Tagilde, del obispado de Braga, es el pueblo portugués que le vio nacer. Por la discreción que desde pequeño demostró, el Arzobispo de Braga lo toma bajo su techo preparándolo para el sacerdocio. Luego, al ir conociendo sus cualidades, le encomienda la Abadía de San Pelayo. Pelayo se muestra muy responsable y celoso de sus ovejas, intenta acercarlas a Jesucristo más con las obras que con los sermones, por ello adopta unas ropas de mendigo y, arreciando en la penitencia, da en limosna a los pobres cuanto le llega.
Como tiene un deseo vivo de visitar los Santos Lugares, deja a un sobrino el cuidado de la Abadía y comienza su soñada peregrinación. Lleno de agradecimiento y con muchas lágrimas de pesar, Gonzalo contempla con admiración, mira piadoso, besa con cariño y venera con respeto lo que para la fe son monumentos. De hecho, el tiempo pasa insensible en su embeleso.
A los catorce años regresa para cuidar a sus ovejas. Ha sido muy larga la ausencia. La Abadía ha cambiado. El pastor que dejó se ha hecho lobo. Ha abandonado el cuidado y se ha dedicado al despojo. Entre comilonas, cacerías, vicios y vanidades se ha convertido de servidor en dueño. Como tantos. No obedece los requerimientos del tío y hasta lo echa con amenazas violentas, maltratándolo físicamente. Ya intentó antes demostrar su muerte para asegurarse el puesto.
El legítimo abad, aprendió mucho en Palestina. Se retira humillado y vencido. Recorre los alrededores y predica feliz el Evangelio; construye una pequeña ermita y se convierte en ermitaño orante solitario, predicador y consejero por los alrededores de Tamaca.
La Virgen le lleva a pasar una noche en el monasterio de Vimaro, de los dominicos. Allí es aceptado como religioso, recibe los hábitos, hace sus votos y edifica a todos con su piedad, mortificación y santidad.
Con la autorización del prelado, vuelve al oratorio de Amarante donde se entrega sin límites a la oración, penitencia y apostolado hasta el fin de su vida quemada en amor a Dios y en bien de los hermanos. Contrajo una gravísima enfermedad y se dispuso a morir como los mejores discípulos del Señor. Muere en manos de la Virgen el 10 de enero de 1260.
Aparte quedan los «adornos». A la escueta y noble figura del santo la piedad, el cariño o la fantasía añadió notas poco probables, nada necesarias e imposibles de comprobar por la ciencia histórica, pero que embellecían de modo maravilloso y sobrenatural, como aureola, la grandeza de un hombre fiel. Fue el tiempo quien añadió los guiños que hacía Gonzalo a Jesús crucificado mientras mamaba los pechos de su ama de leche cuando era bebé; el parloteo de la gente comentaba las apariciones que tuvo de la Virgen y las estiró hasta hacerlas frecuentes y casi continuas; los campesinos devotos del santo vieron que los peces del río saltaban a la orilla, ofreciéndose como vianda para quien predicaba a Jesucristo.