Nada seguro se dice en las actas que poseemos de San Arcadio, sobre el tiempo ni sobre el lugar de su martirio. Entre los cronistas, unos suponen que tuvo lugar en tiempo de Valeriano, hacia el 268; otros, más probablemente, en la persecución de Diocleciano, hacia él 304. Por otra parte, algunos martirologios antiguos colocan su nombre entre los mártires del Africa, y los historiadores modernos señalan en particular Cesarea de Mauretania, como el lugar de su martirio.
Efectivamente, hacia el año 304, ardía en el Africa la persecución de Diocleciano, que tantas víctimas costó a la Iglesia. Bastaba la menor sospecha para que los esbirros del gobernador de la Mauretania penetraran en las moradas particulares, y si daban con algún cristiano, saciaban en él desde el primer momento el odio que profesaban al nombre de Cristo, lo cargaban de cadenas y conducían inmediatamente delante del gobernador. Diariamente eran apresadas nuevas víctimas, a las que se obligaba a asistir a los sacrificios públicos ofrecidos a los dioses y a ofrecer incienso a los ídolos.
En estas circunstancias, Arcadio, perteneciente a una distinguida familia, con el objeto de no comprometer a sus parientes retiróse a un lugar solitario, donde permaneció oculto algún tiempo, mientras ejercitaba allí sus prácticas religiosas y ayudaba, en cuanto le era posible, a sus hermanos cristianos en momentos tan difíciles. Mas por su condición distinguida en la población, su ausencia no pudo pasar mucho tiempo inadvertida. Así, pues. como los magistrados públicos no lo vieran comparecer en los sacrificios ofrecidos a los dioses, enviaron sus esbirros en su busca, los cuales allanaron su casa; pero no pudieron encontrar en ella más que a uno de sus parientes, de quien no hubo manera de obtener noticia ninguna sobre el paradero de Arcadio. Así, pues, llenos de furia ante su fracaso, apresaron a dicho pariente y lo condujeron ante el gobernador.
Entre tanto continuaba Arcadio en su escondite, bien seguro de las pesquisas de los satélites del gobernador. Pero, informado rápidamente de lo ocurrido, no pudo con su corazón noble y caritativo, consentir que aquel pobre pariente estuviera sufriendo por él. Uniéndose, pues, a este sentimiento su ansia de sufrir por Cristo, salió de su retiro y se dirigió espontáneamente ante el juez de la Mauretania, y atestiguó ante todo que él era Arcadio, a quien ellos buscaban, y luego hizo expresamente profesión de su cualidad de cristiano. Por consiguiente, añadió, si por mi causa detenéis en prisiones a ese pariente mío, ponedlo inmediatamente en libertad, pues aquí me tenéis a mi. Yo os aseguro que él es inocente y ni siquiera conocía el lugar de mi retiro.
Inmediatamente, pues, el pariente fue puesto en libertad. Pero entonces comenzó la prueba más dura de Arcadio. El juez lo invitó formalmente a ofrecer sacrificio a los dioses protectores del Imperio. Si así lo hacía, quedaría inmediatamente en libertad. El diálogo siguiente y el atroz martirio que sufrió Arcadio, nos lo refieren las Actas que se nos han conservado, que el célebre historiador Dom Rinart incluye entre las Actas sinceras de los mártires, si bien modernamente no se les atribuye tanta autoridad. Según todos los indicios, el fondo es enteramente verídico; algunas de las circunstancias y los detalles de algunos tormentos pueden ser más o menos legendarios.
Efectivamente, según refieren dichas actas, Arcadio repuso al juez: ¿Es posible que vos me hagáis la propuesta de sacrificar a los dioses, con la esperanza de obtener libertad? ¿No conocéis a los cristianos, o pensáis que el temor de la muerte me hará traicionar nunca a mi fe? Jesucristo es mi vida y la muerte es mi ganancia. Inventad los suplicios que más os gusten; pero sabed que nada podrá hacerme traicionar a mi Dios.
Es cierto que este género de respuestas de los mártires, por su carácter apasionado, impulsivo y acometedor, presenta todo el carácter típico de las leyendas posteriores; pero, despojándolas de lo que pueda haber de legendario o exagerado, queda en pie la firmeza inquebrantable del mártir, que espontáneamente se presenta ante el juez, hace profesión de cristiano y se niega decididamente a sacrificar a los dioses, sin dejarse amedrantar en lo más mínimo por las amenazas de los más duros suplicios y de la misma muerte. Así parece, con palabras más sencillas y objetivas, pero decididas y absolutas, en otras actas semejantes de mártires, sacadas de los mismos protocolos oficiales de los procesos.
Fácilmente se comprende la violenta reacción del juez romano ante una respuesta tan decidida de Arcadio. Con el intento de rendir la inquebrantable firmeza de Arcadio, el gobernador pone ante sus ojos con la mayor viveza los tormentos que se le aplicarán si no ofrece sacrificios a los dioses: los garfios de hierro, los azotes con puntas de plomo al estilo romano, y otros semejantes. Pero el servidor de Cristo no se deja intimidar y persiste en la más decidida confesión de su fe. Entonces el juez ordena que se practique en el mártir la más horrible carnicería: que se le corten, uno a uno, todos los músculos de los brazos, de las espaldas y de las piernas hasta los pies. Al escuchar este mandato, Arcadio siente que todo su cuerpo se estremece, pero levanta sus ojos a Dios y siente cómo Éste le comunica las fuerzas que necesita.
Las actas describen luego, con el más crudo realismo, cómo se fue realizando en el santo cuerpo del mártir la orden del gobernador. El mártir va ofreciendo el sacrificio de cada uno de sus miembros, pero, durante tan sangriento suplicio, no cesa de bendecir al Señor. Como el único miembro que le queda es la lengua, añaden las actas este rasgo, que aunque pertenezca a la leyenda, es sumamente significativo: el mártir, se dice, continuaba bendiciendo a Dios con estas palabras: Dichosos miembros míos. Ahora sí que me sois verdaderamente caros, puesto que pertenecéis únicamente a mi Dios, a quien sois ofrecidos en sacrificio. Ahora me es más ventajoso estar separado de vosotros para estar luego unido con vosotros en la gloria. Y dirigiéndose a los testigos de aquellos tormentos, aprended, les dijo, que todos estos tormentos no son nada para quien tiene ante sus ojos la corona del cielo. Vuestros dioses no son verdaderos dioses. Renunciad, pues, a ofrecerles sacrificio. Solo Aquel, por el que yo sufro y muero, es el Dios verdadero. Morir por Él, es alcanzar la verdadera vida; sufrir por Él, es gozar de inefables delicias.
En medio de estos razonamientos, Arcadio entregó dulcemente su alma a Dios. Sin discutir en detalle cada uno de estos tormentos y las palabras que dirigió al juez y a los circunstantes, lo que ciertamente consta es la heroica constancia del mártir, que sin ablandarse por los mas fascinadores halagos, sin desfallecer ante los más atroces sufrimientos, derramó su sangre en defensa de su fe. Es el ejemplo sublime del mártir para los cristianos de todos los tiempos, que debemos estar siempre dispuestos a sufrir toda clase de penalidades en defensa de nuestra fe cristiana, y aun en la vida ordinaria, debemos arrostrar las mayores molestias por no ofender a Dios.
BERNARDINO LLORCA, S.I.