Primer patrono de la ciudad de Valencia y patrono principal de la archidiocesis
Vicente significa vencedor en el combate de la fe
1. Huesca, que conserva una iglesia construida en el sitio de su casa natal, Zaragoza, donde estudió y desarrolló su actividad apostólica y Valencia, teatro de sus atroces tormentos y testigo de su glorioso triunfo, son las tres ciudades españolas que se disputan el honor de ser la cuna de Vicente: El relato de su «pasión» leído en las iglesias, excitó la admiración universal. Algunos años después preguntaba Agustín en la Hipona africana: ¿Qué región, qué provincia del Imperio no celebra la gloria del Diácono Vicente? ¿Quién conocería el nombre de Daciano, si no hubiera leído la pasión del mártir? (Sermón 276). Los papas San León y San Gregorio celebraron al santo mártir en sus panegíricos, y San Isidoro de Sevilla y San Bernardo, en sus escritos.
2. Su padre cónsul y su madre Enola, natural de Huesca, lo confiaron a San Valero, obispo de Zaragoza, bajo cuya dirección hizo rápidos progresos en la virtud. A los veintidós años, el obispo, que era tartamudo, le eligió diácono y le confió el cuidado de la predicación con lo que Valero, quedó en la penumbra.
3. A principios del siglo I, Diocleciano y Maximiano, los dos emperadores romanos reinantes, juraron exterminar la religión cristiana. Siendo procónsul en España, el griego Daciano, que odiaba el cristianismo, arremetió contra los pastores para amedrentar al rebaño. En Zaragoza mandó prender al obispo y al diácono Vicente, pero no quiso entregarlos al suplicio. «Si no empiezo por quebrantar sus fuerzas con abrumadores trabajos, estoy seguro de mi derrota», pensaba. Les cargó con pesadas cadenas, y ordenó conducirlos a pie hasta Valencia, haciéndoles padecer hambre y sed. En el largo viaje, los soldados les afligieron con toda clase de malos tratos.
4. Vicente era bello y aristócrata: Oriundo de una familia consular de Huesca, es un prototipo del ciudadano aragonés. Vienen a Valencia, colonia romana, por la Via Augusta, extendida siguiendo el Mediterráneo, para ser juzgados por Daciano, encargado de ejecutar los Edictos Imperiales. Antes de entrar en la ciudad, los esbirros quisieron pasar la noche en una posada, dejando a Vicente atado a una columna en el patio. Derribada aquella posada, la columna se conserva aún en la parroquia de Santa Mónica, donde es venerada por los fieles. Ya en Valencia se les encerró en prisión oscura y se les dejó sin comer durante varios días. Cuando juzgó que estaban quebrantados, los mandó llamar, y se extrañó de que estuvieran alegres, sanos y robustos. Desterró al obispo, y al rebelde, que le ultrajaba en público, lo sometió al potro, para que aprendiera a obedecer a los emperadores. Le desnudaron, y las cuerdas y ruedas, rompieron los nervios del mártir; le descoyuntaron sus miembros, y desgarraron sus carnes con uñas y garfios de hierro. Hasta el mismo Daciano se arrojó sobre la víctima, y le azotó cruelmente.
5. El grado supremo de la tortura era el lecho candente. La serenidad de Vicente asombraba a Daciano, quien, hastiado de tanta sangre, mandó devolverlo a la cárcel. Prudencio en su Peristephanon, describe el calabozo oscuro donde, sobre cascos de cerámica y piedras puntiagudas, yace Vicente con los pies hundidos en los cepos. Pero, de pronto, la cárcel se ilumina, el suelo se cubre de flores y el ambiente de perfumes extraños. Se rompen los cepos y las cadenas. Todo es como un retazo de gloria. El prodigio conmueve la ciudad. El cruel torturador, ordena que curen las heridas del mártir valeroso. Y mientras le curan, muere Vicente. Es arrojado al mar en Valencia y según la tradición, rescatado del mar en la playa de Cullera. Y entonces pone en sus labios el Eclesiástico 51,1 la oración de la 1ª lectura: Me has salvado de la muerte, detuviste mi cuerpo ante la fosa. Me salvaste de múltiples peligros. El Señor le ha salvado, pero de otra manera... El es el grano de trigo, que si cae en tierra y muere, da mucho fruto Juan 12,24. El tirano, despechado, mandó arrojar a un muladar el cadáver de Vicente para que lo devoraran las alimañas. Un cuervo lo defendió de los buitres y de las fieras. Hay un mosaico en la cripta de la actual parroquia de San Vicente Mártir de Valencia, que es el lugar donde fue tirado, que representa al santo diácono muerto, calzado con cáligas romanas, verdaderamente impresionante. Metido en un odre fue arrojado al mar, atado con una rueda de molino, de donde le viene el sobrenombre de San Vicent de la Roda. Las olas lo devolvieron a la playa, donde lo recogió Ionicia, lo enterró y los fieles cristianos comenzaron a venerarlo. Es representado revestido de dalmática sagrada, con la palma del triunfo en la mano y junto al potro y la rueda de su tortura. Por eso en Valencia se le designacomo San ViÇent de la Roda. Es uno de los tres diáconos primeros que confesaron con su sangre la fe: Esteban en Jerusalén, Lorenzo en Roma, Vicente en Valencia.
6. Las Diócesis más antiguas de la España romana, fueron fundadas o por Apóstoles, o por discípulos de los Apóstoles. No así Valencia, que estaba muy poco evangelizada. Dice Lorenzo Ríber: "La ciudad de Valencia, antigua colonia romana, conservó tenazmente el culto de los dioses. La historia guarda silencio absoluto sobre el anuncio del Evangelio en los tres primeros siglos. El martirio de san Vicente en el año 304, es el primer testimonio cristiano de la Iglesia de Valencia, con lo que el joven diácono viene a ser el padre en la fe de Valencia. Como ocurrió en el resto de Hispania, los primeros cristianos en las actuales tierras valencianas debieron ser militares de paso y comerciantes provenientes del África romana, con la que existía una prolija red de comunicaciones comerciales. Alguno de los primeros evangelizadores conocidos, eran africanos. No podemos asegurar que hubiese una Iglesia constituida en torno a un obispo, como en otras ciudades de Hispania, pero no debieron faltar en una urbe tan bien comunicada como Valentia - situada entre Tarraco y Cartago Nova - actividades de evangelización, de reuniones litúrgicas y catequéticas aunque fueran clandestinas, con la asistencia de algún presbítero local o itinerante. La Valencia cristiana entra definitivamente en la historia con el acontecimiento del martirio del diácono san Vicente a comienzos del siglo IV. Durante los tres primeros siglos de la era cristiana no tenemos datos de vida cristiana no sólo en la ciudad de Valencia y sus alrededores sino también en las otras ciudades del territorio desde la desembocadura del Ebro hasta el sur de la actual provincia de Alicante. No sabemos la forma en que las persecuciones de los emperadores romanos durante los tres primeros siglos afectaron a los cristianos de nuestra región. En la medida de su existencia se darían las confiscaciones de lugares de culto, detenciones de los dirigentes de las Iglesias y de otros cristianos, como en otros lugares. La actividad diaconal de Vicente se desarrolló durante una época relativamente serena y pacífica, pues en 270 el emperador Aurelio restableció la unidad del Imperio, y Diocleciano en 284 le dio una nueva organización, que favorecía el impulso expansivo de la Iglesia. Así se pudo cimentar el cristianismo en las regiones ya más evangelizadas y celebrar el Concilio de Elvira, que manifiesta una cierta madurez de la Iglesia en la Bética, ya en el 300. Después se originó una nueva y más sangrienta persecución, decretada por los emperadores Diocleciano y Maximiano. En 303 se publica el primer edicto imperial en este sentido. Para llevar a cabo los edictos persecutorios, llega a España el prefecto Daciano, que permanece en la Península dos años, ensañándose cruelmente en la población cristiana. Daciano hace su entrada en España por Gerona, encargando allí del cumplimiento de los decretos imperiales al juez Rufino, pasando él a Barcelona y después a Zaragoza. De Zaragoza el Prefecto llevó consigo a Valencia al obispo Valerio ya su diácono Vicente. En el año 304, la ciudad de Valentia es el primer lugar de nuestra región que entra documentalmente en la historia del cristianismo con el martirio del diácono de Caesaraugusta, Zaragoza, Vicente, conducido hasta esta ciudad con su obispo san Valero durante la persecución de Diocleciano. El emperador Diocleciano, a finales del siglo III, promovió una gran reorganización del imperio para hacer frente a los peligros exteriores y a la decadencia interna. Todos los pobladores del imperio teían que adorar al "genio" divino de Roma, impersonado en el Cesar.
7. Al pasar Daciano por Barcelona, sacrifica a San Cucufate y a la niña Santa Eulalia. El cuerpo de Vicente es desgarrado con uñas metálicas. Mientras lo torturaban, el juez intimaba al mártir a la abjuración. Vicente rechazaba indignado tales ofrecimientos. Te engañas, hombre cruel, si crees afligirme al destrozar mi cuerpo. Hay alguien dentro de mí que nadie puede violar: un ser libre, sereno. Tú intentas destruir un vaso de arcilla, destinado a romperse, pero en vano te esforzarás por tocar lo que está dentro, que sólo está sujeto a Dios. Daciano, desconcertado y humillado ante aquella actitud, le ofrece el perdón si le entrega los libros sagrados. Pero la valentía del mártir es inexpugnable. Exasperado de nuevo el Prefecto, mandó aplicarle el supremo tormento, colocarlo sobre un lecho de hierro incandescente. Nada puede quebrantar la fortaleza del mártir que, recordando a su paisano San Lorenzo, sufre el tormento sin quejarse y bromeando entre las llamas. Lo arrojan entonces a un calabozo siniestro, oscuro y fétido un lugar más negro que las mismas tinieblas, dice Prudencio. Luego presenta el poeta un coro de ángeles que vienen a consolar al mártir. Iluminan el antro horrible, cubren el suelo de flores, y alegran las tinieblas con sus armonías. Hasta el carcelero, conmovido, se convierte y confiesa a Cristo.
Daciano manda curar al mártir para someterlo de nuevo a los tormentos. Los cristianos se aprestan a curarlo. Pero apenas colocado en mullido lecho, queda defraudado el tirano, pues el espíritu vencedor de Vicente vuela al paraíso. Era el mes de enero del 304. Ordena Daciano mutilar el cuerpo y arrojarlo al mar. Pero más piadosas las olas, lo devuelven a tierra para proclamar ante el mundo el triunfo de Vicente el Invicto. Su culto se extendió mucho por toda la cristiandad.
Dios llamó inmediatamente junto a sí a su testigo, teñido aún con la sangre martirial. Del mismo modo los relatos cuentan que el cuerpo fue preservado en el muladar, salvado de las aguas y recogido por los cristianos en la playa hasta ser depositado en un modesto sepulcro junto a la vía Augusta, desde, como dice la Pasión litúrgica, fue llevado a la Iglesia Madre y puesto bajo el altar que se le había consagrado, el "digno sepulcro" que menciona la misa mozárabe del santo. San Vicente llegó a ser el gran mártir de la Iglesia de occidente, como san Lorenzo lo fue de Roma y en Oriente san Esteban, los tres diáconos. Las homilías de san Agustín predicadas en su fiesta difundieron más todavía su memoria. El martirio de san Vicente fue la semilla de la Iglesia en Valencia; en lugar de temor suscitó admiración, de modo que desde entonces su sepulcro fue el centro de la primera comunidad y, cuando esta se institucionalizó y creció, el mártir se convirtió en el patrono de la misma y su valedor durante los años oscuros de la dominación musulmana.
8. El poeta Prudencio, Aurelio Prudencio Clemente, nacido en Calahorra el año 348 en una familia de la aristocracia hispano-romana, había ejercido el cargo de prefecto en importantes ciudades, hasta que el emperador lo eligió para formar parte de su corte. Compatriota y casi contemporáneo de Vicente, compuso un hermoso poema en el que canta su martirio: Es el Peristéphanon, del cual estoy extrayendo datos y sorbiendo inspiración. Prudencio era hombre de gran cultura, profundo conocedor de los poetas clásicos, y heredero de una poesía latina cristiana, que surgida en el siglo IV, fue elevada por él a su punto culminante. En el siglo VII, San Isidoro de Sevilla, escribirá que puede ser considerado como el príncipe de los poetas cristianos: «Este dulce Prudencio de una boca sin igual, tan grande y tan famoso por sus diversas composiciones poéticas. La más amplia, la dedica a exaltar la figura de los mártires, el Peristéphanon o libro De las coronas, en la que sublima el culto literario de los mártires, amplificado ya en prosa en la literatura cada vez más novelada de las Actas y, sobre todo, de las Pasiones. Prudencio despliega en el Peristépfanon el arte de la narración lírica y dramática teñido de cierto sabor popular, afirma J. Fontaine.
9. En el interrogatorio, entre amenazas y coacciones, Vicente tuvo un gran protagonismo, tomando la palabra por Valerio y confesando valientemente su fe: Hay dentro de mí Otro a quien nada ni nadie pueden dañar; hay un Ser sereno y libre, íntegro y exento de dolor. ¡Eso que tú, con tan afanosa furia te empeñas en destruir, es un vaso frágil, un vaso de barro que el esfuerzo más leve rompería. Esfuérzate, en castigar y en torturar a Aquel que está dentro de mí, que tiene debajo de sus pies tu tiránica insania. A éste, a éste, hostígale; ataca a éste, invicto, invencible, no sujeto a tempestad alguna, y sumiso a sólo Dios!
Admirable fue la fortaleza con que Vicente soportó tan terrible prueba. «Con clara reminiscencia virgiliana, dice Prudencio, que Vicente elevó al cielo los ojos porque las ataduras cautivaban sus manos:
Tenditque in altum luminaria
vincla palma presserant.
De este tormento Vicente salió reforzado, y se le echa luego en un antro lúgubre».
La descripción de la cárcel, hecha por Prudencio, sólo pudo ser descrita por un testigo ocular: Hay en lo más hondo del calabozo un lugar más negro que las mismas tinieblas, cerrado y ahogado por las piedras de una bóveda baja y estrecha. Reina allí una noche eterna, que jamás disipa el astro del día; allí tiene su infierno la prisión horrible. Pero Cristo no abandona a su siervo y se apresura a otorgarle el premio prometido a la paciencia, puesta a prueba en tantos y tan duros combates. «Y en este momento el numen de Prudencio se hincha, como una vela, de un soplo pindárico... Guirnaldas de ángeles ciñen con su vuelo la tenebrosa mazmorra .
10. Se cumplía la profecía de Cristo: Os entregarán a los tribunales, y os azotarán. Pero no os preocupéis de lo que vais a decir, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros Mateo 10,17.
11. Hemos de tener coraje para empezar desde cero y paciencia para aguardar a que el grano germine, y vaya creciendo. A nosotros nos toca sembrar, al Dueño de la mies dar el crecimiento (1 Cor 3,7). Dar valor a estas pequeñas cosas que hoy hacemos, y desechar las tentaciones de ir por caminos de espectacularidad, amar la siembra anónima y monótona, no agradecida, o desagradecida, sabiendo que ahí queda la semilla, portadora de germen vivo de vida nueva.
12. Sobre el cuerpo de Vicente enterrado en el surco, se levanta hoy la frondosa Iglesia Diocesana Valentina, que también está necesitando una nueva evangelización. ¿Quién quiere ser ese grano de trigo que cae, es olvidado, se pudre, pero que dará mucho fruto? Ofrecerse a ser grano es fruto de la gracia, porque a la naturaleza le gusta más cosechar que sembrar. Reza Dámaso, papa español y también poeta: Vicente, que por tus tormentos nos escuche Cristo .
13. Casi siete siglos han de pasar, para que arraigue y se extienda la devoción al protomártir valenciano Vicente, propagada por los reyes de Aragón, que, desde la reconquista de Valencia se han acogido a su intercesión. Ellos fueron los que demostraron particular interés por la basílica sepulcral del santo ubicada junto a la vía Augusta en los aledaños de la ciudad de Valencia, en torno a la que se formaría un poblado mozárabe, el arrabal de Rayosa, que tenía como núcleo la misma basílica de San Vicente de la Roqueta, iglesia matriz y como catedral de los mozárabes valencianos.
14. En 1172 Alfonso II, que pobló y dio fuero a Teruel, sitió a Valencia, y para levantar el cerco, exigió reservarse bajo su dominio la iglesia de San Vicente. También Pedro II demostró su devoción al santo. Y su hijo, el rey D. Jaime I, heredó e incluso superó, la devoción de sus antecesores hacia aquel joven diácono, venerado en toda la Cristiandad, en la "era de los mártires" de la persecución de Diocleciano. Y cuando el rey preparaba su campaña de cruzada, y en los momentos más álgidos y arriesgados, encomendaba a San Vicente la empresa.
15. San Vicente de la Roqueta fue el primer lugar que ocuparon en 1238 las huestes de Jaime I cuando conquistó Valencia. Llegaban desde el campamento del arrabal de Ruzafa. En su iglesia quedaría luego, pendiente de la bóveda del presbiterio, el histórico estandarte del penó de la Conquesta", que ondeó en la torre de Ali Bufat o del Temple, como señal de rendición de la ciudad musulmana, y que permaneció allí hasta que fue trasladado a las Casas Consistoriales.
16. El mismo Jaime 1 proclamó al mártir Vicente "el santo protector de la reconquista de Valencia", como "Santa Maria", bajo diversas advocaciones, y en Valencia, Nuestra Señora del Puig, lo era para todos los reinos de España. Existe un documento del 16 de junio de 1263 conservado en el Archivo de la Corona de Aragón, cuyo texto traducido dice: "Estamos firmemente convencidos de que Nuestro Señor Jesucristo, por las oraciones, especialmente del bienaventurado Vicente, nos entregó la ciudad y todo el reino de Valencia y los libró del poder y de las manos de los paganos." La gratitud del rey Jaime I a San Vicente permanecería viva y encendida hasta el fin de sus días. Mandó construir una iglesia más grande y junto a ella, un nuevo monasterio y un hospital para pobres y enfermos.
17. Valencia, compartiendo estos sentimientos de gratitud, aclamó a San Vicente como a su principal patrón. Y los magistrados de la Ciudad acordaron que el 9 de octubre de 1338, festa de Sant Donís, se celebrase el primer centenario de la Conquista con una processó general, la cual partirá de la Seu e irá a la esglesya del benaventurat mártir San Vicent per fer laors y gracies de la dita victoria. Al acercarnos a hacer hoy la Eucaristía en la solemnidad de San Vicente Mártir, pidamos al Señor que nos haga como él vencedores valientes en el combate. En la Catedral de Valencia se conserva al culto el brazo izquierdo del protomártir, regalado por Pietro Zampieri, de la diócesis de Pádua (Venecia), el 22 de enero de 1970.
18. Centenario de San Vicente Mártir. La Santa Sede declaradó 2003 año santo en Valencia por la celebración de los 1.700 años de su martirio, que termina hoy, 22 de enero de 2004. Es patrón de Valencia, Zaragoza y otras ciudades de España y Portugal, y se le representa con una cruz, un cuervo y una parrilla. Se ha podido obtener indulgencia en la Catedral de Valencia, la parroquia de Cristo Rey, también en Valencia, donde fue inicialmente sepultado; las dos capillas conocidas como «las cárceles de San Vicente», en la calle del mismo nombre y en la plaza de la Almoina; y la iglesia de los Santos Juanes de Cullera.
19. Vicente, se nuestro intercesor ante el trono de la gracia. Haz descender sobre esta asamblea reunida para honrar tu memoria, tu protección con una lluvia de celestiales bendiciones.
20. La autenticidad de sus virtudes, vividas heroicamente en la sencillez de su vida ordinaria, quedó sancionada por su sangre derramada. Y la Iglesia correspondió a su eminente servicialidad con el homenaje de su rápido culto: San León Magno en Roma, San Ambrosio en Milán, San Isidoro en Sevilla y San Agustín en África son testigos de la amplia difusión de su fama. Tres basílicas dedicadas a su culto en la Roma medieval atestiguan la popularidad de su nombre. Es también uno de los pocos mártires mencionados en el Calendario de Polemio Silvio. Por su parte el Liber Sacramentorum contiene una Misa en su honor. Su imagen, en actitud orante, con una gran tonsura, y revestido de la pérula, aparece en un fresco del siglo VI-VII en el cementerio de Ponciano, en Roma. Es honrado especialmente en Zaragoza, en Salona, Sagunto y Tolosa. Reliquias suyas se veneran en Carmona de Sevilla y en algunas ciudades de África. Vicente, el Vencedor, es uno de los tres grandes diáconos que dieron su vida por Cristo. Junto con Lorenzo y Esteban - Corona, Laurel y Victoria - forma el más insigne triunvirato. Cubierto con la dalmática sagrada, ostenta en sus manos la palma de los mártires invictos, Vicente.
JESÚS MARTÍ BALLESTER
La situación de la Iglesia hacia el año 300 no podía ser más halagadora. Eusebio, historiador objetivo que vivió aquellas fechas, llega a decir que una muchedumbre incontable de personas diariamente se acogía a la fe de Cristo. A pesar de ello, se desencadenó una nueva persecución, la última de aquella serie y la más duradera, pues, iniciada por Maximiano y Diocleciano, fue continuada por otros emperadores hasta que Constantino y Licinio concedieron en 313 la libertad de cultos.
En marzo del 303 se publicó el primer edicto imperial, en el cual se ordenaba que las iglesias fueran arrasadas y los libros sagrados echados al fuego. Como penas, se establecía que las personas ilustres serian tachadas de infamia y que los plebeyos perderían la libertad. A poca distancia de ese edicto siguieron otros, ordenando el encarcelamiento de los jefes de la Iglesia y obligarles a sacrificar a los dioses sin parar en medios; que se diera tortura sin limitación, a criterio de los magistrados, a todo cristiano que no renegase de sus creencias; y para que nadie pudiera escapar, todo el mundo debía presentarse en determinado día para ofrecer a los dioses el sacrificio prescrito.
Las leyes no podían ser más severas ni más difíciles de burlar. Maximiano se dio prisa para que se cumplieran los edictos en nuestra Península, cuya cristiandad era floreciente, y para ello mandó al prefecto Daciano. Este estuvo en España un par de años y se dio a conocer en todas partes por su fanatismo y crueldad. A él debemos la gloria de tener tantos mártires y gracias a ellos ha perdurado el nombre de Daciano. Entró por los Pirineos. Dejó la pequeña Gerona al cuidado del juez Rufino, pasando él a Barcelona. En esa ciudad se conformó con un escarmiento pasajero sacrificando a Cucufate, un apóstol seglar, y a la jovencita Eulalia, una espontánea. Y siguió el camino hasta Zaragoza, la floreciente colonia César Augusta emplazada a orillas del Ebro. Allí se encontró con el obispo Valerio, el diácono Vicente y un grupo numeroso de cristianos tenaces, decididos a todo menos a renegar la fe. Zaragoza fue la ciudad de España que tuvo más mártires.
Las actas que poseemos sobre el martirio de San Vicente son tardías, mas concuerdan en lo sustancial y en muchos detalles con el himno de Aurelio Prudencio y con los panegíricos que le dedicó San Agustín. Vicente descendía de una familia ilustre y era hijo de padres cristianos. Piadoso y despierto que era, se aficionó de muy joven al servicio de la Iglesia. Valerio, el obispo, era un celoso propagador de la fe, pero hallándose ya anciano y con dificultad en el hablar, adivinó en el joven Vicente un buen colaborador. Le ordenó diácono, le nombró su arcediano, o sea el primero de los siete diáconos que había en las iglesias catedralicias, y le encargó el ministerio de la predicación. Vicente predicaba y convencía. Por su elocuencia, favor y ejemplaridad de vida pronto se hizo popular.
En eso, llega Daciano a Zaragoza. Sacrifica a los dioses según costumbre, publica el edicto y espera. Comienzan las denuncias y consiguientes encarcelamientos. Valerio y Vicente, maniatados, fueron conducidos a la cárcel. Daciano no se atrevió a juzgarlos en la misma ciudad, sin duda por temor a un tumulto. Se marchaba a Valencia y llevóse a los presos. Allí, lejos del apoyo moral de los feligreses, creía ablandarlos con más facilidad.
Ya en Valencia, fueron conducidos un día ante el tribunal. El agotado obispo no se explicaba a satisfacción del prefecto; mas allí estaba Vicente dispuesto a secundarlo, y lo hizo con frases tajantes: No creemos en vuestros dioses. Sólo existe Cristo y el Padre, que son un solo Dios. Nosotros somos siervos suyos y testigos de esa verdad. Arráncame, si puedes, esta fe. Daciano se desentendió del anciano obispo, mandándolo al destierro; mas, para el arrogante diácono comenzaron los tormentos.
La justicia romana utilizaba la tortura como medio corriente para arrancar a los reos la verdad. Para con los cristianos sucedía a la inversa: se les atormentaba para que negasen. Rabia diversos grados de tortura: el potro o ecúleo, los garfios y tenazas y, finalmente, el fuego. Vicente pasó por todos ellos. En primer lugar lo extendieron sobre el ecúleo para descoyuntarle los miembros. Viendo que el joven aguantaba impávido, el juez ordenó que le desgarraran el cuerpo con garfios de hierro. Entre tanto, Vicente decía: Te equivocas si piensas que me castigas desgarrando estos miembros, mientras no puedes manchar el alma libre e intacta. Te empeñas en romper un vaso de tierra, por otra parte frágil, que de todas formas ha de quebrarse pronto.
A Daciano le desconcertó la entereza de aquel joven y, comenzando a dudar del triunfo, cambió de método. Pase - le dice- que no quieres sacrificar a nuestros dioses; pero, entrégame por lo menos los libros de tu religión para que los eche al fuego. Vicente se niega una vez más, rotundamente, y Daciano, cegado por la ira, ordena el supremo grado de tortura, el fuego. El mártir es colocado sobre unas parrillas puestas al rojo y aplican a su cuerpo hierros candentes. Vicente permanecía inmóvil en medio de aquel horrendo suplicio; sólo levantaba los ojos al cielo, no pudiendo levantar las manos porque las tenía atadas.
Con frecuencia, los hagiógrafos nos presentan a los mártires como insensibles a los tormentos. Aunque alguna vez se pudiera dar este caso por gracia especial, lo ordinario no fue así, los mártires sentían las torturas en sus carnes y padecían de verdad. El auxilio divino no consistía en hacer el tormento inocuo, sino en hacerlo llevadero. Y es que Dios nuestro Señor, cuando nos pone en un apuro, del orden que sea, nos da al mismo tiempo las gracias necesarias para salir de él. Nunca somos probados por encima de nuestras fuerzas. Vicente no hubiera resistido aquello humanamente. Resistía porque Dios le ayudaba. Era la gracia divina. Lo cual nunca pudieron comprender los paganos y atribuían tanta resistencia a obstinación, teatralidad o magia.
Vicente salió triunfante una vez más de aquella prueba. Antes se cansaron los verdugos de atormentar que el Santo de resistir. No sabiendo qué hacer de aquel cuerpo horriblemente lacerado y quemado, Daciano, consciente de la derrota, se lo sacó de delante, mandándolo al lugar más oscuro del calabozo.
Parece que el poeta Prudencio visitó esta cárcel, pues unos años más tarde, al cantar el martirio de nuestro Santo, la describe en estos términos: En el fondo del calabozo hay un lugar más negro que las mismas tinieblas, un covacho que forman las estrechas piedras de una bóveda inmunda; allí reina una noche eterna y jamás llegó a penetrar un rayo de luz. Despojando lo que hubiere de exaltación poética, esta descripción concuerda con lo que eran algunas celdas; más lóbregas que las comunes, para castigar e incomunicar a determinados prisioneros.
Pero Dios no abandonó a Vicente. Aquella noche el calabozo se iluminó de pronto, el suelo quedó sembrado de flores, el Santo se vio sobre un lecho mullido y los ángeles descendieron junto a él y le recreaban con celestiales armonías, mientras uno de ellos le decía con rostro sonriente: Levántate, ínclito mártir, y únete como compañero nuestro a los coros celestiales. Vicente, que habla resistido tantos tormentos, no resistió el goce anticipado de la felicidad celeste y falleció en aquellas circunstancias. Se convirtió el carcelero, que se había dado cuenta de todo, y un grupo de cristianos fue a rendirle homenaje.
Pasamos por alto las hermosas leyendas que se tejieron alrededor de su entierro. El cuervo que defendía el cuerpo sagrado de la voracidad de otras aves; la piedra atada al cadáver, la cual, en vez de sumergirlo en el mar, lo retorna a la orilla. Los artistas medievales echarán mano de estos atributos para representar al santo diácono.
El culto a San Vicente se propagó en seguida. San Agustín atestigua que la Iglesia de Africa leía públicamente las actas el día de la fiesta. El papa San León Magno en Roma y San Ambrosio en Milán hicieron el panegírico en el aniversario de su muerte. Elogian la intrepidez de nuestro Santo San Isidoro de Sevilla y San Bernardo. En la Roma medieval había tres basílicas dedicadas a San Vicente. Las había también en otras partes de Italia, en Francia y en la Dalmacia (actual Yugoslavia). El culto favoreció el reparto de reliquias. Se encuentran éstas en muchas ciudades de España, Portugal y Francia, a donde las llevó, según cuentan las crónicas, el rey franco Childeberto, en el siglo VI, y las repartió por París, Metz, Castres y Benançon. Alrededor de los traslados de reliquias han surgido también curiosas leyendas, que, si no responden siempre a la estricta verdad, dan idea de la gran devoción que le tenían los fieles. San Vicente ha resultado ser el más famoso de los santos españoles, sin duda porque hasta el último momento supo hacer honor al nombre de Vincentius, o sea invicto.
JUAN FERRANDO ROIG
San Vicente era un diácono español, y su martirio se hizo tan famoso que San Agustín le dedicó cuatro sermones. Era diácono o ayudante del Obispo de Zaragoza, España, San Valerio. Como el Obispo tenía dificultades para hablar bien, encargaba a Vicente la predicación de la doctrina cristiana.
El Emperador Diocleciano decretó la persecución contra los cristianos y el gobernador Daciano hizo poner presos al Obispo Valerio y a su secretario Vicente. Les ofrecieron muchos regalos y premios si dejaban la religión de Cristo. Vicente dijo: Estamos dispuestos a padecer todos los sufrimientos posibles, con tal de permanecer fieles a la religión de Nuestro Señor Jesucristo. Entonces Daciano desterró al Obispo y se dedicó a hacer sufrir a Vicente las más espantosas torturas. El primer martirio fue un tormento llamado: el potro, que consistía en amarrarle cables a los pies y a las manos y tirar en cuatro direcciones distintas al mismo tiempo. Vicente, fiel a su nombre que significa valeroso, aguantó este terrible suplicio rezando y sin dejar de proclamar su amor a Jesucristo.
El segundo tormento fue apalearlo. El cuerpo de Vicente quedó masacrado y envuelto en sangre. Pero siguió declarando que no admitía más dioses que el Dios verdadero, ni más religión sino la de Cristo.
Y vino el tercer tormento: la parrilla al rojo vivo. Lo extendieron sobre una parrilla calientísima erizada de picos al rojo vivo. Los verdugos echaban sal a sus heridas. Vicente no hacía sino alabar y bendecir a Dios. San Agustín dice: El que sufría era Vicente, pero el que le daba tan grande valor era Dios.
Dios cuando manda una pena, concede también el valor para sobrellevarla.
El tirano mandó que lo llevaran a un oscuro calabozo cuyo piso estaba lleno de vidrios cortantes y que lo dejaran amarrado y de pie hasta el día siguiente para seguirlo atormentando. El poeta Prudencio dice: El calabozo era un lugar más negro que las mismas tinieblas; era una noche eterna donde nunca penetraba la luz.
Pero a medianoche el calabozo se llenó de luz. A Vicente se le soltaron las cadenas. El piso se cubrió de flores. Se oyeron músicas celestiales. Y una voz le dijo: Ven valeroso mártir a unirte en el Cielo con el grupo de los que aman a Nuestro Señor. Al oír este hermoso mensaje, San Vicente murió de emoción. El carcelero se convirtió al Cristianismo, y el perseguidor lloró de rabia al día siguiente, al sentirse vencido por este valeroso diácono.
* Pidámosle que nos de valentía para proclamar nuestra fe en cualquier lugar y circunstancia.
Se acabó la buena racha. La culpa la tuvieron Maximiano y Diocleciano en el comienzo del siglo IV.
La orden imperial del año 303 mandaba arrasar las iglesias o templos cristianos en todo el imperio y quemar todos los libros referentes a aquella superstición; a los que se habían hecho cristianos y pertenecían a las clases ilustres se les tacharía de infamia y los plebeyos perderían su libertad por el mismo motivo. Seguido vino otro edicto bastante peor: los jefes cristianos irían a la cárcel y serían obligados a sacrificar a los dioses sin reparar en medios para conseguirlo; el criterio lo pondría la voluntad del magistrado que podía incluir la tortura y la muerte. Y lo peor de todo es que no había escapatoria; estaba bien pensado y se ataron todos los extremos: Todos deben estar presentes en el mismo lugar, el mismo día y a la misma hora para ofrecer el sacrificio mandado.
Aquella disposición era severa e injusta, pero muy eficaz para los planes de purga de los cristianos. Maximiano urge a su prefecto Daciano el cumplimiento de la orden en España donde se conocía la existencia de una comunidad floreciente. ¡Y a fe que lo consiguió! Dos años fueron suficientes para que en adelante quedara su nombre como sinónimo de fanatismo y crueldad.
Las Actas que conservan y cuentan el martirio de Vicente son tardías. Concuerdan en lo sustancial con las afirmaciones que canta Aurelio Prudencio y con los panegíricos de san Agustín, pero se nota en ellas la fórmula estereotipada consabida a la que estamos acostumbrados. Cuando se escribieron ya había relato legendario.
¿Vicente? Se le supone hijo de cristianos, de familia acomodada, dispuesto siempre a echar una mano en lo que hace falta, de buenas costumbres y piadoso. Valerio es obispo de Zaragoza, pero es muy anciano y ya casi no puede hablar por sus años, elige a Vicente como colaborador y lo ordenó de diácono, encargándole del ministerio de la palabra. El diácono Vicente debía hacerlo muy bien, porque se hizo popular.
Llegaron las denuncias y los encarcelamientos del obispo y del diácono. Quizá el temor a un tumulto popular hizo que los trasladaran a Valencia para juzgarlos.
El anciano obispo, agotado y torpe de lengua, no logra explicarse a satisfacción y gusto del prefecto; Vicente toma el relevo en nombre de los dos y es terriblemente explicito y tajante: «No creemos en vuestros dioses y no les sacrificaremos. Hay un solo Dios, somos sus siervos y sus testigos». Al obispo lo mandaron al destierro y a Vicente a los tormentos. Se mostraba obstinado negándose a entregarles los libros sagrados que estaban bajo su custodia, pero la tortura era un medio ordinario para hacer cambiar de opinión a la gente. Potro, garfios, tenazas, fuego se emplearon en el diácono por negarse a sacrificar y a entregar los libros al prefecto. Prepararon unas parrillas que estaban rojas por el fuego y allí pusieron a Vicente que no se movía a pesar del sufrimiento porque la ayuda del cielo venía no a quitárselo, sino a hacerlo llevadero. Los verdugos interpretaron el hecho como obstinación y empecinamiento, y el resultado –con vida– como producto de la magia y encantamiento. ¿Qué iban a hacer con aquél hombre tan estropeado? Lo metieron en una mazmorra que Prudencio describe con detalles como si lo hubiera visto y examinado: al fondo de los calabozos, en una cueva, en el espacio que forman dos vigas cruzadas, donde jamás entró un rayo de sol. ¿Lo vio o lo imaginó?
Hubo un prodigio de luz en la noche silenciosa, una siembra de flores alfombró el pavimento, apareció en un lecho mullido y vinieron ángeles cantores. Así murió.
Y siguen diciendo que el carcelero se convirtió ante el maravilloso portento y que un grupo de cristianos comenzó a rendirle homenaje.
Los artistas medievales fueron pintándole con atributos diversos según la parte legendaria que les llegaba. Algunos lo muestran con un cuervo presente; la razón era porque aseguraban que este animal defendió su cuerpo expuesto de la voracidad de otras aves; alguien lo pintó con la piedra que le ataron al cuello cuando tiraron el cuerpo muerto de Vicente al mar que al poco tiempo lo devolvió milagrosamente a la orilla.
En el aniversario de su muerte testimonial se hacían panegíricos; san Agustín leía las actas en la iglesia africana; el papa León Magno, en Roma; san Ambrosio, en Milán. El español san Isidoro no se olvidó de elogiarlo en su fiesta, ni san Bernardo.
Tres basílicas hubo en la Roma medieval con su nombre. Y el afán de poseer alguna de sus reliquias era un asunto tan serio que bien podía ser casi motivo de guerra por ser el índice y condición para que un estado fuera tenido en cuenta; las guardan varias ciudades de España, Portugal y Francia a donde dicen que las llevó el rey Childeberto, en el siglo VI, y las repartió entre París, Metz, Chartres y Besançon. Naturalmente cada una de ellas con curiosas leyendas.
Purgando, purgando, nos queda el lejano hecho de un diácono hispano, cuando se asentaba en la piel de toro la fe, truncado en su servicio cristiano con el martirio. Asienta bien entre los creyentes la necesidad de ser fiel a Jesucristo hasta la muerte, y ante los paganos ratifica con su entrega lo tantas veces enseñado: la vida aquí es paso, lo que cuenta es servir a Dios y por él a los hermanos, ganar la eterna es lo importante, aunque se haya de pasar mal rato.
Vale la pena el panegírico con bombo y platillo, si el pregonero consigue espabilar al oyente hasta el punto de decidirlo a imitar a Vicente con claridad y sin componendas, cuando esa conducta sea postulada por la lealtad a Dios y necesaria para no apearse de la verdad en bien de todos. Eso que siempre escasea tanto.