El siglo IV es la época de las grandes controversias dogmáticas en el seno de la Iglesia. Si toda disensión teológica fue peligrosa, ninguna más grave ni más desgarradora que el arrianismo predicado en Alejandría por el presbítero Arrio. Según este heresiarca, el Verbo no es Dios en el sentido propio de la palabra; ni es eterno ni formado de la sustancia del Padre; es solo la primera de las criaturas, la más eminente de las cosas creadas, el elemento intermedio entre Dios y las criaturas propiamente dichas. Esta doctrina es la negación de todo el cristianismo, pues de no admitir como inconmovible la divinidad de Jesús, nuestras creencias quedan por completo desvirtuadas. Por eso, en 325, el concilio de Nicea, presidido por nuestro gran Osio de Córdoba, definió como dogma de fe que Jesucristo es Dios. En este marco histórico del arrianismo se desenvuelve la actividad del primer doctor de la Iglesia de Occidente.
Hilario nació hacia el 315 en Poitiers, de distinguida familia pagana. Recibió esmerada formación cultural, tal vez en el mismo Poitiers; por aquella época florecían los estudios en las Galias y sobre todo en Aquitania, cuya capital, Burdeos, era un verdadero foco de cultura intelectual. Su estancia en Tréveris, Roma y Grecia durante diez años es incierta; pero es, en cambio, indiscutible que sus escritos reflejan una vasta cultura, así filosófica como literaria, recibida en la juventud. Hilario estudió en sus años de adolescente la filosofía neoplatónica, se ejercitó en la poesía y aprendió la elocuencia. Su formación y su cultura fueron netamente paganas, pero su espíritu fino y delicado supo eludir aquel ambiente cargado de inmoralidad y sibaritismo propio de la época; y su inteligencia penetrante tampoco se saciaba con las supersticiones del paganismo.
Hilario hizo en su juventud una vida de honestidad y pureza consagrada al estudio. Nada más razonable desde el punto de vista humano. Pero el joven Hilario sentía apetencias de lo divino, que en modo alguno satisfacían las contradicciones de la filosofía. Él mismo nos cuenta en la introducción de su obra sobre la Trinidad cómo le traía preocupado el problema de nuestro destino y cómo providencialmente cayó en sus manos el evangelio de San Juan, que le dio la respuesta suspirada. Cuando leyó que el Verbo se había hecho hombre para hacer hijos de Dios a los que le recibiesen, cesó la angustia, dio de mano al paganismo y hacia el 345 recibió el bautismo. Como en infinidad de casos, una buena lectura había transformado el interior del joven pictaviense. Hilario estaba casado y tuvo una hija llamada Abra. Una y otra - la mujer y la hija - le siguieron en la conversión y en el bautismo.
Destinado con misión providencial para ser puntal de la Iglesia de Occidente, una vez convertido se consagró con avidez al estudio de la Escritura, rompiendo para siempre con aquella ciencia profana que tanto daño le había hecho, reteniéndole en las degradantes supersticiones del paganismo. Sentía aversión por los enemigos de la Iglesia y con repugnancia se sentaba junto a ellos en la mesa. Cristiano virtuoso y ejemplar, nos cuenta Venancio Fortunato, que escribió su vida, con tal delicadeza y entrega se ejercitaba en las prácticas del cristianismo y tanta diligencia y esmero ponía en ajustar su vida a las leyes de la Iglesia, que más parecía sacerdote del Señor que seglar y hombre casado.
Muerto el obispo de Poitiers, tal vez Majencio, clero y pueblo proponen a Hilario hacia el 350 para obispo de su propia ciudad. La esposa da el consentimiento y se decide a no mirarle más que en el altar: ambos cónyuges se separan desde entonces para hacer una vida de perfecta continencia. Puesto en la silla de Poitiers, no tardó en emprender la lucha que llenó y dio unidad a toda su vida. Hasta ahora Hilario había permanecido al margen de la controversia arriana, pero los sínodos de Arlés y Milán, que depusieron una vez más a San Atanasio y el destierro de los obispos de Tréveris, Vercelli, Cagliari y Milán, decretado por el emperador Constancio, le abrieron los ojos sobre la amenaza de los arrianos.
A partir de este momento, Hilario siguió con pasión la marcha de los acontecimientos y dio pruebas de la fortaleza de su carácter. Organizó inmediatamente la resistencia de los obispos de la Galia contra el metropolitano Saturnino de Arlés, que simpatizaba con los arrianos. Para ello reunió un sínodo en París en 355, en el que los obispos franceses que asistieron determinaron apartarse para siempre de Ursacio, Valente y Saturnino, principales promotores del arrianismo en Occidente. El metropolitano arlesiano respondió convocando otro sínodo en Beziers, al que por orden de Constancio hubo de asistir Hilario. El obispo de Poitiers fue invitado a que condenase a Atanasio, y con ello lo que se había defendido en Nicea. El santo obispo no sólo se opuso con firmeza a tan improcedente demanda, sino que además con valentía inusitada pidió que en medio de aquella asamblea de encarnizados enemigos se le permitiese rebatir las nefastas doctrinas de Arrio. Le fue negado, claro está, ante el temor de verse confundidos.
Por esta, su intrépida postura de campeón de la ortodoxia en Francia, sus enemigos le acusaron ante el emperador como faccioso y perturbador, y obtuvieron de Constancio un decreto por el que le desterraba a Frigia, en el Asia Menor. A finales del 356 se ponía en camino hacia la otra extremidad del Imperio Romano. Con ello habían eliminado de Occidente uno de los enemigos más caracterizados del arrianismo. Hilario permaneció cuatro años en Frigia (356-360), pero supo aprovecharse ampliamente de esta época dolorosa para su perfeccionamiento intelectual. Conoció la literatura cristiana de Oriente y elaboró su obra maestra teológica sobre la Trinidad, monumento de alta especulación cristiana en los primeros siglos.
Pese al destierro, continuó siendo obispo de Poitiers y el alma de las diócesis de Francia. Desde Frigia sugería sabios consejos a sus colegas en el episcopado, escribía cartas, enviaba instrucciones, redactaba libros para instruir a sus fieles. Todo le parecía poco a quien se había hecho todo para todos. Hilario encontró las provincias a que había sido confinado totalmente contaminadas por la herejía. Él mismo nos cuenta que apenas si encontraba un obispo que conservase la verdadera fe. El celoso obispo de Poitiers recorrió todo el Imperio oriental, discutió con los jerifaltes del arrianismo, entraba en sus iglesias, se sumaba a sus reuniones no buscando más que el apostolado. Permanezcamos siempre desterrados con tal que se predique la verdad, repetía con frecuencia.
El trato personal de Hilario con los herejes fue en esta época de finura y delicadeza y en sus escritos usó de mucha moderación. La obra Sobre los sínodos, redactada en el destierro, la dirigió a los obispos de la Galia, de las dos Germanías y Bretaña, para poner a los occidentales al corriente de las luchas que en Oriente se llevaban a cabo contra el arrianismo. Esta obra preparó la pacificación de los espíritus, dando un panorama más claro de los problemas en litigio y de la posición de los partidos. Razón tenía Rufino de Aquileya cuando escribió que los éxitos obtenidos por Hilario fueron debidos a la dulzura y suavidad de carácter.
Hilario era un sabio; así nos lo dicen sus escritos; pero era no menos santo. La santidad no puede ocultarse y Dios se encarga de glorificar a sus siervos incluso en este mundo. De su estancia en Frigia nos ha conservado la tradición un hecho en este sentido. Cierto domingo entró Hilario en una iglesia. en el momento preciso en que los católicos celebraban sus oficios religiosos. En pleno silencio una joven se abre paso en medio de la muchedumbre gritando que allí se encontraba un gran siervo de Dios y arrojándose a los pies de Hilario le pide que la admita entre los cristianos y haga sobre ella la señal de la cruz. Era la joven pagana Florencia, a quien el santo doctor instruyó en la fe y luego bautizó junto con su familia. A partir de este momento, Florencia siguió a todas partes al santo obispo y, dirigida por él, vistió el hábito religioso, alcanzando la santidad heroica de los altares. El martirologio galicano pone su fiesta el primero de diciembre.
Por todo esto, la autoridad de Hilario se afianzaba incluso en Oriente. Aunque obispo latino, fue invitado a tomar parte en el concilio de Seleucia, convocado por Constancio, que buscaba a toda costa la unión religiosa del Imperio con el arrianismo. Con la valentía que da la verdad, defendió en aquella asamblea la divinidad de Jesús y formó parte de la comisión que luego se dirigió a Constantinopla a informar al emperador sobre las discusiones. En Constantinopla se encontraba Saturnino, responsable del destierro de Hilario. El obispo de Poitiers solicitó una audiencia de Constancio para convencer al obispo de Arlés de sus errores, pero le fue negada. Entonces, con una sorprendente entereza de carácter, escribió contra Constancio un enérgico libelo, llamado corrientemente invectiva, en el que le compara con los peores perseguidores de la Iglesia.
Una actitud tan intrépida pareció peligrosísima a los arrianos orientales. Le acusaron, por lo mismo, ante el emperador de perturbador de la paz en Oriente. Constancio, a quien eran molestas las acusaciones de Hilario, dio órdenes al obispo de Poitiers de abandonar la capital del Imperio y tomar el camino de las Galias. Después de cuatro años de destierro entraba en su diócesis (360) en medio del júbilo más indescriptible. La Galia entera, nos cuenta San Jerónimo, abrazó al héroe que volvía del combate victorioso y con la palma en la mano. Como si el Señor quisiera demostrar la santidad del gran obispo, a su llegada a Poitiers, nos dice una tradición que, a ruegos de una madre, volvió a la vida a un niño que acababa de morir sin haber recibido el bautismo.
Instalado en su sede, Hilario no se permitió el menor reposo. Trabajó sin tregua por relegar de las Galias el arrianismo. Promovidos por él, se celebraron sínodos en todo el país, y en 361 se reunió un concilio en París con carácter nacional en el que se anatematizó a Auxencio, Ursacio, Valente y Saturnino, que acaudillaban el movimiento arriano. Con ello la fe de Nicea triunfaba en las Galias. Hilario llevó entonces la batalla a Italia, donde los arrianos tenían aún fuerzas considerables. Durante dos años trabajó con éxito al lado de Eusebio de Vercelli por el renacimiento de la fe de Nicea. En esta difícil tarea tropezó con un gran obstáculo en la persona de Auxencio, obispo arriano de Milán. En su afán de superarla presidió una asamblea de obispos italianos que pretendían conseguir del emperador la deposición del taimado obispo. No lo consiguió, porque Valentiniano estaba satisfecho con la fórmula de fe ambigua que le presentaba Auxencio. Acusado ante Valentiniano como perturbador de la paz de la Iglesia de Milán tuvo que abandonar Italia por orden imperial y encaminarse de nuevo a su diócesis. Hilario obedeció, pero con la valentía que le era característica denunció el equívoco y trapacería del obispo milanés en su libro Contra Auxencio.
De regreso a su diócesis (365) consagró los últimos años de su vida al cuidado espiritual de sus fieles y a su actividad de escritor. De esta época datan dos de sus grandes obras: los tratados sobre los misterios y sobre los salmos. El apostolado de Hilario no se limitó tan sólo al común del pueblo. Orientado y dirigido por él, un grupo selecto de almas se apasionó por el ideal de una vida más perfecta, abrazando los consejos evangélicos. El más ilustre de estos discípulos fue San Martín, futuro obispo de Tours, que fundó en Ligugé el primer monasterio, inaugurando así la vida monástica en Francia. Entre las almas que Hilario consagró al Señor, la tradición señala a su propia hija Abra y la noble Florencia.
Durante su estancia en Frigia pudo aprender la sorprendente eficacia de la palabra cantada. Arrio, primero, y los gnósticos, después, habían utilizado este procedimiento para divulgar sus errores. San Isidoro de Sevilla dice que Hilario fue el primero que compuso versos eclesiásticos en latín y que, pese a las dificultades que lleva consigo tal innovación, logró introducir en su iglesia antes que ningún occidental el cántico de los mismos. Hasta en la poesía, Hilario es el hombre de acción y de lucha. Con sus versos litúrgicos y populares a la vez pretendía el santo doctor grabar en sus fieles las verdades esenciales del cristianismo, tan amenazadas por los arrianos.
El trabajo ímprobo de unos diecisiete años al frente de su diócesis, el destierro y la contienda con los arrianos agotaron al santo obispo. Dos de sus discípulos velaban junto al lecho del maestro. Repentinamente la habitación se llena de una luz extraordinaria que les dejó deslumbrados. Lentamente fue extinguiéndose la luz y en el momento preciso en que Hilario exhalaba el último suspiro también ella desaparecía. Era el 1 de noviembre del 367. Su venerable cuerpo reposó muchos años en la iglesia de San Hilario el Grande, en Poitiers, hasta ya mediado el siglo XVII en que fue quemado por los hugonotes. En 1851 Pío IX le declaró Doctor de la Iglesia universal, galardón bien merecido, entre otras razones, por la defensa heroica que hizo de la divinidad del Verbo.
La postura vigilante y firme con que abordó la controversia arriana, el destierro, la firmeza de carácter, la amplitud de miras, las cualidades innegables de un verdadero hombre de acción e indiscutible jefe, que conciliaba en sí la energía con la dulzura, le han valido el honroso nombre de Atanasio de Occidente. Si la Iglesia latina, después de la muerte de Constancio, surgió con tanta rapidez se debe en gran parte al gran obispo de Poitiers.
URSICINO DOMÍNGUEZ DEL VAL, O. S. A.
Su nombre significa: amable y sonriente.
Murió el 13 de enero del año 368.
San Agustín dice de él: es un ilustre Doctor de nuestra Santa Iglesia. Y San Jerónimo lo llama: Hombre de gran elocuencia; trompeta de Dios para alertar a la verdadera religión contra la herejía y añade San Cipriano y San Hilario son dos inmensos cedros que Dios trasplantó del mundo hacia su Iglesia.
Nació en Poitiers (Francia) en el año 315, de familia pagana que le proporcionó una esmerada educación. Hizo sus estudios en su ciudad y en Roma y Grecia durante diez años. Se ejercitó en la poesía, aprendió elocuencia y estudió mucho la filosofía de Platón.
Durante sus años de estudio supo librarse del ambiente de corrupción que había entre los estudiantes y el llevar una vida honesta y virtuosa le sirvió muchísimo para mantener su cerebro despejado para aprender mucho y retener lo aprendido.
Los paganos decían que había muchos dioses, y esto le fastidiaba a él. Por eso cuando leyó la Biblia se entusiasmó al encontrar allí la idea de que no hay sino un solo Dios, eterno, inmutable, Todopoderoso, Principio y fin de todas las cosas.
El libro que lo convirtió fue el Evangelio de San Juan, pero él mismo cuenta en su autobiografía que el libro que lo acompañó toda su vida y que le sirvió de meditación cada día fue el evangelio de San Mateo.
A los 30 años vivía atormentado con la idea de cuál sería el destino que nos espera en la eternidad, cuando encontró el evangelio de San Juan y allí al leer que El Hijo del Dios se hizo hombre, para salvarnos, en esa noticia encontró la respuesta a sus dudas. A él le sucedió lo que le ha pasado a muchísimos santos: que una buena lectura ha cambiado toda su vida.
Era casado y tenía una hija. En el año 345 se hizo bautizar junto con su esposa y su hija.
Desde entonces se dedicó con toda su alma a leer y estudiar la Sagrada Escritura y dejó toda lectura simplemente mundana.
Venancio Fortunato, que escribió su biografía, cuenta que la vida de este hombre era tan virtuosa y tan de buen ejemplo, que la gente decía que más parecía un santo sacerdote que un hombre casado.
El año 350 murió el obispo de Poitiers y el pueblo aclamó como obispo a Hilario. Su esposa y su hija, que se habían vuelto muy santas, se retiraron a vivir como fervorosas religiosas, y nuestro santo fue nombrado obispo.
Desde entonces Hilario se dedica a la ocupación que va a ser el oficio principal del resto de su vida: combatir a los herejes arrianos que decían que Jesucristo no era Dios. Arrio fue un hereje que se dedicó a enseñar que Jesucristo no es Dios sino un simple hombre. Los obispos de todo el mundo se reunieron en el Concilio de Nicea (año 325) y proclamaron que Jesucristo sí es Dios, y que el que niegue esta verdad queda fuera de la Iglesia Católica. Pero el emperador Constancio se dedicó a apoyar a los arrianos y a perseguir a los verdaderos cristianos. Nombraba obispos arrianos en las ciudades principales y desterraba a los obispos que proclamaran la divinidad de Jesús.
Hilario organizó la resistencia de todos los obispos católicos de Francia, contra los obispos arrianos. En Paría reunió a los obispos católicos y éstos condenaron a los que seguían a Arrio.
Pero los arrianos lo acusaron ante el Emperador, y Constancio decretó el destierro de Hilario hasta Frigia, más allá del Mar Negro. Allá estuvo desterrado por cuatro años. Pero este destierro que le hizo sufrir mucho, le fue también muy provechoso porque allá aprendió el idioma griego y pudo leer los libros de los más grandes sabios cristianos de la antigüedad en oriente, y aprendió también la costumbre de entonar muchos cantos durante las ceremonias religiosas. Durante su estadía en Oriente adquirió una importantísima documentación para los famosos libros que luego iba a publicar en favor de la religión. Jamás despreció una ocasión para aumentar sus conocimientos religiosos.
Pero en Constantinopla fue invitado a un Concilio de los arrianos, y allá habló tan maravillosamente explicando la divinidad de Jesucristo, que los herejes pidieron al emperador que lo expulsara otra vez hacia occidente, porque podía convencer a toda esa gente de que Jesucristo sí es Dios. Y el gobernante dio el decreto de que quedaba expulsado hacia Francia. Y así pudo volver a su país. La gente decía: Hilario fue expulsado hacia oriente por hablar muy bien de Jesucristo en occidente. Y fue expulsado hacia occidente por hablar muy bien de Jesucristo en oriente.
En el año 360 Hilario entraba otra vez triunfante a su diócesis de Poitiers, en medio del júbilo más indescriptible. San Jerónimo dice que Francia entera se volcó a los caminos a recibirlo como a un héroe que volvía victorioso después de luchar sin descanso contra los que decían que Jesucristo no era Dios. Y Nuestro Señor para demostrar la santidad del gran obispo le concedió hacer varios milagros. El más sonado fue la resurrección de un joven que ya llevaban a enterrar.
Llegado otra vez a su ciudad, el santo se dedicó sin descanso a defender la verdadera religión y a combatir la herejía de los arrianos. En uno de sus escritos pone a Dios por testigo de que el fin principal de toda su vida es emplear todas sus fuerzas en hacer conocer más a Jesucristo y hacerlo amar por el mayor número de personas que sea posible.
A las personas que iban a consultarle les recomendaba que todas sus acciones las empezaran y terminaran con alguna oración.
Y redactó luego su libro más famoso llamado La Trinidad. Es lo mejor que se escribió en toda la antigüedad acerca de la Sma. Trinidad. También publicó un Comentario al Evangelio de San Mateo y un Comentario a los Salmos.
Otra gran obra de San Hilario fue reunir un grupo de personas fervorosas y enseñarles a vivir en comunidad, lejos de lo mundano, dedicándose a la oración, a la penitencia, al trabajo y a la lectura de la S. Biblia. Entre las religiosas estaban su esposa y su hija. Entre los religiosos el más ilustre fue San Gregorio de Tours, que fundó después el primer monasterio de su país, Francia.
En oriente había aprendido que los arrianos y los gnósticos, para atraer gentes a sus cultos entonaban muchos cantos. Y él, que era poeta, se dedicó a componer cantos y a ensayarlos y hacerlos cantar en las ceremonias religiosas de los católicos. San Isidoro dice que el primero que introdujo en Europa la costumbre de entonar himnos cantados durante las ceremonias religiosas fue San Hilario. Años más tarde San Ambrosio introduciría esa costumbre en su catedral de Milán y los herejes lo acusarán ante el gobierno diciendo que por los cantos tan hermosos que entona en su iglesia les quita a ellos sus clientes que se van a donde los católicos porque allá cantan más y mejor.
Una gran cualidad tenía este santo: era extremadamente cortés y bondadoso. Cuando defendía la verdad cristiana contra los errores de la herejía era un retumbante polemista, pero cuando trataba de convencer a los otros para que amaran a Jesucristo, era un bondadoso padre y un buen pastor. La gente decía: en sus discursos es un león aterrador. En sus charlas personales es un manso cordero. En la lucha era muy humano, pero en la victoria era extremadamente bondadoso y muy comprensivo. Cuando un arriano dejaba sus errores, y volvía a creer como los católicos, ni siquiera permitía que le quitaran el cargo que antes tenía. No quería humillar a nadie sino salvar a todos.
Los últimos años de su vida los empleó en defender de palabra y por escrito la divinidad de Cristo y la verdadera religión en Francia e Italia. Y logró que a la muerte del emperador Constancio, la Iglesia, que estaba siendo tan perseguida, volviera a resurgir con admirable rapidez en los países de occidente.
En 1851, el Papa Pío Nono declaró a San Hilario Doctor de la Iglesia, por la defensa heroica y llena de sabiduría que hizo de la divinidad de Jesucristo.
El año 368, cuando estaba para morir, los presentes vieron que la habitación se llenaba de una extraordinaria luz que rodeaba el lecho del moribundo. Quedaron deslumbrados, pero apenas el santo entregó su espíritu, la luz desapareció misteriosamente.
Señor Jesucristo: Te pedimos que como tu amigo San Hilario nosotros empleemos también nuestra vida y nuestras fuerzas en hacerte conocer y amar más y más. Amen.
http://www.churchforum.org.mx
Cuando corre ya el siglo IV, nace en Poitiers el implacable defensor de la fe contra la herejía arriana. No tendría mayor importancia el hecho de encontrar un obispo paladín de la ortodoxia –cuenta el santoral con tantos–; pero saber que Hilario de Poitiers nació en una familia pagana, que llegó a ser un entendido en oratoria y literatura, que se hizo experto en filosofía platónica pagana, y que vivió como pagano, cambia la situación. Este varón intelectual, sabio de amplísima cultura, es además casado y con una hija que sepamos, Afra.
Fue el apasionante mundo –leído en el evangelio de San Juan– del Logos hecho hombre por los hombres y llamándolos a participar de Dios la linterna que le llevó a la fe, reafirmada posteriormente en el estudio serio de la Sagrada Escritura. Se bautizó en el 345, y después se convirtieron también a la fe su esposa y su hija.
El clero y pueblo de Poitiers lo aclamó como obispo propio –en ese tiempo las cosas se hacían así y no era obstáculo su condición de casado, si bien es cierto que su esposa vivió desde entonces en perfecta continencia– hacia el año 350, cuando quedó vacante la sede por la muerte tal vez de Majencio. Desde dentro de la Iglesia se hace cargo pronto de los males que le acechan. Fueron los hechos palpables y constatados los que le avisaron del mal; la virulencia la conoció después. El detonante fue la deposición de los obispos de Tréveris, Vercelli, Cagliari y Milán por los sínodos de Arlés y Milán, manipulados por los arrianos con la complicidad del emperador Constancio. Estos hechos le llevaron a estudiar los puntos doctrinales arrianos y a hacer comparación con los datos de la fe católica; se hace perfecta cuenta de que son absolutamente irreconciliables y de que el arrianismo es una bomba de relojería oculta: Si Jesucristo no es de la misma sustancia que el Padre, si no es Dios, si sólo es la criatura más importante, toda la fe queda destruida. Se dio cuenta de que hacía falta la vuelta a la fe definida el 325 en Nicea.
Comienza la lucha que mantendrá hasta su misma muerte contra el cuarteto formado por los obispos simpatizantes con los arrianos Saturnino de Arlés, Auxencio de Milán, Ursacio y Valente. Comienza la movida convocando un sínodo en París para los obispos de las Galias en el año 355 con la intención de alertarlos del peligro. Los proarrianos convocan otro en Beziers para contrarrestar, alentados por el emperador que invita a Hilario a unirse al sínodo y condenar a Anastasio, pero encontrándose con la negativa y con la petición del obispo de Poitiers de que se le permita refutar las doctrinas de Arrio. El resultado era de esperar; Hilario es desterrado a Oriente, al extremo más opuesto de Europa, por «promotor del desorden en la Galia».
En Asia Menor, concretamente en Frigia, pasó del 356 al 360. Fueron cuatro años de contacto con aquellos cristianos; en este tiempo constata la dolorosa realidad de «no encontrar obispo con la verdadera fe». La profundización en el estudio teológico no fue estéril; allí escribió su celebérrimo Tratado sobre la Trinidad. Fue un tiempo apasionante. Constancio pretende lograr la unidad religiosa por motivos de gobernabilidad del Imperio a toda costa; invita a Hilario al sínodo de Seleucia con la intención de que ceda y poder lograrla; pero sólo consiguió que el obispo galo escribiera el libelo durísimo Contra Constancio donde lo califica como el peor perseguidor de la Iglesia. No ceder supone enfrentamiento y da pie a ser tratado otra vez como «perturbador de la paz en Oriente», razón suficiente para ser enviado a la Galia para quitarlo de en medio, aunque sea recibido en Poitiers por las multitudes con signos de apoteosis.
No se concede reposo. Se suceden los sínodos y pasa a dar la misma batalla en Italia en unión con Eusebio de Vercelli para reafirmar la fe de Nicea. Ahora ya es emperador Valentiniano que heredó con el Imperio el problema de la desunión religiosa por la herejía; se encuentra con la misma firmeza en Hilario y lo califica como «alborotador de la paz en Milán» para justificar de nuevo su envío a Poitiers; sale a la luz el nuevo libelo hilariano Contra Auxencio.
Años pasó en su sede cuidando espiritualmente a su grey y escribiendo; de esta época son Sobre los misterios y Sobre los Salmos. Y hasta tuvo tiempo para abrir puerta al monacato en Occidente, bien conocido en los años de destierro, dedicando parte de sus energías a cultivar a un pequeño grupo de personas entre las que estaban su hija Abra, la noble Florencia y el futuro obispo de Tours, Martín, que fundó el primer monasterio en Ligugé.
La firmeza y constancia en la defensa del depósito de la fe le caracterizan. Hilario llega a ser algo molesto, como un grano que una y otra vez se rellena, después de extirparlo. Un personaje embarazoso por lealtad a la fe. Obispo incómodo para los que están en el error por manifestarles de modo pertinaz donde se encuentra la verdad; penoso para los blandos que preferirían transigir con tal de que les dejen en paz; perturbador para los que pretenden utilizar la religión en aras de la consecución de sus planes terrenos. Aunque no se le reconozca con título alguno al respecto, bien se le podría nombrar abogado de los que sufren atropellos por la fe al no querer aceptar paces confusas o, al menos, de los que no están dispuestos a tragar con determinadas transigencias.