Autor: Archidiócesis de Madrid
Radical en el intento de vivir como enseñó san Francisco de Asís, después que pasaran los siglos.
Ya el papa Inocencio III se había extrañado de que se pudiera vivir como propuso el fundador de los frailes menores a la hora de aprobar aquel camino de santidad. Tuvo que acercarse hasta Roma el mismo pobre de Asís y ponerlo entre la espada y la pared con aquella célebre pregunta hecha al Pontífice, más o menos en estos términos: Entonces, ¿quiere decir que no es posible vivir el Evangelio?. Con el paso del tiempo, y teniendo en cuenta las muchas miserias de los hombres, la dificultad se hace historia humana vivida, y no es infrecuente descubrir en algunas familias religiosas dentro de la Iglesia que el primer vigor se amortigua hasta llegar a aguarse en algún caso con la excusa de ser más tolerantes, comprensivos y condescendientes, o recurriendo a la manida y polivalente excusa de ‘los cambios de los tiempos’.
Tomás de Cori fue uno de esos hombres listos que se subió al carro de la reforma de la Orden franciscana en el siglo XVII. Había nacido en Cori el 4 de junio de 1655. Le llamaron Tomás. Quedó al cargo de su hermana menor, cuando tenía catorce años, por la muerte de sus padres. Como tantos chicos de su edad, se comenzó a ganar la vida siendo pastor. Hasta que las hermanas se casaron no pudo poner por obra el deseo que llevaba rondando por su cabeza desde hacía tiempo: ser uno más de los frailes franciscanos que conocía de Cori. Solicitó vestir el hábito; lo mandaron a Orvieto donde estudió y se ordenó sacerdote en 1683, quedando allí como ayudante del maestro de novicios.
Por aquella época comenzaban a proliferar dentro de la familia franciscana los llamados Retiros, que pretendían instaurar la radicalidad en la manera de vivir el espíritu según lo vivió san Francisco. Tomás pidió ser admitido en el que comenzaba en Civitella (hoy Bellegra) con unos modos muy especiales; todo su saludo al llamar a la puerta fue expresarse con claridad, diciendo: Soy fray Tomás de Cori y vengo para hacerme santo. Allí vivirá hasta su muerte, excepto los seis que vivió en el convento de Palombara, donde hizo de Guardián, instauró un Retiro al estilo del de Bellegra y escribió dos reglas para los conventos que él mismo se preocupó de cumplir a la perfección, dando a entender que no debían ser sólo letra muerta.
No era un fraile que rezara mucho; fue más bien un fraile que no interrumpía la oración; de modo especial, demostraba una admirable devoción a la Eucaristía, tanto en la celebración de la misa como en las largas y silenciosas vigilias pasadas adorando al Santísimo Sacramento. Esta nota común a tantos santos no tendría relieve especial si no se añadiera su fidelidad perseverante, a pesar de una extraordinaria sequedad y ausencia de consuelos sensibles por más de cuarenta años, y que esto no fuera obstáculo para mantenerse sereno, logrando la unidad de vida en medio de todas las actividades que desarrollaba.
Porque no era un piadoso hombre sin más compromisos ni aspiraciones. Recorrió la región del Lacio, predicando y dando sacramentos a la gente; dio lo mejor de sí mismo, en predicación llena de fuego y claridad, sin recargos ni adornos, llegando a la cabeza y al corazón. A pesar no haber subido a los púlpitos de renombre, a él terminaron por llamarle el apóstol del Sublacense por el celo _frecuentemente acompañado de milagros_ en transmitir o impulsar la vida cristiana.
No siempre le animaron y mucho menos le aplaudieron los frailes. Con bastante frecuencia tuvo que soportar la incomprensión de sus hermanos religiosos ante la radicalidad de vivir el genuino espíritu franciscano, hasta llegar al extremo de verse en algunas ocasiones tan solo como la una para atender todas las necesidades del convento. En estas situaciones vivió la más exquisita caridad como se desprende de su abundante epistolario.
Murió el 11 de enero de 1729.
Fue canonizado por el papa Juan Pablo II el 21 de noviembre de 1999.
La vuelta al carisma recibido trae la fresca brisa de lo genuino que Dios quiso en otro momento, limpiándolo de adherencias exógenas que son con frecuencia un peso muerto para volar y dificultan la credibilidad del espíritu evangélico. Quienes hacen posible ese retorno auténtico son los santos. Tomás de Cori, hizo su labor con tenacidad terca, pero sin arrogancia; como quien sirve.