques acababa de ser condenado en el concilio de Calcedonia, mandó emisarios al Santo para pedirle consejo. Simeón le respondió con admirable libertad y cierta galantería. Le dijo que el demonio, envidioso de ella, tan rica en buenas obras, quería despojarla de ellas minando su fe. Del emperador Marciano, esposo de Santa Pulqueria y sucesor de Teodosio II, se cuenta que, para ver y oír al santo estilita con entera libertad, en más de una ocasión dejó el vestido imperial e iba a verle de incógnito. También le escribió el emperador León I, sucesor del anterior. Evagrio nos ha conservado otra carta que el Santo escribió a Basilio de Antioquía, su propio prelado, para animarle a que siguiera las decisiones del concilio de Calcedonia.

Su humildad era manifiesta. Se tenía por el más despreciable de todos. En la carta a Basilio de Antioquía que acabamos de mencionar se llama a sí mismo humilde y exiguo, aborto de monjes. Sabemos por Evagrio que los solitarios vecinos estaban admirados de la humildad del Santo. Mas, como el demonio se mete entre las cosas más santas, quisieron probar si su intención era totalmente sincera y pura. Y mandaron a unos cuantos con indicaciones expresas. Esos tales se presentaron al pie de la columna y comenzaron a reprenderle porque había abandonado un camino de santidad que tantos otros siguieron y en el cual se habían santificado, para seguir en cambio los caprichos de su mente y tomar un género de vida que nadie había seguido hasta entonces. Al final le instaron, en nombre y representación de los demás anacoretas, a que descendiera de la columna y se comportara como los demás. Nuestro Santo, oídas tales razones, pensó que realmente no estaba bien singularizarse, y puesto que Dios prefiere la Obediencia a los sacrificios, acto seguido pidió una escalera para bajarse. Entonces los emisarios dijeron: Continúa en tu decisión, porque es voluntad de Dios.

Murió el 5 de enero del año 459, a los setenta de edad aproximadamente. La muerte lo halló rezando y quedó inclinado en la forma que tenía por costumbre al orar.

La noticia se divulgó rápidamente por Antioquía. Los restos del Santo tuvieron que ser guardados por soldados de la ciudad, pues los habitantes de otros pueblos querían llevárselos. Su cuerpo fue colocado en la iglesia de San Casiano y, más tarde, en otra que levantaron en su honor, con el nombre de iglesia de la Penitencia. El emperador León intentó trasladar las reliquias a Constantinopla, mas los habitantes de Antioquía se opusieron inexorablemente. Su tumba fue durante muchos años lugar de curaciones portentosas. En el lugar de la columna se levantó un monasterio y un patio octogonal, al que dan cuatro basílicas. La columna quedó a la vista en el centro del patio. Era la edificación más monumental de todo el Oriente cristiano. Todavía se conserva, semiderruido, con las piedras que sirvieron de base a la famosa columna. Los beduinos llaman a aquel lugar, hoy solitario, Kaat Simân (Castillo de Simeón).

J. FERNANDO ROIG

Simeón, San

Autor: Archidiócesis de Madrid

El extremo oriental del Mediterráneo está sembrado de anacoretas en el siglo V y VI. El más conocido y popular de todos ellos es Simeón, llamado más tarde el Estilita. Nació en Sisán a finales del siglo IV, entre los límites de Cilicia y Siria. Tiene cuando es niño el común oficio de pastor. Es cristiano y su saber contiene lo poco que pudieron enseñarle sus padres. Una nevada le impide salir con el ganado y es la ocasión que Dios le propone; va a una iglesia ese día y el sacerdote –un anciano– está predicando las Bienaventuranzas que él no llega a comprender muy bien; pero pregunta para conocer su camino. Tiene unos catorce años; es buena edad para ser generoso.

Comienza una peregrinación por su vida a la búsqueda cada vez de austeridad más intensa, de penitencia, oración y dedicación a Dios.

En Tedela, hay una colonia de monjes. Allí entra. Le despiden pronto por demasiado penitente al descubrir la cuerda áspera que lleva enterrada en carne cuando intentan limpiar la sangre que mana de la herida. Podría ser un obstáculo para los jóvenes monjes al ver lo desmesurado de su penitencia.

Ahora un monte cercano y una cisterna seca son por cinco días el lugar de ayuno y penitencia.

Otro monte cercano al pueblo de Telaniso le brinda ocasión de penitencia en absoluta soledad y sin reservas en el año 412. Ha decidido otra santa locura: pasar la Cuaresma solo a pan y agua y tapiando su puerta con la aprobación de Baso, el sacerdote que dirige también a otros anacoretas.

Más penitencia cerca de Tedela con la búsqueda tan querida de soledad para la contemplación. Construye un muro, como una cerca que le facilite su clausura. Allí se ata un pie con cadena a una gran roca. Le visita alguna gente que conoce su santa existencia y va a verle Melecio, obispo de Antioquía, que le dice bastarle la inteligencia y que no debe atarse como las irracionales bestias.

Cunde la fama y los visitantes son ya muchos, cada vez más, próximos y de lejanas tierras. También los hay curiosos que disfrutan con el espectáculo extraño de un anacoreta. Le piden consejos, quieren oírle, dirime disputas, milagros, hay curaciones y hasta milagros. Le quieren tocar y llevarse un recuerdo como reliquia en vivo del anacoreta. Levanta el muro para aislarse, ya es una torre de diecisiete metros. El resto de su vida –treinta y siete años– los pasó en la columna, al cielo raso, con frío o calor con sol, lluvia o viento. De vivir en la columna le viene el nombre de estilita –columna es 'stilos' en griego–. Poco dormía. Comía una vez por semana. Nada en cuaresma. Predica dos veces al día y el resto reza.

Su forma de vida causa estupor y admiración y hay hasta el temor de que no sea cierta. No obstante ésta es su compañero Teodoreto, con quien vivió como monje y le visitó en su columna, quien nos la cuenta. Tampoco en su tiempo dejó de sentirse su influencia. Obispos y emperadores piden su consejo y las resoluciones del concilio de Calcedonia se adoptan con su aportación. Incluso la herejía arriana fue combatida desde la columna.

Las piedras que sirvieron de base a la columna y los muros semiderruidos del monasterio que se edificó después de su muerte se conservan aún en el lugar solitario que los beduinos llaman hoy Kal’at Simân (castillo de Simeón).

Terminados los mártires ha comenzado una nueva época de testimonio. Los nuevos testigos son ahora los anacoretas. Una forma incomprensible para nuestro tiempo; falta el sincronismo necesario para entenderlo. Pero el conocimiento de Cristo, los millares de gentes convertidas, los pecadores arrepentidos, los animados a ser fieles, los consolados por la penitencia, los motivados a la oración y a la austeridad son un cocktail muy importante para despreciar o juzgar como improcedente esta forma de seguir a Cristo y de testimoniarle ante el mundo por el camino de la penitencia pública e integral.