21 de enero

San Fructuoso y sus diáconos (259).

Y aquel enamorado de las glorias de Roma y de sus poetas empezó a pisotear con estrofas rotundas los ídolos caducos de la Roma anticuada y a cantar a los nuevos héroes del Imperio: los mártires de Cristo.

Y ahí está el Peristephanon, con sus himnos triunfales en honor de Emeterio y Celedonio, de Lorenzo, de Eulalia de Mérida, de los dieciocho mártires de Zaragoza, y el más hermoso -el sexto-, en alabanza de los beatisimos mártires Fructuoso, obispo de la iglesia tarraconense y de Augurio y Eulogio, diáconos: cincuenta y cuatro estrofas de tres versos cortados con elegancia prócer, en los cuales confía la timidez del poeta para obtener la intercesión del Santo. Acaso -dice al terminar el poema-, como a su Tarragona, también a mí se dignará sacarme de mis penas dulces hendecasyllabos revolvens: repasando mis versos de once sílabas...

El águila de Hipona se unió, en el canto a Fructuoso, al ruiseñor de Calahorra, nacido solamente seis años antes que él: a los noventa exactos del martirio del obispo y sus diáconos, que subieron al cielo por la escalera de oro de las llamas en enero del 258.

Como los versos de Prudencio, el sermón de Agustín para la fiesta de Fructuoso sigue con paso fiel las Actas de los mártires, de una tan nítida autenticidad, que hacen de nuestro Santo, al decir de Tillemont, el protomártir históricamente justificado de la España cristiana. Bastarían las pruebas internas de estas Actas; pero la aceptación del gran cantor y el gran obispo les dan aval definitivo.

La historia de ese trío de mártires gloriosos empieza con la aurora del día sexto antes de su muerte. Eran emperadores Licinio, Valeriano y su hijo Galieno, y cónsules Baso y Emiliano (para la gloria de tres mártires, el cortejo de tres emperadores); y el cónsul Emiliano vino a la capital de la España Citerior para quemar incienso ante los dioses, pero ya en Tarragona ardían otros incensarios movidos por Fructuoso ante el altar del verdadero Dios.

La historia empieza con la aurora: A diecisiete días de las calendas de febrero, que caía en domingo aquella vez, Emiliano se había levantado de noche; y es al rasgar al alba que manda a sus ministros imperiales a prender al obispo. Cinco oficiales de alta categoría manda el cónsul; en lenguaje curial, cinco beneficiarios, que aquí darán más beneficio a los prendidos que al aprehensor. El cónsul no dormía, inquieto en sus falsos dioses, pero el obispo sí, tranquilamente reclinado en el verdadero Dios; las marciales pisadas le despiertan al despuntar el día y sale a recibirlos con las sandalias sin atar.

-Ven, le dicen los cinco-: el presidente quiere hablarte, a ti y a tus diáconos.

-Voy- contesta Fructuoso-; pero antes me calzo, si me lo permitís.

Se lo permiten y los tres son conducidos a la cárcel, donde el obispo, cierto de la corona del Señor, no cesa en la plegaria.

La táctica de aquella persecución de los cristianos era la supresión de las cabezas destacadas, dejando en paz al pueblo fiel. Por ello la fraternidad puede velar de día y noche a la puerta de la cárcel y socorrer a su pastor. Hasta el viernes siguiente no fueron puestos ante el juez. Dice Emiliano a Fructuoso:

- ¿Oíste lo que mandan nuestros emperadores? Y Fructuoso contesta:

- Yo no sé lo que mandan, puesto que soy cristiano.

No sabe lo que mandan en cuanto al culto solamente, porque en orden a Dios, el César no es más que él. Dice

Emiliano:

- Los emperadores ordenan que los dioses sean venerados. Yo no venero más que a un solo Dios.

- ¿Sabes que hay dioses?

- No.

- Pues lo sabrás bien pronto...

El obispo Fructuoso volvió sus ojos al Señor y se sumergió en íntima oración, dicen las Actas deliciosamente. ¿A qué perder el tiempo? Mientras, al presidente no le cabía en la cabeza que pudiera haber alguien que fuera oído, temido y adorado, si los dioses no eran honrados y no se daba culto, además, a las imágenes de los emperadores. Entonces. Emiliano se dirige al diácono Augurio:

- No escuches las palabras de Fructuoso.

Pero Augurio contesta:

-Yo adoro al Dios omnipotente-.

No prosigue Emiliano, temeroso de que con su firmeza en la confesión, Augurio conforte al otro diácono; y pregunta a Eulogio:

-¿También tu adoras a Fructuoso?

-Yo no adoro a Fructuoso, sino que adoró al mismo Dios que Fructuoso .......-

Pontífice y diáconos se inclinan igualmente ante el altar de Dios. Más: el primero en jerarquía ha de ser el primero en el divino acatamiento. Pero Emiliano ignora tales filigranas, y pregunta de nuevo a Fructuoso:

-¿Eres obispo tú?- delatando la táctica de la persecución.

-Sí, soy- contesta con firmeza el pastor.

Y, burlón, Emiliano:

-Lo fuiste- dice. Y manda que los tres sean quemados vivos. La sonrisa burlona del derrotado juez, la sabia musa de Prudencio la añade a la latina prosa sencilla de las Actas.

Fructuoso y sus diáconos fueron entonces conducidos al amplio anfiteatro, que, a picó y pala manejados por manos voluntarias hasta de hombres de letras, va siendo en estos días desenterrado totalmente de ingloriosos escombros. ¿Quien no amaba a Fructuoso, a excepción del juez inicuo? Todo el pueblo gemía, incluso los gentiles, apiñado a su vera, camino del suplicio. Porque Fructuoso era lo que, según San Pablo, el Espíritu Santo quiere que sea todo obispo: un vaso de elección y un doctor de las gentes. Uno de la fraternidad ofrece a los condenados un cordial aromático y Fructuoso rechaza:

- No ha llegado aún la hora de romper el ayuno.

Eran las diez de la mañana y el ayuno vigía hasta las tres de la tarde. Ya tomarían en el cielo sabrosa refección.

No consiente el obispo que Augustal, su lector, le quite las sandalias.

- Hijo, mejor será que me descalce yo, fuerte, gozoso y cierto de las promesas del Señor.

Ahora un mílite cristiano pide un recuerdo en la oración del mártir. La respuesta que da en voz alta Fructuoso la airea en su sermón el verbo emocionado de Agustín, como el mejor elogio del cuerpo místico de Cristo:

- Conviene que yo tenga en mi memoria a la Iglesia Católica extendida de Oriente a Occidente.

Y glosa el Pastor de Hipona: No olvida a ningún miembro, el que pide por todos... Tú, pues, si quieres que yo ruegue por ti, no te apartes de esta Iglesia por la que estoy rogando.

Todavía Fructuoso sigue pontificando con la palabra y el ejemplo. Anuncia que a su rebañó no faltará jamás pastor, y habla de que el martirio es un mal que se esfuma, como la enfermedad de una hora. Y después de consolar a los hermanos, él, con sus compañeros, entraron en la salud. Así rezan las Actas que acaban de llamar a las pruebas como una enfermedad. Y empieza el recuerdo del horno bíblico con sus tres purpúreas ofrendas de Ananía, Azaría y Misael, que habrán de recoger todos los breviarios medievales. Hay una pincelada, en las referidas Actas, de verdadera mano maestra: Así, pues, constituidos en el fuego de este mundo, el Padre no los abandonó, el Hijo los auxilió y el El Espíritu Santo estaba con ellos en medio de las llamas. La Trinidad del cielo asistiendo a los tres héroes de la tierra y el Espíritu Santo - el del incendio de Pentecostés -, con su cortejo ígneo en las llamas.

A la voracidad del fuego cedieron los cordeles y los mártires quedaron libres, según era costumbre entre cristianos, para alzar las manos y ponerlas en cruz. constituidos, dice el texto, en la señal de la victoria, hasta que fueron abandonados por sus almas.

La historia comenzada con oros de la aurora, acaba con los oros del martirio por fuego, en un pontifical al que aluden los gozos que actualmente se cantan el 21 de enero en la catedral de Tarragona: Oh trinidad tarraconense, - rojo terno de Fructuoso...

MIGUEL MELENDRES

Fructuoso, obispo de Tarragona y mártir († 259)

En el Peristephanon del calagurritano Aurelio Prudencio está presente como una de las glorias cristianas de la Tarraconense aún romana. El sexto himno hecho de cincuenta y cuatro estrofas de tres versos de once sílabas escritos en los albores del siglo V, cuando el poeta decide –según su propia confesión– abandonar los honores mundanos para dedicarse al canto de la gloria de Dios hecho en poema latino, al exponer la vida de los que  –sin excesivo apego a ella–  la dieron por Jesucristo.

Fructuoso fue obispo de Tarragona y murió mártir, condenado a ser quemado en la hoguera, acompañado por algunos de sus ministros dos de  los cuales eran diáconos y con los nombres conocidos de Augurio y Eulogio.

Las Actas de su martirio están reconocidas por los estudiosos como de las pocas que pueden ser consideradas fieles hasta el punto de considerar a Fructuoso como «el protomártir hispano justificado ante la historia» por su autenticidad.

Fue en el tiempo del emperador Valeriano; los cónsules eran Baso y Emiliano.

Fue al despuntar de un día de enero. Llamaron a la puerta del obispo los enviados por las autoridades que querían verle y juzgarle por su fe cristiana ya que se dedicaba  a dar instrucción a los fieles y a extender aquella religión. Abrió la puerta cuando llamaron, aún estaba con las sandalias sin atar. Lo llevaron  a la cárcel con sus discípulos hasta que se constituyera el tribunal; fue una semana en la que les atendieron los de la «fraternidad» que no abandonaban las puertas de la cárcel; para ellos no había peligro, los romanos sólo buscaban suprimir las cabezas de los jefes o responsables. Al final, la cita con el cónsul Emiliano tiene lugar con la sencillez y resolución de la muerte en la hoguera de los tres cristianos confesos de su condición de creyentes en Cristo y obstinados en rechazar cualquier otra divinidad.

Se ejecutó la condena en el anfiteatro. Entre llamas dieron testimonio firme ante una multitud de paganos vociferantes y muchos cristianos que lloraban su muerte.

El relato es sobrio, sin adornos, escueto. Las palabras del cónsul que iban al grano y las respuestas firmes que no admiten retorno quedaron plasmadas para siempre en testimonio fijo. Casi tan fijo como el premio.